105

Su apartamento estaba en silencio.

Tras la detención del profesor Al-Azif, Martin se había marchado a su casa con la cabeza dándole vueltas y agotado físicamente. El inspector le había dado mucho la lata e insistido en que se fuera a descansar cuando todo hubo terminado. Y no le faltaba razón. El cuello le dolía una barbaridad a causa de la tensión de las últimas horas y apenas si podía moverlo sin que un ramalazo de fuego puro le recorriese toda la espalda. Tampoco podía respirar debidamente a través de su nariz tumefacta.

Se sirvió un par de dedos de vodka y permitió que el reconfortante calor del licor le animase un poco. Le gustaba aquella sensación, le recordaba a su vida antes de su encuentro con Gareth Jacobs Saunders.

Lo cual le trajo a la memoria el recuerdo de su vida en Nueva Jersey y la decisión que tenía que tomar. Siempre había pensado que su vocación era la de proteger a la gente y todo eso. Así había sido toda su vida y por ello había tomado la decisión de ir a la universidad y de prepararse para ser un agente del FBI. Lo de especializarse en análisis del comportamiento vino más tarde, cuando descubrió que le atraía más, si cabe, comprender el comportamiento de un criminal que capturarle y, con el tiempo, descubrió que poseía una habilidad innata para pensar como los monstruos a los que perseguía. Le encantaba su trabajo procesando datos, analizando pruebas, entender las oscuras motivaciones de los asesinos y poder anticiparse a su siguiente movimiento. La última semana, ayudando en la investigación al inspector Paniagua le había recordado ese anhelo de siempre, ese deseo de ser el protector de los inocentes. Sin embargo, lo que estaba en cuestión ahora, no era proteger a los inocentes, ni atrapar a los asesinos, ni poner a prueba su intelecto. Lo que estaba en cuestión era si podría ser él mismo si no volvía a dedicarse a hacer aquello para lo que estaba destinado.

El destino.

Se le encogió ligeramente el estómago al pensar en lo que les había contado el profesor Al-Azif. La mera noción de una tecnología que pudiera permitirle a uno viajar en el tiempo era algo que para él, hasta hace unas pocas horas, hubiera pertenecido al ámbito de la ciencia ficción. Un buen argumento para una película. Pero ahora se había convertido en una realidad aterradora que le producía vértigo tan solo pensar en ella y en sus posibles ramificaciones.

Recordó las palabras del profesor sobre su experimento: En física cuántica la realidad no es sino la interpretación que hace nuestro cerebro de aquello que perciben nuestros ojos. Así que la realidad de Martin había dejado de existir para él, carecía de todo significado. En las manos de un hombre como el profesor Al-Azif era tan moldeable como un trozo de arcilla en las de un ceramista experimentado. Del mismo modo que el asesino en serie Gareth Jacobs Saunders había moldeado su destino.

Pensó en lo que sabía sobre el profesor, la biografía que había sacado de Internet era bastante escueta: era un hombre bastante reservado y su vida anterior era un completo misterio. No había encontrado nada referente a sus padres o su familia, tampoco nada que indicase cómo se había desarrollado su juventud. A parte de su genialidad como científico no sabía nada del personaje, ni de su forma de ser. Se preguntó qué pasaría a partir de ahora con su tecnología, si cayera en malas manos…

Ellos vieron en mi trabajo una manera de aumentar su poder, de extender su reinado de terror.

De nuevo, las palabras del profesor Al-Azif resonaron en el interior de su cabeza. Un escalofrío de inquietud recorrió el cuerpo de Martin. No le costaba mucho deducir que el gobierno de la República Islámica de Irán movería muy pronto sus fichas para solicitar la extradición del asesino.

Quién no quisiera controlar al hombre que lo puede todo…

Olvidándose de su propia regla de no fumar nunca en el interior de su apartamento, sacó el paquete de cigarrillos y encendió uno. A través de la ventana, la luz del atardecer le despertaba sentimientos de tristeza y saber que una de las naciones más violentas y peligrosas del mundo estaría en posesión de una tecnología armamentística revolucionaria, lo empeoraba todo. Le dio una calada al cigarrillo y el humo azulado se enroscó alrededor de su rostro haciéndole lagrimar. Decidió abrir una leve rendija en la ventana para dejar que el humo se escapase por ahí.

