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El inspector Paniagua había salido de su casa temprano para tomar un café en un bar cercano, algo le rondaba la cabeza desde que había discutido con el agente Cordero sobre su intromisión en el caso de El Ángel Exterminador y no podía sacárselo de encima. Necesitaba pensar en todo ello lejos de otro tipo de preocupaciones. En su casa, Consuelo no le había dirigido otra cosa que no fueran fulminantes miradas de reproche y Gabriela se había pasado la mayor parte del tiempo encerrada en su habitación y parloteando incesamente por su teléfono móvil mientras les detallaba a sus amigos su experiencia y cómo todo había parecido un capítulo de Anatomía de Grey, un drama hospitalario que solía ver por televisión.

Mientras tanto, se le había ocurrido una idea, no creía que fuera gran cosa pero merecía la pena investigarla un poco. Así que no vio el sentido a quedarse más tiempo en casa sin hacer nada y decidió salir y poner a prueba su corazonada.

Walter Delgado había dicho que a Oswaldo le mató un policía. Sin embargo, en ese punto, el inspector Paniagua estaba de acuerdo con Olcina. Ningún policía se iba a arriesgar a matar al muchacho llevando puesto su propio uniforme. A menos que no lo hubiese planeado y pensara que la muerte estaba justificada.

Salió de la cafetería y detuvo a un taxi que circulaba por la Gran Vía de Hortaleza. Le dijo al conductor la dirección de la comisaría de Arganzuela. Ellos habían sido los primeros en responder a la llamada del 112 y personificarse en la escena del paso elevado de San Isidro. Cuando llegaron a su destino, Paniagua pagó la tarifa y se apeó junto a la puerta de la comisaria.

—¿Cómo va, agente? —Saludó a la mujer policía que se encontraba en la ventanilla de información. La agente era una atractiva rubia de cuerpo torneado y facciones honestas. Ella le devolvió una mirada especialmente brillante para lo recién avanzado de la mañana. Sin duda, había estado de guardia en su puesto durante toda la noche, y aun así no se le notaba en el frescor de su rostro. Paniagua sintió una punzada de añoranza de sus años jóvenes en los que podía mantener una jornada de veinticuatro horas y después salir a tomar una cerveza con los compañeros sin tener que correr a la cama desesperadamente.

—Soy el inspector Arturo Paniagua de la Brigada Especial de Homicidios Violentos.

La mujer dejó escapar el aire en un silbido poco profesional pero genuinamente de admiración.

—¿La IRGC? ¿En qué puedo ayudarle inspector?

—Estoy investigando el caso del ecuatoriano que apareció flotando en el río. —Preguntó como si tal cosa.

La agente arqueó las cejas y ladeó la cabeza en un gesto burlón. Según se decía, aquella parte del río había que buscarla con lupa y el propio Francisco de Quevedo había llamado al Manzanares en uno de sus poemas: arroyo aprendiz de río[32].

—Por difícil que parezca. —Aventuró el inspector siguiéndole la broma con una sonrisa—. ¿Podría hablar con los agentes que acudieron a la escena?

—Aún es pronto y no comienzan su turno hasta las ocho, inspector. —Contestó la mujer policía y luego añadió con un guiño de complicidad—: Aunque a menudo no se presentan antes de las ocho y media. ¿Algo que yo pueda hacer por ayudarle?

—Me estaba preguntando quién coordinó con la IRGC el retén policial que vigilaba a la muchedumbre durante el partido de fútbol del anterior fin de semana y, en especial, a los agentes de movilidad.

—Veamos… —La mujer adoptó un tono pensativo—. La Antidisturbios es la que se encarga de organizar las fuerzas que vigilan el comportamiento de los hinchas en las afueras del estadio pero al retén de movilidad lo selecciona la Policía Municipal.

—¿Sabe quién es el responsable de nombrar a ese retén? —Preguntó Paniagua adoptando un ademán despreocupado, no quería levantar las sospechas de la agente femenina.

—Sí, el sargento Lucian Robledo.

—¿Y el sargento está en la comisaria o es uno de los que se toman las cosas relajadas? —Preguntó devolviéndole el guiño.

