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Mientras Martin Cordero había estado hablando por teléfono con Peter Berg, el inspector Paniagua y Olcina hacían lo propio con el hombre al que habían conocido las últimas semanas con el sobrenombre de El Ángel Exterminador.
Samuel Zafra había sido operado de urgencia el día anterior y pasado la noche en recuperación después de que su cuerpo se deshiciese de los restos de anestesia quirúrgica que le habían suministrado. No había dicho palabra desde entonces y yacía esposado a una cama en la sala de vigilancia intensiva del Hospital Universitario 12 de Octubre.
De camino al hospital, el inspector y Raúl Olcina habían repasado todo lo que sabían de Samuel Zafra y que se limitaba a lo que estaba escrito en su ficha de ingreso como agente de movilidad, su historial escolar y un informe médico de la Seguridad Social que le diagnosticaba como paranoide con brotes esquizofrénicos a la temprana edad de trece años.
Incluso con su diagnosis, todo parecía bastante normal: se había graduado en formación profesional de primer grado y había pasado las oposiciones en el 2000. Entonces, ya había mentido en la solicitud y ocultado su enfermedad. Según el informe médico pensaba que era constantemente vigilado y, ocasionalmente, había confesado escuchar voces en su cabeza. En 2007 solicitó el ingreso en el cuerpo de Policía Municipal de Madrid pero, tras haber superado las pruebas escritas y físicas, no terminó de pasar las pruebas psicotécnicas. Por ninguna parte se decía el motivo concreto, pero a Paniagua no le cabía duda de cuál había sido la causa de su denegación e internamente se alegró de que, en ese caso, los filtros psicológicos impuestos por el Ministerio de Interior hubiesen funcionado a la perfección. Le daba pavor el simple hecho de pensar qué podría haber sucedido si alguien como Samuel Zafra hubiese accedido a la policía municipal.
Paniagua se preguntaba qué había inducido a Samuel a intentar ingresar en la policía. ¿Habría sido para buscar un trabajo estable al amparo del funcionariado o realmente había tenido vocación para ello? Seguramente habría sido lo primero, de lo contrario nunca hubiese matado a todas esas personas, por muy pandilleros y delincuentes que fueran. Alguien con vocación de proteger y servir al ciudadano no sería capaz de quitarle la vida a un inocente.
Por otro lado, Samuel no tenía familia. Era hijo único y nada en su infancia parecía indicar malos tratos, ni traumas infantiles. No se veía a simple vista, ningún indicativo evidente que pudiese señalar que más adelante se convertiría en un asesino en serie. Tan solo su trastorno.
Cuando llegaron a la altura del hospital, el inspector sintió una punzada de nostalgia al ver la inmensa mole de ladrillo rojo que se elevaba sobre la Avenida de Córdoba. Allí es donde había nacido su hija Gabriela, tras una interminable noche de espera e incertidumbre, y se le hacía imposible mirarlo sin pensar en la importancia que aquel edificio de arquitectura funcional, tirando a modernilla, había ejercido en su vida. Esa noche en el Doce de Octubre, como se le conocía popularmente entre los madrileños, había supuesto un punto de inflexión en su vida del que había salido convertido en algo más que un simple policía en la medianía de su carrera, se había convertido en padre. Por aquel entonces se preguntaba si se podría ser más feliz en la vida, con el cuerpo diminuto y frágil de Gabriela arropado entre sus brazos pensaba en la dicha que sentía. Volviendo la vista atrás, ahora sabía que aquella dicha se podía transformar en dolor en un abrir y cerrar de ojos, pues no hay nada más doloroso para un padre que el sufrimiento de un hijo, y se cuestionaba si repetiría la experiencia de haber sido consultado previamente.
La Unidad de Vigilancia Intensiva (IRGC) era donde se asistía a los pacientes más graves o que acababan de salir de una operación quirúrgica y necesitaban de monitorización continuada de sus constantes vitales, como era el caso de El Ángel Exterminador. La habitación constaba de seis camas mecanizadas, separadas entre sí por unas cortinillas y que se hallaban rodeadas de cachivaches electrónicos: respiradores mecánicos, equipos de hemofiltración y monitorización cardiovascular. Un enorme reloj dominaba la pared opuesta a las camas y permitía a los pacientes superar el desequilibrio en el sueño propio de aquellos que pasaban mucho tiempo postrados y sin acceso al exterior. Un enorme ventanal daba a un patio dominado por aparatos de aire acondicionado convertidos en industriales abscesos de la fachada y por el que entraba habitualmente una luz mortecina, también ayudaba a lo mismo.
Cuando llegaron, les esperaba en la puerta un doctor de bata verde que se limitó a recordarles que el paciente acababa de salir de una operación muy compleja y que necesitaba descansar. Si era estrictamente necesario hacerle algunas preguntas, estas tenían que ser breves y concisas.
