24

La sala de conferencias permanecía en silencio. Después de la última afirmación de Martin, nadie de los presentes se atrevía a abrir la boca. Los rostros de cada uno de ellos mostraba el estupor que sentían ante las implicaciones de lo que acababan de escuchar. Todos, menos el hombre de piel aceitunada que contemplaba el estupor general con cierto aire de suficiencia.

El inspector Paniagua se removía inquieto en su silla y no terminaba de encontrar una posición en la que acomodar su inmenso cuerpo. En esos momentos, en los que su plato se hallaba a rebosar con los homicidios de El Ángel Exterminador, no necesitaba que otro monstruo se presentase a cenar esa noche. No podía haber pasado en el peor de los momentos. Claro que siempre cabía la posibilidad de que aquel engreído tipejo del FBI se equivocase y todo fuese al final un simple caso de celos entre profesionales o quizás un marido despechado. El subinspector Olcina lo miraba de soslayo, con la cabeza hundida entre los hombros.

—Jefe Beltrán, me temo que la impresión que tenemos en el SAC corrobora la sugerencia del agente Cordero. —El primero en hablar había sido el agente Claver—. También pensamos que estamos ante el inicio de una serie de homicidios.

Martin asintió en silencio, mirando en dirección al inspector jefe, quien parecía estar encajando la información y preparando en su cabeza la mejor estrategia a seguir para que su culo no quedase expuesto por las consecuencias de la muerte del científico y sacarle algo de partido a la situación. Siempre había una forma de aprovecharse ventajosamente de casi cualquier situación, por complicada que pareciera.

—¡Esto es absurdo! —Gruñó Paniagua, gotas gruesas de sudor se deslizaban por su frente y las apartó de un manotazo—. Así que ahora estamos buscando a un psicópata.

El Jefe Beltrán le taladró con la mirada, enojado. La actitud beligerante del inspector le estaba poniendo de los nervios y empezaba a agotar su paciencia.

—De acuerdo, señores. Conservemos la calma. —Empezó a decir, recuperando la compostura—. No necesito hacer hincapié en la delicada posición en que nos coloca esto. La embajada de la República Islámica de Irán ha exigido que le informemos del progreso que hagamos sobre el caso y para ello está con nosotros el coronel Sadeq Golshiri. —Señaló con un ademán de su mano en dirección al hombre del traje gris—. El señor Golshiri es el responsable de la dotación de seguridad que acompaña a la comitiva de científicos.

Martin alzó la mirada y la fijó en Sadeq Golshiri. Así que de eso se trataba, el hombre era un representante de la embajada. Lo más probable, además, era que se tratase de un agente de inteligencia con la orden expresa de vigilar de cerca a los científicos, por si alguno de ellos albergaba la inexcusable idea de no querer regresar al extremismo religioso en el que vivían los ciudadanos iraníes de nuestros días.

—¿Alguna idea más que quieran compartir? Antes de que pasemos a elaborar el plan de acción.

Marc Claver acercó su silla hacia la mesa y reflexionó en voz alta:

—Bueno, la víctima estaba atada desnuda a un sillón, lo cual sugiere un componente sexual. Quizás deberíamos centrarnos en eso como móvil del crimen. Podría explicar las torturas y la amputación de la mano, pero…

—Pero, el disparo en la cabeza tiene toda la pinta de ser un asesinato realizado a sangre fría. —Intercedió Martin—. Casi como una ejecución.

—Exacto, eso mismo es lo que estoy pensando. ¡No tiene sentido!

Otra cosa más que escapa a toda lógica, pensó Martin. Aquello se estaba poniendo interesante por momentos.

—¿Entonces ahora de qué se trata, de un psicópata bujarrón? —Preguntó con sorna el inspector Paniagua, aguantando impertérrito la mirada furibunda del Jefe Beltrán.

—Quizás el profesor solicitó los servicios de un escort masculino, al que se le fue la mano en sus juegos amorosos. —El agente Claver calló al instante, con el rostro completamente arrebolado, cuando se dio cuenta de lo que acababa de decir y se apresuró a añadir—: Sin intención de hacer ningún chiste fácil, por supuesto.

