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La habitación del Hospital Universitario Infantil Niño Jesús estaba fría y su parca decoración de paredes encaladas en un pálido color azul reflejaban a la perfección la desolación que sentía el propio Paniagua. La cama se hallaba adosada a un lateral, cercana a la ventana, y tendida sobre ella se encontraba su hija. Flotaba en el ambiente un aire fúnebre, pesimista, un silencio preñado de quietud roto a intervalos por los sollozos de su hija.
Antes de dejarlo todo y aullarle al conductor del taxi la dirección del hospital, Paniagua había tenido ocasión de advertir al subinspector Olcina de dónde se encontraba y el motivo, para que este le tuviese informado si se producía algún cambio significativo en las investigaciones. Sobre todo, le preocupaba el análisis de balística del casquillo que habían encontrado en la escena del crimen de la doctora Farhadi.
El inspector Paniagua se había pasado la noche discutiendo con su mujer sobre si Gabriela podría necesitar algún tipo de ayuda profesional. Bueno, para ser exactos, su mujer era quien había llegado a tal conclusión y Arturo Paniagua se había limitado a repetir con insistencia la misma pregunta: ¿por qué a mi niña?, ¿por qué a mi niña? Después se habían hundido en un hosco silencio que les había acompañado toda la noche, mientras su hija se recuperaba del lavado de estómago al que la habían sometido inmediatamente después de ser ingresada.
El inspector permanecía de pie mirando con tristeza por la ventana, el despejado cielo de Madrid no parecía tener el mismo azul límpido que le caracterizaba sino un color más apagado. Su traje se encontraba arrugado por todo el trajín del día anterior y una sombra salpimentada cubría su cara sin afeitar. Estaba solo en la habitación, junto a su hija. Consuelo se había ido a casa para buscar algunas cosas que había olvidado empaquetar la noche anterior.
—Gabriela, no entiendo… Un botellón… —Por primera vez en su vida, el inspector Paniagua no sabía qué decir—. Entiendo que quieras salir con tus amigos, es la adolescencia, pero consumir drogas… Pensé que eras más lista que todo eso, que te había educado a ser mejor.
—Lo siento, papá. —Gabriela parecía incluso más joven de lo que era tumbada en la cama del hospital. El camisón de color rosa le estaba tres o cuatro tallas más grande y su cuerpo se encontraba perdido entre tanto pliegue. Paniagua pensó que nunca la había visto tan frágil—. Creo que me hacían parecer… no sé… mayor o algo así. Y cuando Manuel me dio esas pastillas… tomarlas pasó a ser algo normal, como de todos los fines de semana.
—¿Así que fue Manuel quien te las ofreció por primera vez? —Quiso saber Paniagua. Siempre había sabido que el maldito macarra iba a significar problemas para su hija.
—Sí, fue él. —Asintió ella, retirando la mirada y fijándola en la tela de su camisón—. Pero está bien papa, no las tomo siempre, como algunos chicos, solo de vez en cuando para divertirme. ¡No hay nada malo en querer divertirse!
—¡Cómo puedes decir eso, Gabriela! ¡Mira a dónde te ha llevado su consumo! —Gritó el inspector, a su vez. Sentía la cara congestionada por la ira—. Estás en la cama del hospital, te acaban de hacer un lavado de estómago, ¡por el amor de Dios! ¿Sabes en qué consiste un lavado de estómago?
—Papá, por favor…
—¡No, debes de estar informada de las consecuencias de tus acciones! —Le espetó—. Te introducen una sonda Levin nasogástrica por la boca, tienen que lubricarla con glicerina para poder deslizarla hasta su posición, luego te limpian el estómago con una solución salina disuelta en agua, hasta que vomitas todo su contenido.
—¡Papá, por favor, déjame! —Estalló en sollozos.
El inspector suavizó su tono de voz.
—¿Sabes dónde consiguió ese mamarracho las pastillas? —Preguntó con calma. Iba a agarrar al desgraciado y le iba a demostrar lo que se siente cuando te las metían por dónde no daba el sol.
