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El Renault Megane les condujo hasta Chamberí, un barrio antiguo de gran influencia francesa, no muy lejos del centro de la capital. El distrito que nació como un arrabal industrial fue transformándose con el paso del tiempo hasta convertirse en una zona de casas de poca altura y menos atractivos, cuyo único interés histórico estaba en hallarse situada en proximidad al llamado «Triángulo de Oro» de Madrid, o lo que era lo mismo el Madrid más aristocrático de la época.
Habían pasado la noche en vela, dormitando por turnos en un sofá que se encontraba en la sala de conferencias y todos ellos estaban de un humor de perros. Un coche patrulla había aparecido por el extremo de la calle con la sirena aullando a todo meter y los destellos azules bañando las fachadas de la calle, casi al mismo tiempo que llegaba el Megane del subinspector. Se detuvieron al unísono frente al portal del complejo de apartamentos y dejaron en la acera a dos agentes de policía. Los escasos viandantes que había por la calle un domingo por la mañana empezaron a aglomerarse para contemplar el espectáculo con las bocas abiertas.
La escena del crimen se hallaba en uno de los apartamentos del Complejo Galaxia de Moncloa, un edificio construido en la segunda mitad del siglo XX aprovechando el solar y la estructura arquitectónica de la fábrica de jabones Gal, famoso porque en sus bajos se fraguaron los primeros planes del intento de golpe de estado de 1978.
El inspector Paniagua caminaba con paso decidido hacia el vestíbulo en donde se topó con el coronel Golshiri, quien aguardaba pacientemente con ambas manos cruzadas por detrás de su espalda. Sin embargo, su rostro reflejaba el torbellino de emociones que bullía en su interior.
—¿Qué demonios está haciendo aquí, coronel? —Preguntó con brusquedad—. ¡Estuvimos intentando localizarle todo el maldito día de ayer! ¿Ha sido usted quién ha encontrado el cadáver?
—Inspector, usted ya conoce la respuesta a esa pregunta puesto que fuimos nosotros quienes les han llamado esta mañana.
El inspector Paniagua se volvió hacia uno de los agentes y señaló con el dedo.
—Acordone esta zona y que nadie entre o salga del edificio sin mi permiso. —Y mirando hacia el coronel, añadió—: Ya hablaré con usted más tarde; pero, por el momento, ¿dónde está el cuerpo?
—En el segundo piso, apartamento C. —Contestó el iraní.
Sin más demora, Paniagua se lanzó hacia las escaleras, dejando al subinspector Olcina atrás mientras dudaba entre seguir a su jefe o hacer más preguntas al coronel antes de decidirse, finalmente, por lo primero. En esos momentos, otros dos coches patrulla aparecieron en la calle. Martin se giró hacia el coronel y le dedicó una mirada una mirada fatigada. La muerte de la doctora Farhadi le había dejado con una sensación opaca e implacable de profundo desaliento y el hombre que tenía ante él era el completo responsable. Sin pronunciar palabra, le dio la espalda y le indicó con un gesto que le siguiera y se dirigió hacia el ascensor.
—Agente Cordero. —Le dijo el coronel a modo de saludo. Con sorpresa, Martin detectó también un rastro de tristeza en sus palabras—. El asesino lo ha vuelto a hacer. Teníamos dos hombres vigilando noche y día a la doctora y, a pesar de todo, consiguió burlarlos.
De repente, todo el lugar estaba rebosante de agentes de policía y técnicos de la Policía Científica.
—¿Por qué será que tengo la impresión de que usted ya se lo esperaba?
Sadeq Golshiri lo miró sin apenas inmutarse, aunque parecía perplejo y algo molesto con la pregunta.
—Le aseguró, agente, que no sé de qué me habla.
—Usted sabe que sí. —Insistió Martin.
Todas las miradas de los policías que se encontraban en el vestíbulo estaban vueltas en su dirección. Sin duda, la gran mayoría de aquellos policías se habían pasado la noche tratando de localizar a la doctora y evidentemente culpaban al militar iraní por ello. El coronel se limitó a encogerse de hombros y entró en el ascensor cuando las puertas se abrieron, precedidas por el sonido de una campanilla.