—Y luego lo mató de un disparo y trató de ocultar la identidad del muerto cortándole las manos… —Continuó el Jefe Beltrán, por él.

—Esa teoría no tiene peso. —Les interpeló Paniagua—. Solo le amputó la mano izquierda…

—Quizás le interrumpieron de alguna manera y no pudo terminar. —Se defendió el agente Claver.

—Pero, sin embargo, sí que tuvo tiempo de expresar su creatividad con un dibujito en el espejo del baño, empaquetar todas sus cosas y largarse sin que nadie le viera. Piensen en ello, tendría que estar cubierto de sangre de la cabeza a los pies y, aun así, no dejó rastro alguno. Esto no tiene lógica alguna. Además, ¿quién le interrumpió? ¿Cómo le interrumpieron?

—No sé…, quizás sonase el teléfono y…

—¡Agente Claver, basta! Estamos aquí para investigar hechos, no para aventurar suposiciones majaderas. —Estalló Arturo Paniagua, dando un sonoro golpe en la mesa con la palma de la mano.

—Señores, por favor. —Intercedió el Jefe Beltrán con ambas manos levantadas en un ademán apaciguador—. Pelearnos entre nosotros, no va a conducirnos a nada, así que terminen con eso.

En ese momento, Martin apoyó los codos sobre la mesa, pensativo. Dejó reposar los labios sobre las manos entrelazadas, y aventuró:

—Me pregunto qué hizo el asesino con la mano y qué significa ese dibujo estarcido en el espejo al que ha hecho mención el inspector. Ambas cosas son clave para discernir la personalidad del asesino. Ninguna de ellas está hecha al azar y cada una guarda un significado especial.

—¿Qué tipo de significado? —Quiso saber el Jefe Beltrán.

Martin se levantó de su silla y se puso a caminar alrededor de la habitación. Apenas si podía quedarse quieto una vez que su mente se ponía a trabajar.

—Bueno, es difícil precisarlo. Algunos asesinos se llevan partes del cuerpo de sus víctimas como recuerdo. Otros tienen motivos más prácticos, como los canibalísticos o los sexuales.

A su alrededor, todos los presentes soltaron al unísono un mismo gemido de disgusto. Todos excepto Sadeq Golshiri, quien le observaba detenidamente.

—Luego, está el grafiti…

—La mano pintada con sangre. —Le interrumpió Marc Claver.

—Exacto. Parece un dibujo muy simple, como uno de esos juegos que hacen los niños en el parvulario. Ya saben… se embadurnan la mano con pintura y la aprietan contra un lienzo blanco.

Los presentes asintieron en silencio, reconociendo que sabían a qué se refería el ex agente del FBI.

—¿Está incompleto? ¿El asesino quiso dibujar o escribir algo más pero no pudo concluir? —Se golpeó meditabundo los labios con la yema de su índice—. ¿Si es un mensaje, qué significa? ¿A quién está dirigido? ¿A la víctima, a la policía?

Se detuvo, mientras permitía que sus palabras se asentasen en la habitación. Todos estaban vueltos hacia él esperando que dijese algo más, pero se mantuvo en silencio. Finalmente, regresó a su sillón y comenzó a ordenar el contenido del informe preliminar.

—Resolvamos esas preguntas y tendremos a nuestro asesino.

Nadie dijo nada. Todos aguardaban a que se rompiese el hechizo que parecía haberse apoderado de la sala tras las preguntas de Martin Cordero. Entonces, Sadeq Golshiri se inclinó debajo de la mesa y rebuscó junto a la silla giratoria para alcanzar el maletín metálico que había traído con él. Sin mediar palabra, lo puso sobre la mesa y lo abrió. En su interior había tan solo un recipiente de plástico del tipo que uno podría encontrar en la despensa de cualquier cocina, similar a un envase de Tupperware. En ese instante, Martin pensó que era un momento muy inapropiado para decidir tomar el almuerzo. Pero se calló. Su sorpresa fue mayúscula cuando Golshiri dejó el recipiente sobre la pulida superficie de la mesa y lo destapó. Desde donde se encontraba, Martin pudo distinguir perfectamente los contornos de una mano cercenada.

