2
TRIBUNAL SUPERIOR DE JUSTICIA, NUEVA JERSEY
El edificio del Tribunal Superior de Rhodes se encontraba en la calle South Broad, un edificio semicircular de tres plantas, cuyas paredes encaladas resplandecían bajo el sol de la mañana. En su interior, los pasillos y recibidores bullían con vida propia y se hallaban atiborrados de agentes de policía, miembros de la prensa y, sobre todo, curiosos. Morbosos ciudadanos ávidos de noticias escabrosas y de llenar sus vidas de instantáneas excepcionales con las que animar sus aburridas veladas de fin de semana. Nadie quería perderse el juicio del año. El Estado contra el Dr. Laurel P. Donnegan. O lo que era lo mismo, en el lenguaje periodístico y en los titulares de prensa: EL ESTADO CONTRA EL DR. MUERTE. El caso contra el asesino en serie oriundo de Nueva Jersey que se encontraba en sus primeros días de juicio.
Uno de los suyos.
Esa mañana, la fiscalía se encontraba inmersa en dibujar el cuadro de la personalidad criminal del doctor Donnegan. Si todo salía según planeado, al final del día, tanto el jurado como los pocos privilegiados que habían conseguido un sitio en el interior de la sala, no tendrían ninguna duda de que el doctor Laurel P. Donnegan era un completo monstruo.
Y en esos menesteres se hallaba el agente especial del FBI, Martin Cordero, seis horas antes de surcar en helicóptero los cielos de Montana. De familia inmigrante española, Martin se había convertido en el nuevo golden boy del FBI y era el responsable directo de la captura del asesino en serie de New Jersey. Martin no tenía duda alguna sobre la culpabilidad del doctor Donnegan. Ni un gramo de duda. Sin embargo, la oficina del fiscal todavía tenía que construir su caso en los tribunales y el análisis psicológico que se estaba exponiendo en esos momentos, resultaba una pieza clave para el éxito. La primera piedra, se podría decir.
En la sala del excelentísimo juez Lawrence D. Wallace, el bullicio se hallaba un poco más controlado. Sobre todo porque el juez trataba por todos los medios de que la excitación que suscitaba el juicio no se desbordase y se apoderase de la espaciosa sala, decorada con bancos de caoba y paredes cubiertas con los retratos de los jueces que le precedieron en el puesto.
El juez se hallaba sentado en su sillón presidiendo el estrado con sus largos y huesudos dedos formando un triángulo delante de su boca, mientras escuchaba con atención la declaración de Martin. A su derecha, siempre al alcance, reposaba el ajado martillo con el que tantas veces había mandado callar a los presentes.
—En mi experiencia… —Estaba diciendo Martin desde el sillón de los testigos en el que se sentaba. Su voz era segura pero estaba marcada por un cierto deje hispano. Aunque pertenecía a una familia inmigrante de segunda generación y había nacido en los Estados Unidos; de alguna manera, sus raíces ibéricas se habían mantenido desde sus abuelos y permanecían muy presentes en sus rasgos y en su acento—. El acusado muestra los efectos represivos de una psique enferma, que se manifiestan en forma de torturas de carácter sexual. Torturas a las que somete a sus víctimas antes de acabar con sus vidas, atravesándolas el corazón con un punzón.
Aunque el tono neutro de su voz no lo dejaba entrever, el agente especial Martin Cordero pensaba que el doctor Donnegan era literalmente un monstruo. Martin creía firmemente en la existencia de los monstruos. Monstruos que no se ocultaban bajo la forma de licántropos o vampiros, que no eran criaturas fantásticas nacidas en laboratorios. Martin creía en los monstruos reales. Y eran todos humanos. Como tú y como yo. Personas de aspecto ordinario que eran capaces de cometer los actos más abominables que uno pudiera imaginar sin experimentar el más mínimo atisbo de remordimiento.
Esos eran los asesinos que Martin Cordero perseguía.