En el segundo piso, la situación era una escena de pesadilla. El vello de los brazos de Martin se erizó en cuanto contempló el cuerpo de la doctora Farhadi. Por contra de lo que solía aparecer en las series de televisión o en las películas, durante su tiempo como psicólogo criminal del FBI, Martin no había pisado nunca una escena del crimen con el cadáver todavía yaciendo en ella y habitualmente se personaba cuando todo el guirigay montado por la policía y los investigadores forenses ya había concluido. Las fotografías del cuerpo y los informes del patólogo solían ser más que suficientes para que un experto en perfiles criminales se hiciese una composición de lugar sobre lo que le había ocurrido a la víctima. En aquellas circunstancias, encontrarse en ese lugar le producía una desazón en forma de gélidos escalofríos. Cerró los ojos y la aprensión, fría e indefinible, que le recorría el cuerpo se convirtió en pavor. Bajo los pálidos párpados, los ojos le lagrimaron, nerviosos. Cuando los abrió de nuevo, pilló al coronel Golshiri observándole con extrañeza. Se miraron fijamente y entonces desvió la mirada para centrarla sobre el cuerpo, olvidándose de él por completo.
Sentada, desnuda, en una silla metalizada con forma de tijera, Samira Farhadi le devolvió la atención con ojos enturbiados por la muerte. Su mano izquierda había desaparecido, dejando en su lugar una horrible oquedad rellenada con tendones desgarrados, jirones de piel y venas seccionadas. El extremo blanquecino del hueso de la muñeca asomaba por la terrible herida. La cabeza se hallaba ladeada grotescamente hacia un lado y el pelo se encontraba enredado y cuajado de sangre. Un agujero negro, del tamaño de una moneda de cincuenta céntimos coronaba su frente, como si fuese el bindi o marca que una mujer hindú es obligada a llevar de por vida para indicar que ha sido tomada como esposa.
Martin observó todo esto en un rápido pero pormenorizado análisis de la escena. Aunque no poseía la memoria fotográfica del inspector, era un buen observador y solía absorber todos los detalles importantes en la primera mirada que le dedicaba a una escena del crimen. Cuando concluyó, sus tripas se convirtieron en una sólida masa de nervios. Con cada detalle, comprendía que el monstruo cuyo trabajo estaba contemplando era más maligno de lo que había sospechado en un principio. Quiso dar media vuelta y marcharse. La decisión estaba en sus manos. Aun así, se negó a claudicar al apremio que sentía de salir pitando de allí y, al cabo de un rato, comenzó a relajarse, su mandíbula dejó de apretar los dientes y sus músculos dejaron de crisparse espasmódicamente. Pronto, sus tripas también se distendieron y los latidos de su corazón se hicieron más pausados, menos violentos. Una vez más, se obligó a levantar la vista hacia el rostro sin vida de la doctora para convencerse de que cualquiera que fuera la motivación que lo había convencido para volver a investigar un caso, la utilizaría para resolverlo. Permaneció de pie, en medio de la habitación, sabiendo que en cualquier momento podría dar la vuelta y largarse, y sabiendo también que nunca lo haría.
—Que alguien encienda la maldita luz. —Gruñó el inspector Paniagua mientras se acercaba cautelosamente hasta el cadáver—. ¡Y suban esas persianas, por el amor de Dios!
Todas las ventanas de la habitación se encontraban cerradas a cal y canto. En la tenebrosa atmósfera restalló el primer fogonazo de la cámara fotográfica de uno de los peritos de la IOTP. El subinspector Olcina se apresuró a obedecer a su jefe y alzó las persianas dejando pasar un estallido de luz solar. Con la luz del día, el aspecto del cadáver de la doctora Farhadi no mejoró demasiado. La habitación en la que se encontraba, tampoco. Parecía uno de esos apartamentos modernos de clase media, anodinos y sin personalidad.
—El muy hijo puta está realmente enfermo. —Masculló Raúl Olcina entre dientes, luchando por mantener a raya el asco que sentía en el fondo de su cabeza—. Le gusta de veras hacer daño a la gente.
—No estoy tan seguro, subinspector. —Replicó Martin, quien había visto suficientes víctimas de violencia enfermiza como para poder distinguir entre alguien que había fallecido bajo los golpes de la cólera más demencial y aquel que había sido el objetivo de una tortura más fría y calculadora. La amputación ante mórtem o en vida parecía estar fuera de toda proporción respecto al resto.
—Pues, ciertamente, a mí me lo parece. —Insistió Olcina, beligerante—. Este tipo debe tener los cables cruzados en todas las direcciones. Está loco de atar.
Martin le ignoró.
—Vuelvo en seguida. —Dijo y movido por una súbita compulsión se dirigió derecho al cuarto de baño. Una parte de él se quedó helada cuando al abrir la puerta del aseo descubrió lo que estaba buscando.