¡Qué demonios!, pensó.

La mano correspondía a un varón, de raza arábica, y estaba amputada a la altura de la muñeca. Reposaba sobre lo que parecía una cama de algodón virgen, sin tratar, que se encontraba manchado con algunas motas de intenso color rojo.

Se trataba de una mano izquierda.

—Caballeros, este paquete fue recibido por la víctima, el profesor Mesbahi, en su suite del Hotel Regente hace exactamente setenta y cuatro horas. Alguien se coló en las dependencias, inadvertidamente, y lo dejó sobre la mesa del salón.

Un murmullo quedo se adueñó de los presentes, la agitación se podía palpar como una corriente de alta tensión. Sadeq Golshiri aguardaba a que el tumulto se acallase para proseguir, pero parecía claro que las aguas no iban a calmarse en un futuro cercano.

—¿Más de setenta y cuatro horas? ¿Han tenido la mano amputada de una persona en su posesión más de tres días? ¿Qué hicieron con ella? —Exclamó el inspector Paniagua, quien se levantó de su asiento de un brinco, completamente airado.

—¡Inspector Paniagua! —Intercedió el Jefe Beltrán—. Le ruego que se calme. No me cabe duda de que tiene razón y la omisión del señor Golshiri de informar a la policía es una decisión lamentable e incluso tipificada bajo el delito de obstrucción de una investigación policial, pero ahora debemos centrarnos en el presente.

—Si me permite, inspector jefe Beltrán, pero el coronel Sadeq Golshiri y todos los miembros de su equipo se encuentran protegidos bajo el amparo del pasaporte diplomático. —Quien había hablado era el representante de la oficina del juez instructor. A Martin no se le escapó que había utilizado el rango militar para dirigirse al iraní. Sus suposiciones de que el hombre trabajaba para el Ministerio de Inteligencia y Seguridad Nacional o quizás la Guardia Revolucionaria no habían sido infundadas—. El coronel ha accedido a compartir esta prueba con nosotros con las mejores de las intenciones para ayudar a la IRGC a resolver este deplorable asesinato satisfactoriamente.

El inspector Paniagua le lanzó una mirada furibunda.

—¡Dígale eso al fiambre! —Estalló—. Quizás si hubiésemos sabido de antemano que un chalado le envió una mano amputada al profesor, ahora no estaríamos debatiendo sobre su asesinato.

—Inspector, le aseguro que nosotros nos tomamos muy en serio la seguridad del profesor Saeed Mesbahi. —Replicó calmadamente, el coronel Golshiri—. Después de conocer la existencia del paquete, ordenamos una protección intensiva del profesor y dos escoltas le acompañaron en todo momento.

—Y aun así, acabó muerto. —Concluyó Martin.

Sadeq Golshiri le miró con intensidad.

—Efectivamente.

—¿Sabemos a quién pertenece la mano amputada, coronel? Imagino que habrán comprobado las huellas dactilares. —Preguntó Martin, temiendo que tuviesen una segunda víctima entre las manos.

El responsable de la seguridad de la delegación iraní movió la cabeza afirmativamente.

—Contrastamos las huellas en cuanto el paquete estuvo en nuestro poder y… —Se detuvo un instante, titubeante, como si no supiera cómo continuar—. Pertenecen al propio profesor Saeed Mesbahi. Las hemos comparado con las que aparecen en su ficha de ciudadanía.

Las miradas atónitas de todos los presentes se centraron en el rostro impertérrito de Sadeq Golshiri y un remolino de susurros recorrió la sala de conferencias como un tsunami.

—¡Madre de Dios! —Dijo Olcina, entonces. No había abierto la boca hasta el momento y parecía hablar más para sí que para los demás.

—Pero… no lo entiendo… —Balbució el Jefe Beltrán.

Martin Cordero guardó silencio, parecía tan impresionado como el resto.