—Entonces, es su opinión agente Cordero…
A Martin le incomodaba visiblemente que el voluminoso abogado que encabezaba la terna de abogados que representaba a la defensa, repitiese constantemente la palabra «opinión» en sus preguntas, y se removió en el sillón con fastidio.
Desde el comienzo de su declaración, el letrado, enfundado en un traje Oxford de color gris que se le estiraba demasiado en la zona de la barriga, había tratado de menoscabar la profesionalidad de Martin, insistiendo en que las Ciencias de la Conducta, en las que Martin había basado el perfil psicológico del doctor Donnegan, eran poco menos que juegos de birlibirloque. Y, por tanto, trataba de ponerlas a la altura de la rebatible opinión de un testigo inseguro.
Martin despreciaba todas esas triquiñuelas de leguleyos. Desde la primera vez que tuvo que poner un pie en la sala de un tribunal para exponer un perfil criminal psicológico, los abogados no habían colaborado demasiado con él, poniendo constantemente en tela de juicio sus conclusiones. Por tanto, los aborrecía. Pero en aquella ocasión, el perfil que había realizado del doctor Donnegan terminó resultando determinante en la captura del infame asesino en serie.
—Agente especial… —Interrumpió al abogado.
—Perdón, ¿cómo dice?
—Es agente especial Martin Cordero, letrado.
Un atisbo de confusión bailoteó en los ojillos de cochillino del defensor, pero se rehízo rápidamente. Un cochillino muy listo, no cometas el error de infravalorarlo, se dijo así mismo Martin. Aunque se permitió secretamente disfrutar del momento, cuando algunas risas se escucharon entre la audiencia. Una vez se hubieron calmado, la furia había sustituido a la confusión y el abogado defensor contraatacó:
—Agente especial Cordero, —dijo, remarcando las dos primeras palabras—. Usted ha elaborado el perfil psicológico entregado por la fiscalía como prueba y que ayudó a identificar al doctor Laurel P. Donnegan como el Dr. Muerte. ¿No es así? —Antes de que Martin pudiera responder, el abogado continuó—: Pero ¿cómo pudo estar seguro de que el defendido, reputado doctor y miembro destacado de su comunidad, encajaba con el perfil psicológico que usted elaboró? Quiero decir, ¿acaso se entrevistó con él? ¿Cruzaron alguna palabra previamente a su encuentro en el club de golf de Crystal Springs?
Durante toda la mañana, Martin había mantenido su vista fijada sobre el doctor Laurel P. Donnegan, como si buscara un combustible emocional en la postura de suficiencia que mantenía el acusado. Algo para encender su ira y aprovecharlo para no cometer errores en su declaración. Apretó los labios levemente y giró la cabeza para enfrentarse al obeso letrado. Había llegado el momento y estaba preparado. Finalmente, la defensa había descubierto su mano y después de varias horas de preguntas triviales y sin dirección, se había metido en faena, como se suele decir. Su táctica consistía en poner en duda que el doctor Donnegan encajase en el perfil psicológico elaborado por Martin y que había ayudado a seleccionar su nombre entre una extensa lista de posibles sospechosos que pertenecían al club de golf. El perfil y una buena cantidad de pruebas circunstanciales que habían conseguido amasar hasta ese momento, pero que no habían podido ser corroboradas hasta después de la detención, consiguieron que la unidad especial encargada de la investigación obtuviese una orden judicial para registrar las propiedades del doctor Donnegan. Durante el registro de su consulta médica encontraron las pruebas incriminatorias. Si el perfil era incorrecto, la orden estaría en tela de juicio, y las pruebas serían inadmisibles. Una jugada muy arriesgada pero que de resultar victoriosa sería demoledora para las posibilidades de victoria de la fiscalía.
—Estaba tan convencido de que el perfil era acertado, como lo estuve en cuanto revisé las fotos de las víctimas contenidas en la memoria IRGC que encontramos adherida a la parte trasera de un archivador. Un escondite muy original, debo añadir.
De nuevo las risas se apoderaron de la sala.