—¿El sargento Robledo? Qué va, se toma los horarios a rajatabla. Es un poco estirado, no sé si me entiende. —Contestó ella, sonriendo—. Pero hoy es su día libre, así que supongo que estará en casa planchando la oreja. Al menos es lo que yo hago en mis días libres, dormir todo lo que puedo. Nunca se sabe cuándo te va a tocar un día difícil.

—¿En serio? —Paniagua meneó la cabeza—. ¡Cuánta mala pata! Necesitaba la lista de los agentes de movilidad que cubrieron el partido aquella noche. Creemos que alguno de ellos pudo ver algo relevante.

—No se preocupe, inspector. Sé exactamente quién estuvo aquella noche de guardia en las inmediaciones del estadio y al otro lado del río.

—¿Cómo puede estar tan segura?

—Porque yo fui quien se encargó de repartir las órdenes del sargento.

Aquello era demasiado, mucho más de lo que Paniagua había esperado. Normalmente, la colaboración entre la policía municipal y la policía nacional no era todo lo fluida que debiera y, a menudo, había que tirar de órdenes judiciales o amenazas veladas que requerían deslizar el nombre de algún superior para sacarles algo a los agentes municipales. El pensamiento común entre los policías era creer que los agentes municipales eran todos unos frustrados que no habían conseguido entrar en el cuerpo por falta de preparación o por haber suspendido los exámenes de acceso.

—¿Podría proporcionarme una copia de esa lista?

—Desde luego, inspector. Ningún problema. —Respondió ella tecleando algunas palabras en su ordenador.

—¿Hay alguien entre esos nombres que le destaque por algún motivo en especial? —Paniagua se movía con mucho tacto, no quería influir ni gafar la buena suerte que estaba teniendo.

—¿Un motivo especial? ¿A qué se refiere? —Un brillo de alerta bailó en los ojos de la agente.

El inspector Paniagua se acarició la barbilla pensativamente. El modo en que formulase la siguiente pregunta resultaría crucial para obtener una respuesta sincera o hacer que la agente femenina se cerrase como una ostra y no volviese a soltar prenda alguna.

—No sé. Alguna queja de uso de fuerza excesiva o comportamiento racista. Algo por el estilo.

Una expresión truculenta asomó en el rostro de la agente. Paniagua se temió lo peor.

—Yo no sé nada de eso. —Resultaba evidente que mentía.

El inspector tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no saltarle encima y gritarle que estaba llevando a cabo la investigación de un asesinato y que le importaba un pimiento si la agente no quería comprometer a un compañero o mantener el famoso código de silencio que existía entre los funcionarios de policía, pertenecieran al cuerpo que fuera. Permaneció tranquilo y continuó la conversación.

—No es nada importante. Solo estoy tratando de atar algunos cabos sueltos.

—¿Qué cabos sueltos?

El inspector se encogió de hombros.

—Nada importante. —Repitió— En realidad, ninguno de nosotros le concede la menor importancia pero la profesionalidad nos obliga a corroborarlo. Ya sabe, para que luego no aparezca uno de esos abogados sabelotodos y ponga la investigación patas arriba porque algún agente se olvidó de hacer esto o lo otro.

Ella asintió conviniendo pero mantuvo el silencio.

—Uno de esos ultras mamarrachos se quejó de que un agente de movilidad les había tratado con más ardor del debido y declaró haberle visto en las inmediaciones del paso elevado. Quiero hablar con él por si hubiese visto algo fuera de lo común en el puente.

—¿Cómo supo el ultra que se trataba de uno de los nuestros?

Paniagua volvió a encogerse de hombros.

—No lo sé, con exactitud. Quizás lo leyese en su uniforme o reconociese los colores negro y verde por haberse cruzado con ellos durante el día.

—Esos se meten con todo el mundo y mentirían descaradamente con tal de no verse en líos con las fuerzas del orden. —Reflexionó la agente durante unos instantes—. ¿Qué podía hacer un agente de movilidad inmiscuyéndose con los radicales? Esa es labor de la Unidad de Intervención Policial, no de un regulador del tráfico.

Arturo Paniagua convino con ella.