—¡Esto es una total y absoluta majadería! —Rugió el inspector Paniagua que cada vez sentía cómo el enojo se apoderaba de cada célula de su ser—. Resulta evidente que han cometido un error en la identificación de las huellas. En primer lugar, deberían habernos avisado en cuanto el profesor recibió el paquete. La pifiaron terriblemente con la identificación y ahora nos tienen a todos patas arriba. —Se volvió hacia el coronel, encarándosele—. No sé qué clase de policía de pacotilla tienen allá en su país, pero la nuestra no comete errores con algo tan simple como una comprobación de huellas.

De nuevo, Sadeq Golshiri ni se inmutó y a Martin aquello le dio inmediatamente mala espina. Por la tranquilidad que mostraba el rostro del iraní supo con toda certeza de que decía la verdad y que las huellas dactilares correspondían sin lugar a dudas a las de la víctima, el profesor Saeed Mesbahi. Pero ¿cómo era posible? Evidentemente, tendría que haberse producido un error en alguna parte.

—Pero eso es imposible, debe ser una equivocación. Alguien ha tenido que cometer un descuido. —Estimó Marc Claver, manifestando en voz alta las dudas de Martin.

—Lo hemos comprobado, no una sino varias veces, y las conclusiones son siempre las mismas. Las huellas dactilares coinciden con las del profesor. —Insistió el coronel.

—Pero ¿cómo es posible?

El iraní se mantuvo en silencio. Cualquier signo de emoción se había evaporado de su rostro de piel oscura y sus ojos permanecían tan inexpresivos como los de una estatua.

—Tendremos que hacer una prueba de ADN para estar seguros. —Dijo el Jefe Beltrán—. ¿Coronel?

Sadeq Golshiri permaneció impasible, con esa tranquilidad propia del jugador de ajedrez que sabe qué jugada va a hacer su oponente a continuación y ya posee en su interior la respuesta más adecuada para neutralizarla.

—No entiendo nada de lo que está pasando. —Dijo el inspector moviendo la cabeza—. Y, desde luego, no me gusta un pelo. ¿Por qué diantres no nos llamaron antes? Y usted… —Bramó volviéndose en dirección al representante del juez instructor—. ¿Por qué le defiende con toda esa mierda de la inmunidad diplomática? ¡Por su culpa ha muerto un hombre!

—Inspector, la ley es como es, yo no la interpreto a mi conveniencia. —Replicó el interpelado—. El coronel es miembro del cuerpo diplomático iraní y, por consiguiente, es un representante de su soberanía y susceptible de disfrutar de inmunidad diplomática. Además, el propio embajador me ha asegurado personalmente que el retraso en informar a la Jefatura Superior de Policía se debió únicamente a que querían estar seguros de que realmente existía una amenaza para la vida del profesor y de que no se trataba de una macabra broma, antes de involucrar a las autoridades españolas.

—Supongo que ahora no tendrán ninguna duda de qué tipo de amenaza se trató. —Retortó, irónico, el inspector.

—Inspector solo puedo decir que la desgraciada muerte del profesor Mesbahi ha sido un hecho inesperado. —Dijo Sadeq Golshiri, en su defensa.

—¡Inesperado! —Aulló el inspector, su rostro estaba inflamado por la ira y su piel se había tornado de color carmesí refulgente—. ¿Y qué esperaban sus lumbreras que iba a pasarle a alguien a quien le acaban de dejar una extremidad humana en el salón de su suite?

Paniagua se había erguido airadamente de su sillón y plantado ambas manos sobre la superficie de la mesa. Su voluminoso cuerpo se cernía amenazadoramente sobre el coronel iraní. El hombre no se movió ni un milímetro de su sitio, el rostro impasible. Martin sospechó que Sadeq Golshiri dominaba aquel tipo de juego como nadie y no se iba a amedrentar por nada. El inspector resoplaba de ira y furor pero era completamente inofensivo. Entonces, el Jefe Beltrán intercedió, cerrando la carpeta de color marrón que tenía ante él y que contenía el informe preliminar del caso.

—Bien, sea como sea, aunque no apruebe la decisión de su embajada de ocultarnos las pruebas, coronel, le agradezco que nos haya entregado finalmente la mano amputada. —Una vez más, Rafael Beltrán se encontraba barriendo para casa. No importaba en qué situación se encontrase o con quién se hallase reunido, el político que se ocultaba en su interior siempre emergía—. Inspector Paniagua encárguese de que alguien le lleve la mano al laboratorio de la Policía Científica y se pongan inmediatamente manos a la obra para analizar las muestras del ADN.