—Recuerden, cinco minutos. —Les instó—. Ni un minuto más y procuren no molestar al resto de pacientes. No me importa lo que haya hecho ese hombre, en este lugar se encuentra bajo mis cuidados y su salud es lo único relevante por el momento.
El inspector asintió con un poco de fastidio y se reservó su opinión sobre lo que le importaba la salud de un monstruo como El Ángel Exterminador. Aguardaron pacientemente a que un técnico de la Policía Científica terminase de procesar a Samuel y recogiese las huellas digitales y muestras biológicas que servirían para poner los clavos que sellarían la tapa de su ataúd, por así decir. Al rato, emergió el perito por la puerta levantándose la mascarilla que llevaba y quitándose los guantes de látex color azul para arrojarlos a un contenedor de residuos no biológicos.
—Yo ya he terminado aquí, así que es todo suyo, inspector. —Dijo apuntando algo en la tablilla que sostenía el informe—. Menudo pieza tiene usted ahí. Vaya con cuidado.
Arturo Paniagua le arrebató la tablilla de las manos. No era muy amigo de las charlas intranscendentes, ni de las opiniones que sobre los sospechosos pudiera tener uno de los empollones de la Científica.
—¿Algo que reseñar? —Preguntó abruptamente.
—Nada en especial, deberían haberle examinado cuando le ingresaron. Después de la operación, la mayor parte de las pruebas desapareció o se contaminó. —Explicó el otro, molesto.
El inspector le dio la espalda y leyó rápidamente el informe sobre la recogida de pruebas.
—Encárguese de hacerme llegar una copia de su informe lo antes posible, quiero tenerlo todo atado y sin cabos sueltos antes de que se le pasen los efectos de las drogas que le han dado.
El técnico asintió con la cabeza.
—Así lo haré, inspector.
El Ángel Exterminador yacía en la cama cubierto hasta las rodillas con una sábana y el resto del cuerpo por la fina bata de algodón de hospital debajo de la cuál emergían un par de tubos con fluidos. Un sonido metálico reverberaba cada vez que trataba de mover el brazo derecho esposado al lateral de la cama.
Samuel Zafra era, en palabras del subinspector Olcina, un armario ropero, sus hinchados músculos tensaban la tela de la bata y, aún en posición horizontal, parecía tener problemas para poder cerrar los brazos sobre el pecho. Sin embargo, el tono macilento de su piel y la opacidad, como un velo, que cubría sus ojos indicaba el estado de debilidad en el que se encontraba. Los roncos sonidos de su entrecortada respiración también eran un buen indicativo de que su impresionante físico había visto momentos mejores. Secretamente, el inspector Paniagua se alegró por ello. No iba a ser él quien iba a sentir lástima por aquel monstruo.
—Señor Zafra, ¿comprende la razón por la que estamos aquí?
El hombre le taladró con la mirada y mantuvo un silencio obstinado, el rostro contraído por el dolor.
—Ha sido usted acusado oficialmente de varios homicidios y de tres intentos frustrados. —Prosiguió el inspector—. Quedan pendientes todavía una acusación de secuestro y varios delitos menores.
—Ya sé lo que he hecho, no hace falta que me lo recuerde. —Dijo hoscamente.
—Solo quiero asegurarme de que no me dejo nada en el tintero, señor Zafra.
—Haga lo que quiera. —Dijo con voz temblorosa, desviando la cara hacia la pared. El inspector se proponía proseguir cuando Samuel le interrumpió—: ¿No va a preguntarme por qué lo hice?
—¿Por qué hizo qué, señor Zafra? —Le siguió la corriente.
—Por qué los maté a todos, ¿qué otra cosa iba a ser, joder?
—Entonces, reconoce haberlos matado.
Alzó la mano esposada, ahora farfullaba por la ira y la indignación.
—¡Pues claro que los maté, joder! ¿A qué está jugando? Pero la culpa de todo la tiene la voz en mi cabeza. ¡Yo solo soy una víctima más! Se ríe de mí y me atormenta hasta que ya no puedo más y exploto. ¡Soy una víctima, joder!
Paniagua y Olcina intercambiaron miradas encendidas. La defensa por enfermedad mental era una figura muy común en las películas pero muy difícil de demostrar en la vida real, pues los jueces solían ser muy rigurosos con los historiales médicos y la autenticidad de la enajenación mental durante la comisión de los crímenes. Tan solo una de cada cuatro defensas por enfermedad mental terminaba resolviéndose a favor del acusado. Pero lo que encendía a los inspectores era que, a partir de ese momento e independientemente del resultado, el caso iba a convertirse en un circo de tres pistas y ellos se encontrarían ineludiblemente bajo los focos de la mismísima pista central.