—No, pero no es muy difícil. Casi todos los chicos las toman. —Y bostezó, deslizándose en el interior de las sábanas.
Paniagua miró a su hija sin decir nada más. La ira que sentía por dentro enmascaraba un sentimiento mucho más profundo: el miedo. El miedo a perderla. El inspector no era un ingenuo y sabía que ese momento llegaría, tarde o temprano, pero iba listo si alguien pensaba que se quedaría cruzado de brazos y que permitiría que las drogas se la arrebataran.
Pensaba en los tiempos no muy lejanos en los que ella parecía tan feliz, tan viva. En los que Consuelo y él la llevaron al Parque Warner y disfrutaron de cada momento. O cuando iban al cine y veían alguna película familiar, a Gabriela siempre le habían gustado las comedias. Paniagua no sabía exactamente en qué momento habían dejado de hacerlo, ignoraba en qué momento Gabriela había dejado de ser una niña y se había convertido en una adolescente. El momento en que había empezado a perderla. No podía creer que aquella inocente criatura, que se reía hasta hipar con una comedia de Jim Carrey, se hubiera convertido en una adicta y hubiera estado a punto de morir por una sobredosis. ¡Era demasiado!
El inspector se inclinó y cubrió a su hija con la sábana de hospital, le tomó la mano y se la llevó a los labios y entonces, quedamente, comenzó a llorar.
—Lo siento, mi niña. Lo siento. Pero es que las drogas son solo para gente que quiere olvidar su vida e inventarse una mejor. Lo malo de ello es que se trata de una vida imaginaria, inexistente, y cuando regresas a la realidad, esta se vuelve más sórdida y deprimente que antes. Es una situación en la que nunca puedes ganar; solo puedes perder y perder, hasta que ya no te quede nada más. ¿Lo entiendes?
Ella asintió en silencio y Paniagua deseó con todas sus fuerzas que sus palabras hiciesen mella en ella o les esperaban unos años terribles. Su pequeña había dejado de serlo y había crecido hasta convertirse en algo hermoso, algo especial, que ahora yacía en la cama de un hospital manchado por la porquería química que se vendía en la puerta de los institutos.
—Estoy preocupado por ti, cariño. ¿Lo sabes, verdad?
—Estoy bien, papá. No volverá a pasar, lo prometo —dijo Gabi, con voz somnolienta.
—Bien, te dejo ahora para que puedas dormir un poco. Todavía falta un poco para que venga el doctor a hacer su revisión final y darte el alta. Mamá vendrá muy pronto para hacerte compañía. —Dijo el inspector con voz suave, mientras terminaba de subirle la sábana hasta los hombros y acariciaba su pelo con dulzura—. Te prometo que cuando despiertes, aquí estará a tu lado.
El subinspector Olcina le estaba esperando en la puerta de la habitación, balanceando el peso del cuerpo de un pie a otro.
—No se preocupe, jefe. Todo saldrá bien. Los chicos de hoy en día siempre están metidos en esas cosas y luego se les pasa, como una fase o algo así. Es algo generacional. —Dijo en cuanto le vio aparecer por la puerta.
Los pasillos del Hospital Niño Jesús estaban abarrotados de pacientes infantiles que caminaban aburridos arriba y abajo, cogidos a sus cuentagotas o a los brazos de sus padres, de enfermeras que iban de un lado para otro atareadas en sus quehaceres, de visitantes que salían de las habitaciones de sus familiares enfermos para estirar las piernas y fumarse un cigarrillo. El inspector contempló la marabunta de gente durante unos instantes y dejó escapar un prolongado suspiro. El pobre Olcina siempre sería un cretino, no podía remediarlo.
—¿Y eso se supone que me hará más feliz o qué? —Le espetó.
—No, jefe, pero las cosas son como son. Gabi no puede evitar vivir en una época en la que la adolescencia se cotiza más cara que un kilo de angulas y usted no puede estar siempre encima de ella protegiéndola.
—¡Estaba en uno de esos botellones, merluzo! Cientos de críos con bolsas de supermercado repletas de litros de alcohol reunidos en un maldito parque quemándose el cerebro trago a trago. —Exclamó Paniagua—. ¡Se supone que así no tienen que ser las cosas, joder!
