EL PENSAMIENTO ANTROPOCÉNICO

DANIEL GOLEMAN

Psicólogo; autor de Inteligencia emocional.

¿Conoce usted cuál es el PDF del champú que utiliza? En este caso, PDF son las siglas inglesas de «partially diminished fraction» con las que se indica la «reducción parcial» que sufre un determinado ecosistema, y si su champú contiene aceite de palma cultivado en una explotación enclavada, pongamos por caso, en plena jungla de Borneo (con la deforestación correspondiente), ese valor será muy elevado. ¿Y qué ocurre con el DALY de ese mismo champú? Esta unidad de medida es un término tomado del sistema de salud público que significa «años de vida potencialmente perdidos por discapacidad» (o «disability-adjusted life years»), esto es, la fracción de período vital que una persona puede acabar perdiendo en caso de sufrir una enfermedad discapacitante debida, digamos, a los efectos acumulativos que puede tener el hecho de haberse visto expuesta durante toda la vida a una determinada sustancia química de carácter industrial. Por consiguiente, si su champú favorito contiene dos ingredientes comunes y corrientes, como el 1,4-dioxano —que es carcinógeno— o el BHA[*] —un disruptor endocrino—, el DALY del producto que usted utiliza para lavarse la cabeza será también muy elevado.

El PDF y el DALY se cuentan entre los miles de medidas que se emplean en lo que he dado en llamar el pensamiento antropocénico, un pensamiento que contempla la forma en que los sistemas humanos afectan a los sistemas de carácter global que dan sustento a la vida. Esta forma de percibir las interacciones que existen entre el mundo artificial, construido por el hombre, y el mundo natural deriva de las ciencias geológicas. Si hubiese más gente que abrazara este modo de concebir las cosas, este ángulo de visión nos ayudaría a identificar soluciones frente a los singulares peligros a que ha de enfrentarse nuestra especie: nada menos que los vinculados con la extinción de nuestro nicho ecológico.

Con el comienzo de la agricultura y de los cultivos, y tras el acelerón de la Revolución Industrial, nuestro planeta dejó atrás el período holocénico para adentrarse en lo que los geólogos denominan el Antropoceno, un período en el que los sistemas humanos erosionan los sistemas naturales que sustentan la vida. Cuando se contemplan las cosas a través de la lente antropocénica, descubrimos que el operar cotidiano de la red energética, de los distintos medios de transporte, de la actividad de la industria y de los movimientos del comercio deteriora inexorablemente la situación en que se encuentran los sistemas biogeoquímicos globales, como los asociados con los respectivos ciclos del carbono, el fósforo y el agua. Los datos más preocupantes sugieren que desde la década de 1950, los empeños humanos no han conducido sino a una explosiva aceleración de este estado de cosas —un estado de cosas que alcanzará su punto crítico en pocas décadas, a medida que los diferentes sistemas vayan llegando a un punto decisivo a partir del cual no habrá ya retorno posible—. Por ejemplo, aproximadamente la mitad del incremento de la concentración del anhídrido carbónico atmosférico se ha producido en los últimos treinta años —y de todos los sistemas que sustentan la vida en el plano global, el que más cerca se halla del punto de no retorno es el del ciclo del carbono—. Pese a que estas «verdades incómodas» sobre el ciclo del carbono son el principal icono del suicidio a cámara lenta que está perpetrando nuestra especie, lo cierto es que no conforman sino una reducida porción de un cuadro de mucha más envergadura, dado que los ocho sistemas que sustentan la vida en el planeta están siendo objeto de las agresiones que generan nuestros hábitos cotidianos.

El pensamiento antropocénico nos indica que el problema no es una cualidad necesariamente intrínseca a ciertos sistemas, como los del comercio y la energía, y que no hay motivo para llegar por fuerza a la conclusión de que esas actividades comerciales y energéticas sean las causantes de la degradación de la naturaleza. Personalmente, tengo la esperanza de que todos esos sistemas puedan llegar a modificarse a fin de alcanzar a convertirlos en procesos capaces de sustentarse a sí mismos, gracias a la introducción de avances innovadores y a la energía de los emprendedores. La verdadera raíz del dilema antropocénico se encuentra en nuestra estructura neural.

