LOS MOMENTOS QED[*]

BART KOSKO

Profesor de ingeniería eléctrica de la Universidad del Sur de California; autor de Noise.

Todo el mundo debería saber qué se siente al conseguir demostrar algo. La demostración hace que todas las demás formas de creencia queden relegadas a un distante segundo plano. La demostración constituye el extremo final de la escala cognitiva en la que venimos a señalar el grado de confianza que nos inspira una determinada afirmación —una escala que atraviesa varios niveles de incertidumbre—. Y lo cierto es que la mayoría de las personas jamás alcanzan a saber lo que se experimenta al conseguir demostrar algo.

La experiencia de la demostración deriva de la consecución de una prueba. No se produce simplemente con señalar la existencia de una demostración presente en un libro o en la mente de un profesor. Se genera cuando es el propio descubridor de la demostración quien supera el último peldaño lógico de la escalera deductiva. Solo entonces puede el interesado celebrar esa proeza lógica declarando «QED», es decir, «Quod erat demonstrandum» (o, sencillamente, «Quite Easily Done» [«¡Qué fácilmente lo he logrado!»]). La expresión QED establece que la persona en cuestión ha conseguido probar o demostrar la afirmación que deseaba contrastar. La demostración no tiene por qué ser original ni sorprendente. Para que genere un momento QED, solo es preciso que la demostración se revele correcta desde el punto de vista lógico. Para probar el teorema de Pitágoras siempre ha bastado con una sola demostración.

Las únicas demostraciones sólidas que cabe considerar dignas de tal nombre son las que nos ofrecen las matemáticas y la lógica formal. Cada paso lógico ha de venir acompañado de una justificación lógica que alcance a legitimar el movimiento siguiente. De este modo, todos y cada uno de los progresos lógicos generan un tipo de certeza binaria. De cumplirse ese requisito, el propio resultado final mostrará una certeza de carácter binario. Será como si la persona que realiza la demostración hubiera multiplicado el número uno por sí mismo en cada uno de los pasos del proceso. El resultado seguirá siendo el número uno. Esta es la razón de que la conclusión final permita la declaración que viene a resumirse con la abstracción taquigráfica QED. Y esa es también la razón de que todo el proceso quede inequívocamente detenido en el caso de que el sujeto encargado de la demostración no alcance a justificar uno de los pasos. Todo posible acto de fe, toda conjetura o toda necesidad de buscar un atajo o reducir la exigencia lógica de un determinado paso, arruinará la demostración y su exigencia de una certeza binaria.

El problema consiste en que, en realidad, todo cuanto podemos demostrar son tautologías.

Las grandes verdades binarias de las matemáticas no dejan de ser una equivalencia lógica correspondiente a la tautología 1 = 1 o «Verde es verde». Esto se diferencia de las afirmaciones fácticas que hacemos en relación con el mundo real —afirmaciones tales como «Las agujas de los pinos son verdes» o «Las moléculas de la clorofila reflejan la luz verde»—. Estas afirmaciones fácticas son aproximaciones. Se trata de unas proposiciones que resultan imprecisas o difusas desde el punto de vista técnico. Y es, además, muy frecuente que aparezcan yuxtapuestas a una o más incertidumbres de índole probabilística: «Es altamente probable que las agujas de los pinos sean verdes». Obsérvese que esta última afirmación implica una triple incertidumbre. En primer lugar, nos encontramos frente a una vaguedad: la de que las agujas de pino sean efectivamente verdes, dado que no existe una línea divisoria clara que separe lo que es verde de lo que no lo es, al tratarse en realidad de una cuestión de grado. En segundo lugar, únicamente estamos afirmando la probabilidad de que las agujas de los pinos posean la vaga propiedad del verdor. Y por último, es preciso tener en cuenta la magnitud de la probabilidad misma. Dicha magnitud viene dada por una palabra igualmente imprecisa o confusa —la de «altamente»—, puesto que tampoco en este caso existe una clara línea de demarcación entre las probabilidades elevadas y las probabilidades no elevadas.

Nadie ha producido jamás una afirmación fáctica que posea un estatuto de verdad binaria equiparable en un cien por cien al de un teorema matemático. Ni siquiera las más exactas predicciones energéticas de la mecánica cuántica alcanzan a ofrecer algo más que una aproximación de unos pocos decimales, cuando lo cierto es que una verdad binaria exigiría que los decimales del resultado se revelaran exactos aunque se prolongaran hasta el infinito.

La mayoría de los científicos son perfectamente conscientes de este extremo, y es natural que les preocupe. Las premisas lógicas de un modelo matemático no consiguen recoger sino de una manera aproximada el mundo que se pretende reflejar con dicho modelo. No puede decirse en modo alguno que tengamos una idea clara de la forma en que estas desigualdades fundamentales terminan por transmitirse a las predicciones que permite realizar el modelo. Cada paso inferencial corrupto tiende a degradar el grado de fiabilidad de la conclusión final, actuando en ese sentido de la misma manera que una multiplicación por fracciones inferiores a la unidad. La estadística moderna puede imponer límites a la fiabilidad si cuenta con el suficiente número de muestras y si esas muestras se aproximan lo bastante a los supuestos binarios del modelo. Eso tiene al menos la ventaja de obligarnos a pagar todo incremento de certidumbre con la divisa de los datos.

Descendemos notablemente los peldaños de la fiabilidad al pasar de este tipo de inferencias científicas imperfectas a las aproximaciones del razonamiento silogístico del derecho. En esta esfera, las partes litigantes insisten en que un conjunto de premisas similares han de conducir por fuerza a conclusiones igualmente parecidas.

No obstante, esta semejanza implica proceder a un peculiar y aproximado ajuste de pautas de conducta, un ajuste que obliga a adecuar un conjunto de patrones de comportamiento causal, todos ellos inherentemente imprecisos, o una serie de estados mentales ocultos como los asociados con la intención o la previsibilidad de las acciones de los encausados. En la práctica, el dictamen final del juez, que «acepta» o «deniega» la validez de una determinada argumentación, zanja el asunto. Desde un punto de vista técnico estamos, sin embargo, ante una conclusión ilógica. El producto de cualquier cifra situada entre el cero y el uno dará invariablemente un resultado inferior a uno. Por consiguiente, la fiabilidad de la conclusión disminuirá necesariamente cuanto más se incremente el número de pasos de la cadena deductiva. La sonora percusión de la maza judicial no constituye una demostración.

Cuando utilizamos un lenguaje natural cualquiera, este tipo de razonamientos aproximados constituye el límite superior de la fiabilidad, puesto que no nos será posible acercarnos más a la experiencia de un momento QED. Los argumentos cotidianos que bullen en nuestros cerebros solo alcanzan a escalar unas cimas lógicas notablemente más modestas. Y esa es justamente la razón que explica lo necesario que resulta que todos nosotros alcancemos a demostrar algo al menos una vez en la vida —a fin de experimentar como mínimo un auténtico momento QED—. Esos escasos pero divinos vislumbres de una certidumbre ideal pueden contribuir a evitar que tomemos por certezas cosas que en realidad no lo son en absoluto.

Este libro le hará más inteligente
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