—No, jefe, pero así son. —El subinspector se miraba fijamente la punta de los zapatos incapaz de encararse con su superior.
—Luego está ese condenado Manuel, un joven de dieciocho años que le da metanfetaminas a una niña de dieciséis. —Paniagua apretaba los dientes con tanta fuerza que le rechinaban—. Sabe, Olcina, la ambulancia del SUMMA tardó diez minutos en llegar hasta donde estaba Gabriela. El parque estaba tan lleno de críos borrachos que casi no podían pasar. ¡Incluso les arrojaron botellas de cerveza!
—Jefe no se haga eso… —Comenzó a decir el subinspector—. No se coma la cabeza…
—¡No! —Gritó Paniagua—. Contéstame a eso, Olcina. Dime quién es tan majadero como para arrojar botellas de cerveza a quienes están ahí para salvarte la vida.
Raúl Olcina se encogió de hombros.
—Un crio de instituto hasta las trancas de ron del malo.
Paniagua asintió y guardó silencio. ¡Jesús, quería tanto a su hija! Dieciséis años habían pasado ya y, sin embargo, seguía viéndola como su niñita. La adolescencia de Gabriela estaba siendo una época de locos, el inspector sentía que no tenía suficientes horas al día para ocuparse de todo. Su trabajo le había absorbido tanto que había terminado por alejarle de su hija. Se sentía un poco culpable por no haber estado ahí para evitar que Gabriela se hubiese metido en esa mierda de las drogas. Pese a todo, no cambiaría la paternidad por nada del mundo.
A menudo, Paniagua pensaba en su esposa y en lo sola que la había dejado últimamente al cuidado de Gabriela, lamentaba no poseer un mando a distancia en el que apretar el botón de retroceso y volver algunos años atrás y disponer de la oportunidad de hacer las cosas de diferente manera. Como en aquella película tan estúpida que había visto con Consuelo y que protagonizaba uno de sus actores favoritos.
Sin embargo, esto se trataba de la vida real y como todo el mundo sabía, la vida real era un solemne montón de excrementos.
De regreso al coche, Paniagua prestó escasa atención a Olcina, a pesar de que este se había empeñado en hablar por los dos y no paraba de parlotear sobre todas las cosas que podía imaginar. La atmósfera en el interior del Renault Megane era lúgubre y pesada.
El inspector pensaba en la letra de una canción de Judy Carmichael que poseía el dudoso honor de ser una de las primeras letras que hacían referencia abiertamente al uso de estupefacientes. Judy había sido pianista y vocalista a la vez, en una época del jazz dominada por artistas masculinos, y aunque la composición era originaria del pianista Thomas «Fat» Waller, Paniagua siempre había tenido predilección por la versión de la Carmichael. Se retrepó en el asiento del Megane y contempló el exterior. El tráfico era lento pero fluido y podía distinguir las caras de los viandantes al pasar. Rostros agobiados por la hora tempranera, por la crisis económica y por sus propias tragedias personales, fueran cuales fueran.
Arturo Paniagua no se perdonaba no haber detectado el peligro con su hija. Olcina había dicho que eran cosas de adolescentes pero se equivocaba. Lo que le había sucedido a Gabriela iba mucho más allá y todavía no acababa de comprender cómo había sido tan negado para verlo con antelación. A lo largo de los años había visto crecer a su hija y separarse, lenta pero paulatinamente, de su madre y de él. Todas esas tardes encerrada en su cuarto, escuchando aquella estridente basura rockera y vistiendo aquellas ropas tan ajustadas que vestían las adolescentes de hoy en día. Todo eso no debería ser lo normal. Aunque, de una cosa podía estar seguro el inspector: iban a terminarse.
Un hálito de su propio olor corporal le llegó hasta la nariz. Se había pasado toda la noche en vela, en el hospital, y necesitaba una ducha y un cambio de muda.
—Olcina pasemos antes por mi casa, necesito asearme y cambiarme de ropas.
—Como usted diga, jefe.