Ocurre que nos vemos obligados a abordar la amenaza del Antropoceno con un cerebro al que la evolución ha configurado para sobrevivir en una época geológica anterior, la del Holoceno, una era en la que las señales de peligro venían dadas por la detección de gruñidos o crujidos en la espesura y en la que nuestros mecanismos de aviso nos hacían aborrecer de forma consciente tanto a las arañas como a las serpientes. Nuestros sistemas de alarma neurales siguen estando sintonizados para percibir este tipo de peligros, hoy en gran medida anticuados.

A esta falta de ajuste con las amenazas actuales debemos añadirle el punto ciego que se halla inherentemente unido a nuestra constitución física: no disponemos de una estructura neural capaz de registrar directamente los peligros propios del período antropocénico, cuyo carácter es excesivamente macro o micro para las capacidades de nuestro aparato sensorial. Por eso nos mostramos ajenos, por ejemplo, a los elementos que lastran nuestro potencial fisiológico, como ocurre, pongo por caso, con la perjudicial acumulación de un conjunto de productos químicos industriales en nuestros tejidos como consecuencia de habernos mantenido toda la vida en contacto con ellos.

Desde luego, existen métodos que nos permiten valorar el incremento de las tasas de anhídrido carbónico en la atmósfera o los niveles que tenemos de hidroxibutilanisol en sangre. Sin embargo, en la inmensa mayoría de los casos esas cifras ejercen muy poca o ninguna influencia emocional en la gente. Nuestra amígdala cerebral[*] se encoge de hombros.

La búsqueda de fórmulas que permitan contrarrestar las fuerzas que nutren el efecto antropocénico debería tenerse muy en cuenta cada vez que haya que asignar prioridades a los esfuerzos de la ciencia. La geociencia, desde luego, abarca la totalidad de la cuestión, pero no ataca la raíz del problema, que reside en la conducta humana. De hecho, son precisamente las ciencias que más tienen que ofrecer en este terreno las que menos han fomentado el pensamiento antropocénico.

De entre los campos del saber que poseen las claves de las posibles soluciones cabe destacar la economía, la neurociencia, la psicología social y la ciencia cognitiva, junto con sus diversos derivados híbridos. Al estar centradas en la teoría y en la práctica antropocénicas, todas ellas podrían contribuir perfectamente a proporcionarnos un enfoque capaz de salvar a la especie. Sin embargo, para ello tendrán que recoger primero este guante, ya que hasta el momento ha sido un tema que ha permanecido fundamentalmente ajeno a sus respectivos órdenes del día.

¿Cuándo se decidirá la neuroeconomía, por ejemplo, a abordar la cuestión de la pasmosa indiferencia que mostramos los seres humanos ante las noticias que hablan del calentamiento global? ¿O cuando piensa ocuparse esta misma ciencia a averiguar la forma de contrarrestar la existencia de un punto ciego neural? ¿Alcanzará la neurociencia cognitiva a ofrecernos alguna idea capaz de transformar el modo en que tomamos colectivamente nuestras decisiones, alejándonos así de nuestra inexorable progresión hacia el abismo, a la manera de los lemming? ¿Podría alguna de las ciencias relacionadas con la informática, la conducta o el cerebro ofrecernos una información que, al modo de una prótesis, invirtiera el curso de los acontecimientos?

Paul Jozef Crutzen, el especialista holandés en química atmosférica que recibió el Premio Nobel en el año 1995 por sus investigaciones sobre la desaparición de la capa de ozono, acuñó hace ya diez años el término «Antropoceno». En tanto que meme, la palabra «Antropoceno» cuenta todavía con escasa influencia en los círculos científicos —salvo en la geología y en las ciencias ambientales—, de modo que no es de extrañar que apenas se conozca en la cultura popular: en el momento en que escribo estas líneas la búsqueda de la voz «Antropoceno» en Google arroja setenta y ocho mil setecientas referencias (principalmente pertenecientes al ámbito de la geociencia), mientras que, por el contrario, el vocablo «placebo», que en su día era un término médico de carácter esotérico, hoy convertido en cambio en un concepto bien arraigado en tanto que meme, muestra más de dieciocho millones de entradas en la Red. Para la recién acuñada idea de «vuvuzela» aparecen tres millones seiscientos cincuenta mil resultados en Google.

Este libro le hará más inteligente
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