PARA COMPRENDER LA FABULACIÓN
FIERY CUSHMAN
Profesor adjunto del Departamento de Ciencias Cognitivas, Lingüísticas y Psicológicas de la Universidad Brown.
Resulta impresionante lo mucho que ignoramos las causas de nuestro propio comportamiento. En ocasiones, las explicaciones que proporcionamos poseen todas las características de una absoluta construcción, y desde luego lo que nunca consiguen es ser completas. Sin embargo, no es esa la impresión que tenemos, antes al contrario, dado que actuamos como si supiéramos exactamente lo que estamos haciendo y por qué. Esto es la confabulación: elaborar un conjunto de conjeturas a fin de hallar las explicaciones más verosímiles de nuestro comportamiento para después considerar que dichas conjeturas son, en realidad, certezas introspectivas. Los psicólogos utilizan ejemplos notablemente llamativos para mantener la atención de los estudiantes de licenciatura que acuden a sus clases. La confabulación resulta divertida, pero también posee una faceta seria. Y el hecho mismo de comprenderla podría ayudarnos a actuar y a pensar mejor en nuestra vida cotidiana.
Algunos de los ejemplos más conocidos de confabulación tienen su origen en los pacientes comisurotomizados, esto es, en las personas a las que se les ha practicado la desconexión quirúrgica de los hemisferios cerebrales izquierdo y derecho con el objeto de poder proceder a aplicarles un determinado tratamiento médico. Los neurocientíficos han concebido todo un conjunto de experimentos ingeniosos en los que se proporciona una determinada información al hemisferio derecho (en forma, por ejemplo, de una serie de fotografías de personas desnudas), lo cual provoca un cambio en el comportamiento (digamos una risita nerviosa debida a la sensación de azoramiento). Una vez hecho esto, se pide a los sujetos comisurotomizados que expliquen verbalmente su comportamiento, dado que este depende del hemisferio izquierdo. Al percatarse de que el cuerpo está riéndose pero no ser consciente de la presencia de las imágenes de desnudos, el hemisferio izquierdo comienza a confabular para justificar el comportamiento corporal («¡Me río porque me hace usted unas preguntas muy divertidas, doctor!»).
Es posible que las confabulaciones que acostumbran a realizar de manera sistemática los pacientes ingresados en las alas neurológicas de los hospitales tengan la facultad de dejarnos boquiabiertos, pero lo cierto es que esto se debe en parte al hecho de que dichas fabulaciones no constituyen un reflejo de la experiencia ordinaria. En la mayoría de los casos, los comportamientos que usted y yo mostramos no se deben a la intervención de una serie de astutos neurocientíficos dedicados a insertar un conjunto de sugestiones subliminales en nuestro hemisferio derecho. Si no estamos en el laboratorio, y si nuestro cerebro cuenta con todas las conexiones normales, la mayoría de nuestros comportamientos emanan de una combinación formada por el pensamiento deliberado y la acción automática.
Irónicamente, eso es justamente lo que determina que la fabulación resulte tan peligrosa. Si lo habitual fuese errar por completo el sentido de las explicaciones que damos a nuestro comportamiento, equivocándonos tan absoluta e inapelablemente como a veces les ocurre a los pacientes comisurotomizados, es probable que fuésemos mucho más conscientes del hecho de que dicha conducta se halla sujeta a todo un conjunto de influencias tan ocultas como omnipresentes. El problema consiste en que las explicaciones que nos damos son parcialmente correctas, de modo que en muchas ocasiones conseguimos identificar adecuadamente las causas conscientes y deliberadas que rigen nuestro comportamiento. Por desgracia nos confundimos y creemos que si esas explicaciones resultan «parcialmente correctas» es porque, en realidad, son «del todo exactas», y de ese modo quedamos tan incapacitados para reconocer la influencia del inconsciente —que no es menor que la de las causas visibles— como para protegernos de sus efectos. La elección de un empleo, por ejemplo, depende en parte de una cuidadosa consideración de los intereses profesionales, la ubicación del centro de trabajo, los ingresos a percibir y el horario laboral. Al mismo tiempo, las investigaciones revelan que esa elección se halla sometida a la influencia de un gran número de factores de los que no somos conscientes. De acuerdo con un estudio realizado en el año 2005, los sujetos que se llaman Dennis o Denise tienen más probabilidades de trabajar como dentistas, mientras que las personas que responden al nombre de Virginia tienen más probabilidades de instalarse en el estado norteamericano (sí, sí, lo han adivinado) de Virginia —así lo sostienen al menos B. W. Pelham, M. Carvallo y J. T. Jones, en la revista Psychological Science—. Menos simpáticas resultan en cambio las conclusiones de otra investigación que viene a sugerir que, por término medio, la gente está dispuesta a aceptar un empleo con menores ventajas económicas, una ubicación menos deseable y unos ingresos inferiores si con ello logran evitar que su jefe sea una mujer —así lo manifiestan en el año 2007 D. A. Rahnev, E. M. Caruso y M. R. Banaji en un manuscrito inédito de la Universidad de Harvard—. De lo que no hay duda es de que la mayoría de gente no tiene la intención de basar la elección de un empleo en función de la sonoridad de su nombre de pila, y tampoco es probable que las personas deseen sacrificar la calidad de un empleo con el único objetivo de perpetuar los anticuados estereotipos que todavía se aplican al género. La realidad es que la mayoría de la gente no es consciente de que esos factores estén influyendo realmente en sus decisiones. Si se les pregunta cuál es la razón que les llevó a aceptar un determinado empleo, lo más probable es que se remitan a un conjunto de procesos vinculados con su pensamiento consciente: «Siempre me ha encantado cocinar ravioli, la lira[*] está subiendo, y la ciudad de Roma es perfecta para los enamorados…». Esa respuesta es en parte correcta, pero también se revela parcialmente errónea, dado que pasa por alto la profunda influencia que tienen los procesos automáticos en el comportamiento humano.