—Está bien, cálmese y empiece por el principio. Cuéntemelo todo sin dejarse ni un solo detalle.
—Padezco de paranoia desde la adolescencia pero siempre la he tenido bajo control, tomo mis medicamentos y eso, y no tengo muchos problemas por ello. La gente te considera un perturbado si se entera de que padeces cualquier tipo de enfermedad mental, así que no se lo cuento a nadie.
Arturo Paniagua asintió.
—Como decía, todo iba bien hasta que apareció la voz. Empecé a oírla sobre todo por las noches. Primero pensé que se trataba de otra voz producida por mi… ya saben, mi enfermedad. Pero luego descubrí que se trataba de algo más.
Paniagua y Olcina le observaban en silencio.
—En realidad, parece como si la oyese por dentro y cuando no hay nadie más. Me dice lo que tengo que hacer y me obliga a matar para justificar sus ansias de venganza. ¡Me utiliza y no puedo evitarlo!
—Le prometo que no permitiremos que nadie le utilice. —Le apaciguó el inspector—. ¿Dígame a quien pertenece esa voz que dice escuchar?
—¡No lo entiende! El verdadero culpable está ahí fuera. A mí ya me han condenado y no están buscando a nadie más pero se equivocan, pronto habrá nuevas víctimas. Ella no ha terminado y ustedes se están centrando en mí.
Rompió a llorar.
—Señor Zafra, hábleme de las muertes. ¿Por qué mataba pandilleros?
—¡No me está escuchando! La voz me decía qué es lo que tenía que hacer, a quién tenía que matar para devolver el equilibrio entre la justicia y la injusticia. El mundo está lleno de seres malvados, de hombres que cometen injusticias impunemente y a los que hay que castigar. La voz en mi cabeza me enseñó a distinguirlos porque tienen un aura negra como la noche, me los señala y me manda ahí fuera a erradicar el mal de sus almas. Es como… como la retribución del impío, el hombre justo sufre siempre y el impío triunfa…, pues yo soy la solución de Dios. ¡Pero ya no puedo más, me niego a seguir matando!
—¿De qué era culpable la señorita Torres? —Preguntó Paniagua, cambiando de tema, cada vez más enojado con el galimatías sin sentido que estaba escuchando—. Alba Torres es una jovencita inocente, nunca le ha hecho daño a nadie, y aun así la secuestró, la encerró contra su voluntad en su apartamento. ¡Quería matarla!
—¡No, a ella no! —Aulló Samuel—. La voz me susurró que la matase pero su luz era pura, blanca como la nieve, y no pude matarla, no quise… ¡Me negué! Acabé con todos los comemierda pandilleros, incluido el propio Corona Supremo, y aun así no fue suficiente para la voz. Me castigó por no matar a Alba, me atormentó cruelmente, no me dejaba dormir y me perseguía a todas partes. Los susurros era constantes como un banda sonora interminable y aumentaron de volumen. ¡No podía soportarlo! ¡Tuve que dejar de ir al trabajo! Me encerré en mi apartamento y solo salía para buscar comida. Entonces, aparecieron ustedes.
—¿Cómo lo hace? ¿Cómo le atormenta esa voz que dice que escucha?
—¡No lo sé! Pero siempre está ahí dentro, en mi cabeza, susurrándome sin cesar, incitándome a seguir matando. Toda la culpa es de ella.
—Puedo ofrecerle protección, si eso es lo que le preocupa, pero necesito que colabore conmigo. Necesito un nombre.
—¿Protección? ¿Para qué coño iba a querer protección?
—Bueno pensé que quizás esa voz decida atacarle a usted. Si ese es el caso, tener a la policía de su parte no puede hacerle ningún mal.
—¿Por qué habría de tenerle miedo a una voz en mi cabeza? No sé de qué me habla.
El inspector Paniagua estalló ante el nuevo delirio de Samuel.
—¡Ya basta de juegos! Primero me dice que alguien le ha obligado a matar a todas esas personas y ahora, que es tan solo una voz en su cabeza. ¡Póngase de acuerdo, por el amor de Dios! —Hizo una pausa para recomponerse—. Mire, le seré sincero, hable conmigo ahora o no, le tengo cogido por las pelotas y pasará los próximos treinta años entre rejas. Para mí, eso es toda una satisfacción.
Samuel se giró hacia el inspector con un rápido movimiento que tensó la cadena de las esposas. El chasquido metálico sobresaltó a Raúl Olcina, que masculló un juramento entre dientes mientras se encogía un poco ante la mirada enturbiada por la locura del asesino en serie.