—¡Protesto, señoría! —El abogado defensor trataba de hacerse oír por encima del martilleo del juez Wallace, llamando al orden a los asistentes—. Le ruego que indique al testigo que se limite a contestar a las preguntas sin emitir juicios de valor. —Continuó el abogado, más calmado.
—Se admite la protesta. —Respondió el juez, mientras se giraba hacia Martin para dirigirle una mirada admonitoria de láser—. Agente especial Cordero, espero mucho más de un representante del FBI. No toleraré que convierta esta sala en un circo con su humor de comediante de medio pelo.
—Lo siento, señoría. No volverá a pasar.
El abogado defensor sonrió complacido y reanudó sus preguntas. En ese momento, Martin deseó con todas sus fuerzas poder borrarle la sonrisa con los puños. Casi pudo sentir como la rosada y blanda carne de los regordetes labios se abría bajo sus nudillos, dejando paso a un torrente de sangre. Suspiró hondo y clavó la mirada en el abogado. No podía quitarse de la cabeza la sensación de calidez mientras el rojo líquido resbalaba entre sus dedos.
—Agente especial Cordero, la defensa ha demostrado con la declaración de varios testigos que el doctor Laurel P. Donnegan es un ciudadano ejemplar y muy estimado en su comunidad. Ha demostrado también que no existen problemas en su familia. Su mujer y sus hijos le adoran, es un padre y un esposo modelo…
Martin apretó lo dientes hasta que le rechinaron.
—Si tiene algo que decir, letrado, dígalo; no se ande con rodeos. —Volvió a interrumpir al abogado, quien inmediatamente se giró hacia el juez con los brazos levantados, suplicante.
—Señoría…
El juez Wallace se dirigió de nuevo hacia Martin y le advirtió:
—Agente, no se lo repetiré una vez más, limítese a responder a las preguntas de la defensa o me veré obligado a imponerle una multa por desacato.
Decididamente, Martin no estaba pasando por uno de sus mejores momentos. Detestaba a los abogados y, en especial, a quienes defendían a los criminales más violentos por una jugosa cantidad de dinero, sin importarles las atrocidades que hubieran cometido. En realidad, Martin no tenía ningún problema con el derecho a tener un juicio justo. ¡Demonios, ni siquiera tenía problemas con los juicios justos para los asesinos en serie! Pero sí tenía problemas con los defensores que manipulaban los hechos para crear falsas dudas razonables, que interpretaban las declaraciones de los testigos, retorciéndolas, con la intención de confundir a los jurados. Con esas alimañas, Martin, sí tenía problemas. Podría encerrarlos a todos en la misma celda y luego tirar la llave a la Fosa Mariana, sin ni tan siquiera pestañear por el remordimiento.
En ese momento, el juicio fue interrumpido bruscamente. Ambas puertas de la sala se abrieron al unísono y dejaron entrar a una comitiva de hombres con trajes oscuros, precedidos por alguien a quien Martin conocía muy bien y a quien le sorprendió ver en Nueva Jersey.
—Señoría, solicito acercarme al estrado. —El hombre hablaba con la voz autoritaria de quien estaba acostumbrado a dar órdenes y que se obedecieran casi inmediatamente.
El murmullo de los asistentes fue in crescendo hasta convertirse en una algarabía de preguntas sin respuesta y caras de asombro. Interrumpir un juicio de aquella manera era algo sumamente anormal y tratándose del juicio del Dr. Muerte, suposiciones de lo más inverosímiles, cruzaban por las cabezas del público como centellas.
—¡Orden, orden! —Gritaba el juez Lawrence D. Wallace, intentando hacerse escuchar por encima del runrún que se había apoderado de la sala—. Espero que tenga un buen motivo para irrumpir en la sala de mi tribunal y entorpecer esta causa.
—Le pido disculpas, su señoría pero, en efecto, tengo buenas razones para interrumpir esta causa. —Martin contemplaba la escena tan atónito como cualquiera de los asistentes—. Soy el ayudante del director del FBI James O’Brady…
—Sé quien es el director O’Brady. —Replicó el juez Wallace con acritud—. Esto es ciertamente irregular y no estoy dispuesto a permitir que mi corte se convierta en el hazmerreír del sistema judicial. Dígame, ¿cuál es ese motivo tan importante?
