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Era demasiado pronto para que las calles estuviesen pobladas de gente y el tráfico a su alrededor circulaba perezoso. Las luces de las farolas comenzaban a apagarse, irradiando titubeantes las últimas luces del día. En menos de una hora, la ciudad se despertaría y todo el mundo se echaría a la calle para ir a sus respectivos puestos de trabajo, quien aún conservase el suyo, o simplemente acercarse al parque más cercano para ver comer a las palomas.
El inspector Paniagua se había estrujado la cabeza toda la noche pensando en cómo darle la noticia a Raúl Olcina, pero no veía ninguna otra manera de detener a la cómplice de El Ángel Exterminador. Si, como el subinspector creía se trataba realmente de Neme, él era el único que poseía la llave para atraparla. Lo peor de todo era que tendría que informar al Jefe Beltrán de lo que estaba sucediendo y lo más probable sería que le ordenase dejar la investigación en cuanto lo supiera. Así que el subinspector tendría que involucrarse en un caso que ni siquiera seguiría siendo suyo. ¿Dios Santo, podía irse más por el sumidero todo el maldito asunto?
En el asiento trasero del taxi, Arturo Paniagua apoyó la frente contra la ventanilla para buscar un poco de confort en la gélida superficie. En esos momentos deseaba poder entumecerse y olvidar todo el cansancio que sentía por dentro. Se frotó los ojos con las manos y pensó en lo sencilla que sería su vida si lo dejase todo y se dedicase a su familia. Podría hacer cosas junto a Consuelo y ver crecer a Gabriela, verla convertirse en una mujer.
El conductor se inclinó y alcanzó el botón de encendido de la radio con la punta de los dedos. Inmediatamente los sonidos del primer parte informativo del día se apoderaron del silencio y el inspector desconectó rápidamente para no volver a escuchar las mismas sandeces sobre el asesinato de El Ángel Exterminador o sobre lo peligrosas que se habían convertido las calles de Madrid con tanta manifestación antisistema y tanto psicópata suelto.
Recostado sobre el mullido asiento, se esforzaba por alejar de sí la frustración y la desilusión que sentía, escuchando el palpitar de su propio corazón bombeando en sus oídos. ¿Por qué no podía olvidarse de todos esos malos sentimientos y reemplazar una vida que poco a poco le estaba alejando de su familia por otra más complaciente? Tenía que alejarse de todo aquello antes de que fuera demasiado tarde y ya no tuviese a dónde regresar.
Cuando llegó al complejo policial, el inspector consultó su reloj. Todavía tenía unos minutos antes de su reunión con el Jefe Beltrán. Le había sorprendido que le convocase un sábado por la mañana, pero reconocía que las cosas no estaban como para perder el tiempo. Se encaminó hacia su oficina y quitándose la americana la colgó cuidadosamente del respaldo de su sillón.
—No me joda con que es muy temprano. Necesito esa información y la necesito para ayer.
La voz de Rafael Beltrán le sobresaltó. El inspector jefe estaba plantado ante la puerta de su despacho, gritándole a su teléfono móvil. Paniagua se extrañó de aquello porque no esperaba tener la reunión en su propio despacho. Cuando terminó, el inspector jefe dio un paso al frente y se sentó en una de las sillas auxiliares, recostándose de lado sobre el respaldo; un truco que solía hacer a menudo para no tener que mirar directamente a los ojos de sus subordinados, como si estos no fuesen dignos de ser los destinatarios de su atención. Cruzando las piernas, el inspector jefe fingió quitarse una pelusilla de la rodilla y finalmente, dijo:
—Dígame cómo está el asunto del asesino de los científicos iraníes.
Paniagua ya estaba acostumbrado a la actitud seca y cortante de su jefe y no por ello en cada ocasión se irritaba tanto como en la primera. Sin embargo, aquella mañana agradecía poder ir al grano sin tener que intercambiar las típicas frases de cortesía que ninguno sentía.
—La operativa ya está preparada y todo el mundo sabe lo que tiene que hacer. Estamos esperando a que el profesor Al-Azif muerda el anzuelo con el embajador Lakhani y entonces lo atraparemos. —Explicó.
—Supongo que huelga recordarle, inspector, la importancia que tiene que capturemos a ese criminal cueste lo que cueste.
Arturo Paniagua asintió con la cabeza, sin decir palabra.
—¿Y qué pasa con la muerte del agente Samuel Zafra? ¿Qué ha averiguado al respecto?
El inspector extrajo los informes preliminares y se los tendió al Jefe Beltrán para que les echase un vistazo. Este extrajo unas gafas de lectura del interior de su americana y repasó por encima los papeles.
—La causa de la muerte es un corte en la garganta hecho con un bisturí o un cuchillo muy afilado. No hay por lo demás heridas o lesiones defensivas. Los testigos afirman que el señor Zafra estranguló con sus propias manos al enfermero, intentando escapar. Luego, fue él mismo agredido al tiempo que las luces se apagaron. Nadie vio nada, nadie escuchó nada.