El espejo sobre el lavabo.
La piel de Martin hormigueó como si cientos de diminutas agujas la perforasen al unísono. Estarcida con lo que suponía se trataba de la sangre de la víctima se encontraba la huella de una mano izquierda.
—¿Qué cree que significa? —El subinspector Olcina había aparecido como por ensalmo a su espalda y casi le provocó un ataque al corazón.
—Usted primero, Olcina. —Respondió Martin, buscando recuperarse de la impresión—. ¿Qué piensa usted que significa ese dibujo?
El subinspector pareció ponderar durante un rato la respuesta y contesto:
—Bueno, ya hizo lo mismo con el profesor Mesbahi, así que es evidentemente un mensaje. El cabrón busca decirnos algo pero no conseguimos comprender el contexto.
—¿Qué más?
—No sé. ¿Que está como una puta cabra? —Exclamó.
Aun así, Olcina decidió seguir la corriente al ex agente del FBI y se acercó hasta la encimera del lavabo para estudiar de cerca la huella impresa en rojo. El cárdeno grafiti quedaba justo a la altura de sus ojos. Como… como si le devolviese la mirada.
Y entonces lo comprendió.
—¡La hostia puta! —Exclamó.
Martin sonrió.
—Dígame qué ha visto, subinspector. —Dijo.
—El mensaje no es sobre la víctima, como habíamos creído en un principio. —Explicó Olcina con voz excitada—. Ni siquiera es para nosotros. ¡Se está comunicando consigo mismo! Por eso lo dibuja en el puto espejo, se está viendo a sí mismo cuando lo hace.
—Exactamente. El asesino se está reivindicando, se está diciendo a sí mismo lo bueno que es, autodeterminándose. Usa el dibujo de la mano amputada de su víctima como un recordatorio de lo que ha hecho, de que puede hacerlo. Una vez y otra, y otra.
—Pero ¿por qué? —Quiso saber el subinspector—. ¿Para qué necesita darse autobombo? Es evidente que se ha salido con la suya. —Señaló con un movimiento de cabeza en dirección a la sala en donde se encontraba el cuerpo.
—No lo sé. —Reconoció Martin—. Pero resulta claro que significa algo para él.
De regreso a la habitación, Martin no podía quitarse de la cabeza la idea de que algo en la escena no estaba bien, las piezas que componían el cuadro que se mostraba ante él no terminaban de encajar a la perfección. El inspector Paniagua se encontraba junto a uno de los técnicos de la IOTP estudiando detenidamente la herida de la cabeza.
—Algo no funciona. —Dijo para sus adentros con un temblor acentuado en la voz—. Las ligaduras no parecen haber sido hechas como la misma diligencia que se tomó con el profesor. Fíjese inspector, el brazo derecho está dislocado a la altura de la muñeca, sospecho que se lo hizo al intentar liberarse mientras el asesino trabajaba en la otra mano. ¡Toda esa brutalidad sin sentido!
La luz que brotaba de la ventana hacía brillar los ojos del cadáver, apartó deliberadamente la mirada y echó una ojeada por la habitación con la esperanza de hallar lo que le inquietaba, pero no encontró nada a simple vista. En el umbral del cuarto de baño, Olcina vaciló confundido por la actitud de Martin. Este se volvió hacia él, pero solo brevemente, antes de dirigirse de nuevo hacia el cuerpo. Situándose frente a él, le dio la espalda y movió la cabeza hacia la izquierda para observar el lugar en el que sospechaba que se encontraba el asesino cuando le disparó el tiro de gracia a la doctora, interponiéndose en el trabajo del perito de la IOTP.
—¿Qué demonios está haciendo? ¿Ha perdido el juicio? —Exigió saber el inspector Paniagua, pero Martin no cambio de posición.
Nada de lo que había pasado hasta el momento había provocado en Martin una excitación tan acentuada como la que en esos instantes aceleraba su corazón. Algo había sucedido en aquella habitación que había cambiado la rutina del asesino, le había obligado a precipitarse en sus acciones. Y un asesino precipitado siempre cometía errores. Martin lo sabía demasiado bien.
—¿Agente Cordero? —Llamó Paniagua.
Cuando se volvió hacia él, le señaló en la dirección de la mesa del comedor, indicándole con el dedo algún lugar más allá de la mesa.
La dorada forma metalizada de un casquillo de bala asomaba detrás de un jarrón plateado que reflejaba la silueta deformada del cuerpo inerte de la doctora Farhadi.