—Por eso es por lo que me gustaría hablar con él. Si estuvo por los alrededores del paso elevado, la mayor parte del tiempo estaría haciendo su trabajo dirigiendo el tráfico y es muy probable que se cruzase en el camino del asesino, aunque no sea consciente de ello. Quizás con un poco de ayuda pueda recordar algo que nos sirva para reventar el caso.

Aquel argumento pareció dinamitar definitivamente la desconfianza de la agente femenina, quien finalmente acabó de imprimir la lista de nombres y le tendió al inspector un folio que recogió de la impresora.

—Entre esos nombres hay uno que quizás le interese. Por mucho que sea un compañero de profesión se trata de un capullo. Uno de esos culturistas más preocupados por el volumen de sus bíceps que de ayudar al prójimo.

El corazón de Paniagua se aceleró unas pulsaciones.

—¿Qué le hace pensar que es quien busco?

La reticencia apareció unos segundos y la mujer pareció dudar. Luego, se decidió.

—Hará como cosa de un mes, Samuel… Así es como se llama el agente de movilidad: Samuel Zafra. —Explicó con tono conspirativo—. Como decía, Samuel recibió una reprimenda porque había mediado en una discusión por una colisión sin consecuencias en una rotonda y, cuando los ánimos se caldearon, golpeó con saña a uno de los conductores implicados. Se trataba del más violento de todos ellos, un morito muy beligerante, perdón por la expresión. El capitán no llevó el asunto a mayores pero no fue la primera vez.

Paniagua asintió, ocultando su excitación.

—Además, algunas de las agentes femeninas de la comisaria se han quejado también de su comportamiento machista. Se trata de naderías, cosas sin importancia, como insinuaciones fuera de tono y cosas así, pero ninguna de nosotras se siente cómoda trabajando a su lado.

—Entiendo. —Dijo Paniagua, comprensivo—. ¿No tendrá la dirección del agente Zafra por alguna parte, verdad?

Esta vez, ella no se lo pensó, consultó su terminal durante unos segundos y cogiéndole de las manos el folio con el listado, le dio la vuelta y garabateó algo rápidamente.

El inspector Paniagua la sonrió.

—Gracias, agente. Me ha sido de gran ayuda. —E hizo el ademan de marcharse, pero antes de girarse por completo, lanzó una nueva pregunta, despreocupado.

—Una última cosa, no he podido evitar fijarme en el anillo que luce en su mano. ¿Es por alguna conmemoración en especial?

La agente femenina se miró la mano fugazmente.

—¿Esta tontería? No vale nada, es una baratija que compramos algunos de nosotros cuando aprobamos las oposiciones de acceso al cuerpo y nos destinaron a la misma comisaria. Nos hacíamos llamar «los delfines», por eso de ser los sucesores… la nueva escuela, ya me entiende. Es una broma más que otra cosa.

El anillo mostraba la figura de un delfín arqueándose en un formidable salto y estaba bañado en oro rebajado. Saltaba a la vista que era un recuerdo de mala calidad y sin ningún valor más allá del sentimental.

—¿El agente Zafra no tendrá uno igual, por casualidad?

Ella le devolvió una mirada preñada de curiosidad, pero totalmente inocente.

—Sí, así es. Fue una lástima, ahora que lo pregunta porque, de todos nosotros, Samuel fue el único que no consiguió entrar en el cuerpo y tuvo que aceptar el puesto en Movilidad.

Paniagua se despidió y se dirigió a la salida con la cabeza bulléndole de ideas y conexiones. Samuel Zafra era lo más parecido a un sospechoso que habían tenido en el caso de El Ángel Exterminador desde que se había abierto la investigación. Y lo mejor de todo era que parecía ser además una pista muy sólida. Estaba convencido de que el agente de movilidad estaba más que relacionado con la investigación. Su instinto le decía que había algo más, algo excepcional.

Arturo Paniagua sonreía abiertamente cuando alzó el brazo para detener a un Skoda decorado con una franja roja inclinada en ambas puertas. El taxista le preguntó por la dirección y él se la dio con jovialidad. Tenía la sensación de que aquel iba a ser un buen día. Entonces, su teléfono móvil comenzó a vibrar. Se trataba del subinspector Olcina y su tono de voz era tan truculento que Paniagua apenas logró distinguir lo que le decía.

Alba Torres había desaparecido.

Antemortem
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