—¿Se ha encontrado el arma homicida o alguna pista que nos indique quién le mató?
—Todavía no, señor.
El Jefe Beltrán le miró por encima de los cristales de sus gafas de lectura. Luego dejó el informe encima de la mesa y, recostándose en su silla, volvió a cruzar las piernas.
—¿Cuál es su opinión de todo esto, inspector Paniagua?
El interpelado frunció el ceño antes de contestar. Ahí había llegado el momento que tanto había temido esa mañana, el momento en el que tendría que hablar al inspector jefe sobre Olcina y sobre su posible relación con la única sospechosa que tenían. Captó fugazmente su reflejo en el cristal de la ventana y pensó que tenía las arrugas más pronunciadas y el pelo más gris que el día anterior. Dejó escapar un profundo suspiro. Aquel trabajo estaba acabando con su salud poco a poco, como un cáncer.
—Creo que El Ángel Exterminador tenía un cómplice… una mujer, para ser más exactos. —Comenzó a explicar Paniagua—. Tengo la impresión, también, de que esa mujer es quien le decía a Samuel Zafra qué víctimas había que escoger y que ella era quien conocía realmente el motivo por el cual iban a ser asesinados.
Los ojos del inspector jefe Rafael Beltrán reflejaron brevemente la sorpresa pero esta fue rápidamente sustituida por la habitual desconfianza que sentía por todo lo que suponía convertirse en un problema, una mancha en su carrera. Y el hecho de que un caso que consideraba cerrado se reabriese con la aparición de un nuevo sospechoso entraba sin lugar a dudas dentro de esa categoría.
—¿Una cómplice, dice usted? ¿Por qué no he sido informado de ello?
El inspector se encogió de hombros.
—Hemos sabido de su existencia hace apenas unas horas. —Contestó—. Pienso que es más que probable que esa mujer sea la responsable de su muerte. Está eliminando los cabos sueltos.
—¿Han encontrado algún indicio de ello en el apartamento de Samuel Zafra? ¿Algo que podamos utilizar?
—No, nada concluyente. Tan solo una fotografía borrosa en donde se puede ver su reflejo. También tenemos un retrato robot basado en la declaración de la señorita Alba Torres, hermana de una de las víctimas del…
—Sé quién es la señorita Torres, continúe, por favor. —Le interrumpió, cortante.
El inspector reprimió un arrebato de ira que le sacudió todo el cuerpo y tragó el bolo de saliva que se le estaba formando en la garganta antes de seguir hablando.
—Ha sido precisamente ese retrato robot el que nos ha puesto tras la pista de una sospechosa.
—Explíquese.
Arturo Paniagua vaciló unos instantes. El nudo en la garganta se le hizo más grande y tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para continuar.
—El subinspector Olcina reconoció a la mujer del retrato. Al parecer… al parecer se trata de la misma mujer con la que ha estado saliendo los últimos días.
El Jefe Beltrán clavó los ojos en el inspector sin decir palabra.
—Antes de que diga nada, quisiera recordarle que Raúl Olcina es un buen hombre, un buen policía. Odio tan solo pensar que tiene que pasar por algo semejante. —El inspector intentaba parecer convincente pero no estaba seguro de si él mismo se creía sus propias palabras.
—¿Está convencido de que se trata de la misma persona? —Preguntó, por fin, el inspector jefe.
—No, pero no tenemos a nadie más. —Admitió Paniagua con el estómago encogido.
—Entiendo. —El inspector se preguntaba por qué estaba tan calmado el Jefe Beltrán. En otro momento, aquella noticia le hubiese hecho estallar de ira. Paniagua no sabía qué le incomodaba más, la ausencia de reacción o lo que su superior pudiese hacer en el futuro—. ¿Y qué piensa hacer al respecto?
—No sabemos si esa mujer tiene que ver con nada pero debemos encontrarla y, al menos tener ocasión de interrogarla. Para ello, el subinspector es nuestra mejor baza.
El teléfono móvil de Paniagua comenzó a sonar dentro del bolsillo de su chaqueta y el inspector vaciló. Entonces, el Jefe Beltrán agitó su mano condescendiente para indicarle que contestara al tiempo que se alzaba de la silla y se dirigía hacia la puerta.
—No le molesto más. Confío en que haga lo correcto para atrapar a esa mujer. —Dijo—. Pero le advierto que se le está acabando el crédito. A usted y a su unidad.
Antes de que el inspector pudiera replicar, el Jefe Beltrán había salido por la puerta y caminaba por el pasillo hablando por su propio teléfono. Paniagua se levantó y cerró rápidamente la puerta mientras su teléfono seguía sonando. Cuando contestó, sintió al instante que su cuello y sus hombros se tensaban.
Sayd Lakhani había recibido su paquete.