—Una vez más, le pido disculpas, su señoría y solicito su permiso para acercarme al estrado.
Con paso firme que no dejaba lugar a dudas, el convidado de piedra en el juicio contra el Dr. Muerte, se aproximó al juez mientras echó una mirada de soslayo en la dirección de Martin.
—Señoría, necesito que releve al agente especial Cordero de su condición de testigo. —El ayudante del director hablaba con la voz más baja que pudo conseguir—. Necesito que el agente especial me acompañe en este preciso instante.
A su espalda, la corte de abogados defensores del doctor Donnegan trataba por todos los medios de llamar la atención del juez para, de algún modo, aprovecharse de la situación en beneficio de su defendido.
—Aquí tiene una orden firmada por el fiscal general para que permita al agente especial que abandone esta causa y me acompañe inmediatamente.
El griterío en el tribunal ya había alcanzado un grado de paroxismo y todo el mundo trataba de aguzar el oído para escuchar la conversación entre el juez y el ayudante del director del FBI.
—¡Orden en la sala! —Gritó el juez Wallace, por enésima vez, antes de arrancar malhumorado el documento de la mano del ayudante del director. En su rostro, el asombro se mezclaba con el evidente enojo que sentía—. ¡Orden en la sala, o me veré obligado a pedir al alguacil que la desaloje! —Gritó una vez más antes de leer el papel y anunciar, para asombro de todos, incluido el del propio Martin:
—Agente especial Martin Cordero queda usted excusado de los procedimientos de este juicio y le pido que acompañe inmediatamente a estos caballeros fuera de la sala.
Atónito, Martin abandonó el estrado y se dirigió hacia el pasillo que conducía a las puertas de entrada. Cuando se puso a la altura del ayudante del director, masculló entre dientes:
—Supongo que sabrá lo que está haciendo, porque acaba de darle una oportunidad de oro a la defensa para liberar al doctor Laurel P. Lonnegan. Espero que esté preparado para vivir con las consecuencias que supone dejar en la calle al Dr. Muerte.
—No se preocupe por eso ahora, agente especial Cordero. —Contestó el ayudante mientras que, sin perder un instante, conducía a Martin fuera de la sala y en dirección a la calle—. Ya hemos seleccionado a otro agente para que le sustituya en el juicio y declare en su lugar. El agente Michael Zahn.
Michael Zahn había sido otro de los agentes del FBI asignados a la unidad especial, creada específicamente para capturar al doctor Lonnegan. No poseía el conocimiento de psicología criminal de Martin pero su declaración, junto con las notas y grabaciones sobre el caso del propio Martin, podrían resultar suficientes para condenar al doctor. No era como tener al golden boy en el estrado pero bastaría.
Mientras caminaba, Martin podía ver a los miembros de la prensa tomar notas furiosamente en sus agendas. Algunos incluso ya se habían levantado, teléfono móvil en mano, y se dirigían con apremio hacia la puerta. Aquel espectáculo añadiría todavía más leña a la leyenda que se había creado en torno a su figura de gran cazador de asesinos en serie.
—Entonces, dígame que sucede. —Quiso saber Martin, intentando abstraerse de lo que sucedía a su alrededor.
Varios fotográfos gráficos trataban de obtener una instantánea del momento, mientras eran repelidos por estólidos agentes de policía que trataban de formar un cordón por el que avanzaban Martin y el ayudante del director.
—¿Qué es tan importante, como para sacarme del juicio del año?
Ya en el exterior se encaminaron sin pausa hacia un Lincoln Navigator negro que aguardaba en la puerta. Sendos agentes del FBI se encontraban custodiando las puertas del vehículo y las abrieron en cuanto los dos hombres llegaron a su altura. Martin pudo distinguir el bulto de las armas tensando la tela de sus trajes oscuros.
En ese momento, mientras se hacía a un lado para que Martin accediese al interior del vehículo, el ayudante del director se limitó a decir:
—El Artista ha regresado.