El subinspector Olcina arrancó el maletín metálico de las manos del coronel Golshiri y lo cerró ocultando el truculento contenido de la vista de todos. En sus ojos se reflejaba la misma ira que sentía su jefe pero sus movimientos eran más calmados y comedidos. A Martin le cayó bien, inmediatamente.

—Si no hay nada más, nos volveremos a reunir en cuanto tengamos los resultados del ADN y haya concluido el informe forense para debatirlos. —Y volviéndose hacia Martin, preguntó—: ¿Agente Cordero, cree que para entonces podrá elaborar un perfil inicial del asesino?

Martin asintió en silencio.

—Perfecto, entonces. Coordínese con el inspector Paniagua y con nuestra oficina de Análisis del Comportamiento para recibir toda la información que precise. Marc le dejo a usted a cargo de que así se haga. —Entonces, empujando el sillón hacia atrás, se incorporó y dio por concluida la reunión.

—Eso es todo, señores. Saquen a ese asesino de mis calles y pónganlo en el lugar que le corresponde y, por favor, que sea lo más pronto posible.

Cuando el inspector jefe hubo abandonado la sala de conferencias, Arturo Paniagua se acercó a Martin y se sentó su lado, entonces cruzó la pierna izquierda sobre la derecha, dobló los brazos sobre el pecho, y preguntó a bocajarro:

—¿Y bien, cuál es su iluminada opinión?

—¿Qué quiere decir? —Dijo Martin sin dejarse impresionar, había lidiado en muchas ocasiones con policías como el inspector, chapados a la antigua y fervientes creyentes de que la vieja labor policial de patear las calles e interrogar sospechosos era la única manera fiable de atrapar a un delincuente. El rostro del inspector mostraba esa terca expresión de descreimiento que había presenciado tantas veces con anterioridad.

—¿Cuál es su opinión sobre el caso? —Insistió el policía, ceñudo. Silabeando con cuidado cada palabra como si pensase que Martin no hablase correctamente su idioma.

Martin le sonrió, pero el hombre ignoró el gesto y continuó mirándole con expectación, muy pendiente de lo que iba a decir.

—Inspector, resulta obvio que usted es hostil a mi presencia y que me considera una especie de intruso en el caso, pero le recuerdo que fueron ustedes quienes me llamaron y no viceversa. Dejado esto en claro, le diré lo que vamos a hacer. Primero voy a llevarme el informe policial a mi domicilio y lo estudiaré detenidamente. Segundo, cuando tenga algunas respuestas para usted, le llamaré y podremos discutirlas. ¿Le parece?

Al principio, el inspector no dijo nada y, extendiendo un par de dedos, como si quemase, empujó la carpeta con el informe preliminar en dirección al ex agente del FBI.

—Sorpréndame. —Pidió, secamente.

Un cuarto de hora más tarde, un agente uniformado y con cara de pocos amigos, escoltaba a Martin hacia el vestíbulo. En la calle, le esperaban diez grados más de temperatura y un coche patrulla que le aguardaba en la entrada del complejo policial para llevarle de regreso a su domicilio. Inmediatamente, las axilas de su camisa se humedecieron y su frente se perló de gotitas de sudor. La resplandeciente luz del sol le cegó dolorosamente y, amargamente, se lamentó de haberse dejado las gafas de sol en su apartamento. En el interior del patrullero, Martin dejó descansar un rato los ojos y se los masajeó suavemente para recuperar la visión. Junto a él, reposando inocentemente en el asiento del Citroen C4 Picasso pintado con los colores azul y blanco de la Policía Nacional, se encontraba la carpeta que contenía toda la información sobre los últimos minutos de vida del profesor Saeed Mesbahi y el espeluznante trabajo de un nuevo monstruo.

A pesar del calor del exterior, Martin se estremeció involuntariamente, dedos gélidos recorrieron su espina dorsal. Una vez más, la cacería había dado comienzo. Y él se encontraba en medio de la jauría.

Antemortem
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