Las personas tienden a elaborar juicios morales más severos si la habitación en la que deliberan tiene la atmósfera cargada y maloliente, circunstancia que refleja el papel que desempeña la repugnancia entendida como emoción moral —véase Simone Schnall y otros, Personality and Social Psychology Bulletin, 2008—. Las probabilidades de que las mujeres llamen a sus padres en los días fértiles de su ciclo menstrual son también inferiores a las probabilidades de que lo hagan durante la fase no fértil, lo cual viene a constituir una conducta encaminada a evitar el incesto. Este comportamiento no se observa en cambio en las llamadas que realizan a sus madres —según sostienen Debra Lieberman, Elizabeth G. Pillsworth y Martie G. Haselton Psychological Science, 2010—. Los estudiantes muestran un mayor conservadurismo político si se les encuesta en las inmediaciones de un dispositivo de desinfección de manos durante una epidemia de gripe, particularidad que deja traslucir la influencia que puede llegar a ejercer en la ideología la presencia de un entorno considerado peligroso —véase E. Helzer y D. A. Pizarro, Psychological Science, 2011—. Y las personas también juzgarán que un extraño se les antoja más generoso y comprensivo si sostienen en la mano una taza de café caliente mientras hablan con él o con ella que si se encuentran tomando esa misma bebida con hielo, curiosidad que viene a constituir un reflejo de la metáfora que nos señala que las relaciones cordiales son también relaciones «cálidas» —según Lawrence E. Williams y John A. Bargh, Science, 2008.
Los comportamientos automáticos pueden presentar un sorprendente grado de organización y tender incluso a la consecución de un objetivo claro. Pondré otro ejemplo: las investigaciones muestran que las personas tienden a mentir o a falsear la realidad en un grado muy preciso: aquel que les permite rematar el engaño sin percatarse de que lo están haciendo —véase Nina Mazar, On Amir y Dan Ariely, Journal of Marketing Research, 2008—. Este es un fenómeno realmente notable, ya que una parte de nosotros decide en qué grado ha de concretarse el engaño, calibrando exactamente el nivel preciso para que la otra parte de uno mismo no consiga darse cuenta de la treta.
Una de las estrategias que permiten que la gente materialice este truco es la de las confabulaciones inocentes: cuando se les pide que se autoevalúen en un examen, los estudiantes suelen pensar: «¡Vaya! ¡He estado a punto de marcar la respuesta «e», es que sabía que la respuesta era esa!». No se trata de una mentira, como tampoco puede considerarse falso decir que uno no tiene tiempo de llamar a sus padres en las semanas en que está sumamente ocupado. Nos encontramos, sencillamente, ante un conjunto de explicaciones incompletas, de fabulaciones que reflejan nuestro pensamiento consciente y que ignoran los impulsos inconscientes.
Esto me lleva al tema central de mi argumentación, a la parte del razonamiento presente que permite hacer ver que la fabulación es un concepto relevante en la vida cotidiana y que no se trata únicamente de una mera y solitaria prestidigitación reservada a las conferencias que uno pueda dar en la facultad. Es posible que ya se hayan percatado ustedes de que a las personas les resulta más fácil ventear las motivaciones impropias en los comportamientos ajenos que reconocer ese mismo fondo en su propia conducta. Son los demás los que hacen ímprobos esfuerzos para no tener que trabajar a las órdenes de una mujer (es decir, ellos son los sexistas). Son también los demás los que abultan artificialmente sus notas (ellos son los tramposos), mientras que nosotros, pese a haber respondido «Roma» queríamos decir en realidad que «Anne» era la tercera de las hermanas Brontë. Este doble rasero constituye una doble tragedia.
En primer lugar, llegamos a la conclusión de que los comportamientos de los demás son una consecuencia tanto de sus malas intenciones como de su escasa capacidad de juicio, atribuyendo de ese modo a un conjunto de elecciones conscientes unas conductas que quizá se hayan debido a la influencia del inconsciente. En segundo lugar, damos por supuesto que las decisiones que nosotros mismos tomamos se han basado únicamente en las explicaciones conscientes que nos vienen a la memoria, mientras que rechazamos o ignoramos la posibilidad de que podamos estar respondiendo a nuestros particulares sesgos inconscientes.
Si alcanzamos a comprender la confabulación podremos empezar a poner remedio a estos dos defectos. Lograremos responsabilizar a los demás de los comportamientos que tengan sin poner necesariamente en entredicho sus motivaciones conscientes. Además, también nos responsabilizaremos mejor de nuestras propias acciones si revisamos nuestro comportamiento y tratamos de descubrir en él las influencias inconscientes que pueden haberlo moldeado, a sabiendas de que ese tipo de influencias tienen un carácter tan oculto como indeseado.