—Piensen lo que quieran, eso es lo que la voz busca. Les está confundiendo como hizo conmigo. Te engaña y te hace creer en cosas que no existen, ahora lo veo claramente. —Dijo Samuel, casi susurrando—. Alba Torres es su próxima víctima, quería que yo la matase como hice con los otros pero no pude hacerlo. Ella siempre ve lo peor en las personas, el lado oscuro que todos tenemos. A mí me pasa lo mismo… desde que me enseñó a ver la luz en la gente.
Arturo Paniagua lo pensó durante un rato. A su entender, Samuel deliraba.
—¿Quién es esa voz, señor Zafra?
—No lo sé. No es nadie… quizás mi conciencia, mi némesis… ¡No lo sé!
—Pero la escucha, ¿no? En su cabeza, le insinúa lo que tiene que hacer, a quien asesinar. ¿No es eso?
Samuel asintió con la cabeza, frenético.
—¿La oye en estos momentos? ¿Le está dictando lo que tiene que decir?
—¡Nooo! —Gritó Samuel—. ¡Usted no entiende nada!
—Es una fantasía, señor Zafra. No existe esa voz, nadie le dijo nada. —Presionó el inspector—. Se trata de una invención para librarse de ser condenado. ¿No es cierto?
—¡No, eso no es verdad y si no hacen nada Alba Torres morirá!
Entonces, Raúl Olcina estalló sin poder controlarse un minuto más.
—¿Qué cojones estás diciendo, chalado? —Miraba con dureza a Samuel y le estaba agarrando por la pechera del pijama—. Te hemos atrapado, ¿te enteras? A menos que seas el puto Houdini, la única manera en la que vas a abandonar esta cama de hospital es esposado y escoltado por la policía. ¿Cómo coño vas a poder matar a la señorita Torres?
El Ángel Exterminador se encogió en la cama y le devolvió a Olcina una mirada enloquecida, llena de terror.
—Yo no quiero matar a Alba, es ella. La voz es quien lo quiere y quien no parará hasta salirse con la suya. Es real. ¡Tienen que creerme!
Entonces, Samuel Zafra hundió el rostro en la almohada no paraba de temblar violentamente. Al final, alzó la cabeza y les taladró con ojos sanguinolentos.
—¡Váyanse! ¡Váyanse de aquí y déjenme solo! —Gritó.
De repente, la cortinilla del pequeño receptáculo se abrió de repente y un enfermero de guardia les ordenó con vehemencia que se marcharan.
—¡Que les den por culo! —Atinó a gritar por última vez Samuel, pero la furia que había aparecido apenas unos segundos estaba empezando a desvanecerse y su lugar lo ocupaba algo que Arturo Paniagua no fue capaz de descifrar. Clavó su mirada en los ojos inyectados en sangre de Samuel que por un momento parecieron aclararse—. ¿Qué me va a pasar ahora?
El inspector Paniagua se acercó a la cama y pegó su cara a la de Samuel para que solo él pudiese escuchar lo que iba a decir a continuación.
—Permita que le aclare una cosa, mamarracho. —Susurró, todo su cuerpo rígido por la sorda ira que sentía—. Si por mí fuera, ahora mismo le metería una bala entre ceja y ceja y borraría su miserable vida de este mundo, pero eso sería demasiado fácil. Espero que se pudra en la cárcel y que a alguno de los presos más duros le pongan esos musculitos suyos y le elija como una de sus putas.
La sorpresa se manifiestó en la cara de Samuel. Abrió mucho los ojos y comenzó a hiperventilar. Sobre su cabeza, uno de los aparatos a los que estaba conectado saltó repentinamente a la vida y estalló en una orgía de luces y bips electrónicos. El inspector se irguió y recobró la compostura justo al mismo tiempo que el enfermero de guardia le agarraba por el brazo y le instaba a abandonar la unidad. Más enfermeros y doctores irrumpieron en la unidad con urgencia.
En el pasillo exterior, ambos policías contemplaron en silencio cómo los empleados médicos trabajaban sobre Samuel.
—¿Puede tragarse lo que ha dicho ese lunático, jefe? ¿Sobre esa voz en su cabeza que le decía lo que tenía que hacer? —Preguntó Raúl Olcina, al cabo de un rato.
El inspector Paniagua le miró.
—Lo único que sé, es que va a pasar mucho tiempo antes de que ese desgraciado vea el exterior de una celda. —Contestó casi sin aliento por la ira. Un instante más tarde, se calmó lo suficiente para añadir—: Pero quizás debamos, por precaución, hablar con la señorita Torres y ver si puede arrojar alguna luz sobre esa supuesta voz. Quizás ella los oyó hablar durante el tiempo en que El Ángel Exterminador la tuvo encerrada en el armario.
Entonces su teléfono móvil comenzó a sonar y Martin Cordero le explicó al otro lado de la línea lo que había descubierto sobre el embajador Lakhani. Paniagua soltó un sordo gruñido de comprensión y saltando como un resorte, atinó a decir:
—¡Hijoputa!