Cuando regresó al sofá, recuperó el mando a distancia de debajo de uno de los cojines y encendió el televisor. En las tertulias de todos los canales generalistas no se hablaba de otra cosa. Sintonizó una redifusión de la rueda de prensa del mediodía y la imagen del inspector Paniagua ocupó toda la pantalla. Se le notaba incómodo y algo disgustado por su labor de portavocía pero hablaba con frases concisas y precisas que durante un tiempo le mantuvieron a salvo de las andanadas de la prensa. Hasta que llegaron las preguntas sobre la investigación de El Ángel Exterminador. Una imagen del retrato robot de la sospechosa de ser cómplice del asesino ocupó un margen de la pantalla. El titular que recorría la pantalla en la parte inferior era ominoso:

UNA MUJER, CÓMPLICE Y RESPONSABLE DE LA MUERTE DEL ASESINO CONOCIDO COMO EL ÁNGEL EXTERMINADOR.

Martin contempló la rueda de prensa durante un rato más y aunque escuchaba al inspector no pudo menos que fijar su atención en el subinspector Olcina. Se le veía más nervioso, si cabe, que al inspector. Sus manos se movían constantemente y no paraban de ir del puente de su nariz a los puños de su camisa, masajeando el primero y tironeando de los segundos por debajo de las mangas de su chaqueta. Martin se preguntaba qué se le estaría pasando por la cabeza en esos momentos, tenía la impresión de que el subinspector se encontraba a años luz de aquella sala de prensa.

El ex agente del FBI se concentró en él, en su cara. Olcina fruncía el ceño a ratos, para luego contraer el rostro, lleno de perplejidad, parecía como… como si estuviese escuchando una voz en su cabeza. Martin se preguntó si llevaría el auricular de un radiotransmisor oculto en el oído y alguien le estuviese hablando desde alguna parte del edificio. Desde la posición de la cámara de televisión no podía apreciarse y tampoco hacia el gesto habitual en esos casos de llevarse la mano a la oreja y presionar la membrana del auricular contra las paredes del oído para poder escuchar mejor. No, parecía ser otra cosa. Sin apenas darse cuenta, Martin se había acercado a la pantalla de su televisor IRGC hasta casi pegar la nariz a la fría superficie. Estaba mesmerizado por lo que veía. De repente, el subinspector se puso tenso como un alambre. El color en su rostro se esfumó como si alguien hubiese pasado un borrador mágico sobre él. La expresión en la cara de Olcina le puso los pelos de punta.

De repente, sonó su teléfono móvil e involuntariamente, Martin dio un respingo.

—Supongo que ha visto la rueda… —El enojado inspector Paniagua no la había formulado como una pregunta, así que Martin no se molestó en responder y añadir otra vuelta de tuerca más a su irritación—. ¡Mierda de prensa!

—Y, ahora, ¿qué van a hacer? ¿Cuál será su próximo paso? —Preguntó Martin.

—La novia de Olcina le llamó ayer, durante la detención. —Respondió con retintín el inspector—. No se lo dije porque usted ya se había marchado. Quiere verle y le ha pedido que se vean esta noche en la academia de baile dónde se conocieron.

—Me gustaría saber qué opina el subinspector de todo esto. —Apuntó Martin—. Le he visto en la rueda de prensa y no parecía estar en muy buena forma.

—Olvídelo. —Ordenó Paniagua—. Olcina es un profesional y se comportará como tal. Sabe tan bien como yo que acudir a esa cita es la única opción que tenemos para poder interrogar a esa mujer y descubrir de una condenada vez si es la sospechosa que buscamos.

—Eso no significa que se encuentre física y psicológicamente a la altura. Pienso que están forzando todo un poco con el subinspector.

Arturo Paniagua se encendió.

—¿Tiene alguna idea de cómo se han puesto las cosas en la maldita rueda de prensa? —El inspector había llegado por fin a su límite—. El Jefe Beltrán está dispuesto a echarme bajo los caballos y ya se habla de que la embajada de Irán está negociando la extradición del profesor Al-Azif para enjuiciarlo en su país o lo que sea que quieran hacer con él…

—Algo así me temía, en efecto. —Reconoció Martin—. El proyecto del profesor es demasiado importante como para permitir que sea accedido por terceras potencias.

—¡No tenían derecho, joder! —Estalló.

—No, no lo tenían.

El silencio se adueñó de la línea por unos prolongados instantes.

—Mire, pensaba invitarle a tomar algo y charlar. Aún hay tiempo. —Sugirió Paniagua—. ¿Le parece que nos veamos en la central?

—Allí estaré.

—El subinspector Olcina tendrá que ser capaz de aguantar su vela. —Dijo a modo de despedida, aunque más para sus adentros que otra cosa.

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