HOMO DILATUS[*]
ALUN ANDERSON
Asesor adjunto, exjefe de redacción y director editorial de la revista New Scientist; autor de After the Ice: Life, Death, and Geopolitics in the New Arctic.
Podría cambiarse perfectamente el nombre de nuestra especie por el de Homo dilatus, esto es, el mono aplazador. En algún punto de nuestra evolución nos dotamos de las circunvoluciones cerebrales necesarias para enfrentarnos a la súbita ocurrencia de una o más crisis y responder a ellas con acciones de carácter urgente. Sin embargo, tanto los lentos procesos de la decadencia física o social como las amenazas que tardan mucho tiempo en gestarse poseen unas características totalmente diferentes. La máxima por la que se rige una especie diseñada para abordar problemas a corto plazo —y no acostumbrada por tanto a bregar con incertidumbres que solo acaban materializándose a largo plazo— es la siguiente: «¿Por qué actuar ahora si el futuro es todavía un horizonte muy lejano?». Este planteamiento constituye en realidad un punto de vista muy práctico para comprender las características de la humanidad, y todos aquellos que se valen de la ciencia para cambiar las medidas políticas que rigen nuestra vida harían bien en incorporar dicha idea a su caja de herramientas mental, por no mencionar el hecho de que se trata asimismo de una tendencia que refuerza notablemente la infinita postergación de la necesaria lucha contra el cambio climático. La Conferencia de Cancún sigue a la de Copenhague y esta a las estipulaciones del Protocolo de Kioto, pero cuanto más titubeamos sin que se produzca ningún desastre extraordinario tanto más correcta parece la postura dubitativa.
No se trata de un comportamiento que se circunscriba únicamente al problema del cambio climático. Fue necesario que zozobrara el Titanic para que se adoptara la medida de poner el suficiente número de botes salvavidas en los barcos de pasajeros, del mismo modo que también hemos tenido que sufrir el inmenso vertido del Amoco Cadiz para decidirnos a establecer unas normas internacionales de contaminación marina, y el desastre del Exxon Valdez para impulsar el cambio por el que se obliga a los petroleros a disponer de un doble casco. Se observa el mismo patrón de conducta en la industria petrolífera, y en este sentido el vertido ocurrido en el Golfo de México tras la explosión de la plataforma perforadora Deepwater Horizon en el año 2010 no es sino el último capítulo que ha venido a provocar hasta el momento la mentalidad del Homo dilatus, consistente en: «Esperar primero al desastre para imponer después la normativa que hubiera podido impedirlo».
A lo largo de la historia humana se han producido millones de episodios similares. Han sido muchas las grandes potencias y las empresas un día florecientes y dominadoras que han ido apagándose lentamente a medida que decaía su buena estrella, sin que la inexorable crisis subsiguiente las obligara a acometer cambios en su política. Las transformaciones lentas y sostenidas en el tiempo no consiguen sino que la gente se habitúe al cambio, pero no impulsan a tomar medidas. Cualquier caminante que se anime a dar hoy mismo un paseo por la campiña británica no escuchará cantar ni mucho menos al mismo número de aves cantoras que habrían deleitado la excursión de un poeta de la era victoriana, pero sencillamente no somos capaces de percibir esta insidiosa pérdida. Lo único que nos saca del sopor es la irrupción de una crisis en nuestro presente inmediato.
Nuestro comportamiento resulta tan desconcertante que la «psicología del cambio climático» se ha terminado convirtiendo en un campo de investigación por derecho propio, un campo en el que se realizan esfuerzos destinados a identificar los mensajes vitales capaces de orientar nuestra forma de razonar hacia la ponderación de los problemas a largo plazo, alejándonos del concreto y específico instante presente. Por desgracia, da la impresión de que el Homo dilatus tiene la cabeza demasiado dura como para asimilar las bazas que actualmente se nos ofrecen. En el caso del cambio climático, por ejemplo, haríamos bien en centrarnos en los posibles procesos de adaptación posibles, al menos en tanto que no surja una gran crisis capaz de captar por entero nuestra atención. El primer gran zarpazo de esa crisis podría estar causado por la pérdida estival del casquete glacial ártico. Una inmensa capa de rutilante hielo, cuyo tamaño es aproximadamente equiparable al de la mitad del territorio de los Estados Unidos, cubre actualmente el polo norte durante el verano, pero es muy probable que en un par de décadas desaparezca por completo. ¿Conseguirá la conversión en agua de esos millones de kilómetros cuadrados de puro hielo hacernos sentir que nos hallamos ante una crisis? De no ser así, no pasará mucho tiempo antes de que empiecen a declararse penosas y persistentes sequías por toda la superficie de los Estados Unidos, así como por gran parte de África, el Sureste Asiático y Australia.
Puede que entonces acabe aflorando la mejor cara del Homo dilatus. Es posible que una crisis de este calibre logre despertar al Bruce Willis que todos llevamos dentro, de modo que con un poco de suerte tal vez logremos hallar alguna inesperada forma de corregir el rumbo que hemos imprimido al mundo antes de que se nos acabe la cuerda. Y no hay duda de que una vez hecho eso, si lo hacemos, volveremos a tumbarnos a la bartola.