4

LANSDOWNE, ANN ARBOR, MICHIGAN

Antes de refugiarse en la cabaña de Montana, Gareth Jacobs Saunders había vivido en una casa de estilo ranchero localizada en un barrio residencial de Ann Arbor, la ciudad de los árboles. De una sola altura y ladrillo visto, la casa no era demasiado grande, ni ostentosa, tenía un tejado bajo de dos aguas y un garaje anexado a la vivienda. Desde fuera, no destacaba nada con respecto a las casas vecinas, era una casa como la demás. El pequeño jardín frontal, cuidado con esmero, cumplía con la regulación del cuidado y mantenimiento de jardines del vecindario; esa regla no escrita que determinaba la longitud de la hoja del césped, el tipo de árboles que se podían plantar, el color de las flores y todas esas cosas tan importantes para una barriada residencial de los suburbios. Viéndola uno pensaría inmediatamente que albergaba a la típica familia media norteamericana, no era difícil imaginar al cabeza de familia llevando a sus hijos al cercano estadio de football de la UM (Universidad de Michigan) o a pasar un día de picnic en el Parque Lansdowne.

Sin embargo, en la casa del 2260 Greenview Drive no había nada de eso. En su interior, no existía el amor familiar, no había risas juveniles, ni juegos infantiles en el desayuno. Sus habitaciones no cobijaban sueños para el futuro, no habían presenciado el primer beso de un amor adolescente, ni cobijaron bajo sus sábanas blancas el baile íntimo de dos amantes o la concepción de una nueva vida.

La casa del 2260 Greenview Drive ocultaba el horror más terrible de todos. El horror humano.

Gareth Jacobs Saunders no era un nativo de Anne Arbor o un «townie» como gustaban de llamarse a sí mismos. Había traído su monstruosa existencia de otro lugar, desconocido hasta la fecha, pues el FBI no había conseguido desenterrar el pasado de Saunders antes de establecer su residencia en la ciudad. Era como si no hubiera existido.

Los seis componentes del equipo IRGC de la Oficina Federal de Michigan se acercaron con precaución a la vivienda. Iban equipados con el uniforme completo y armados con subfusiles Heckler & Koch MP-5A1 de culata retráctil. Los agentes recorrieron los últimos metros del recortado césped encogidos sobre sí mismos y en fila india. El briefing táctico había especificado la posibilidad de que Saunders estuviese armado y fuese altamente agresivo por lo que los agentes del IRGC se protegían con el cuerpo del compañero que caminaba en primera posición y, a su vez, este lo hacía tras un escudo antidisturbios fabricado con policarbonato transparente. En la cabecera, un segundo agente que portaba una barra Halligan, dio la orden de avanzar hasta la puerta. La barra Halligan era una herramienta inventada en los cuarenta por el jefe de bomberos del Departamento de Nueva York y que consistía en una hoja y un pico, soldados entre sí, que se utilizaba para la apertura rápida de puertas y verjas.

Cuando llegaron a la puerta, el agente que portaba la Halligan introdujo la hoja en el quicio y la forzó con un fluido movimiento. Al unísono, todo el equipo táctico se desperdigó por la casa para neutralizar y detener a los posibles ocupantes.

La casa estaba vacía.

El agente especial Martin Cordero se encontraba en la retaguardia, protegido tras la voluminosa masa de un Lincoln Navigator de color negro, cuando se distribuyó el mensaje de que la vivienda estaba despejada. Enfundó su semiautomática y se dirigió hacia la casa. Un agente del IRGC apareció de repente en la puerta y le hizo señas para que le siguiera. Desde el interior, alguien lanzó un grito.

—Aquí hay algo.

El agente de la puerta desapareció por unos instantes y regresó para dirigirse a Martin.

—Agente, será mejor que vea esto.

La reforzada puerta se encontraba oculta tras un panel de madera, debajo del hueco de las escaleras. Estaba cerrada bajo llave. Dos de los miembros del IRGC se colocaron a ambos lados, las armas preparadas para entrar en acción. Un tercero adosó una palanqueta junto a la cerradura y les lanzó una mirada a cada uno antes de forzar el panel metalizado. Martin empuñó con fuerza su propia pistola y apretó los dientes.

La jamba estalló con sonoro chasquido metálico que reverberó en la oscuridad. Ante ellos se abrían unas empinadas escaleras de hormigón y travesaños metálicas que descendían hacia la entrañas de la tierra. Martin dio un paso adelante dispuesto a dejarse engullir por la negrura del sótano pero el agente del IRGC que había manipulado la puerta le detuvo sujetándole por un hombro. Luego hizo una seña a sus compañeros, quienes encendiendo las linternas que llevaban adosadas a sus MP-5A1, comenzaron a descender. El otro agente les imitó sin dilación.

Y tras ellos, Martin.

El aire en el interior del sótano estaba sorprendentemente seco pero fresco al mismo tiempo. Debe haber algún tipo de sistema de climatización, pensó Martin, como el de una bodega. Resultaba evidente que aquel no era un sótano común, del tipo en el que uno iba acumulando los trastos viejos. Los crujidos que hacían sus pisadas en el suelo de cemento de la escalera restallaban en la cabeza de Martin, quien apretaba con tanta fuerza su pistola Sig Sauer que tenía los nudillos blancos como el mármol. Y entonces, llegaron hasta lo que parecía un pasillo.

El agente del IRGC que iba en cabeza hizo un barrido con su linterna pero no consiguió traspasar la oscuridad que les rodeaba. La linterna, aunque de pequeño diámetro, emitía un haz de luz muy potente pero ineficaz ante la densa oscuridad que dominaba el sótano, cuya extensión parecía abarcar toda la superficie bajo la casa. Con toda la precaución de que fue capaz, el agente abandonó los escalones y puso un pie en el suelo buscando a ciegas un apoyo sólido.

De repente, en rápida sucesión, una hilera de luces fluorescentes se encendieron en el techo e iluminaron todo de pasillo.

Y el horror les dio la bienvenida.

Macabras esculturas hechas con restos humanos decoraban las paredes encaladas del pasillo. Como si estuviesen contemplando la exhibición de una galería de arte, brazos, piernas, torsos, incluso cabezas humanas, aparecían unidas entre sí y formaban grotescas figuras que colgaban de las paredes y el techo. Aquí, había una hilera de brazos y manos que brotaban del muro encalado como si quisiesen acariciar a quien caminase por el pasillo. Allá había tres torsos humanos entrelazados que formaban un demencial asterisco. En el techo, un grupo de piernas unidas por la cadera, giraban imitando las aspas de un ventilador infernal.

Los agentes del IRGC que acompañaban a Martin parecían desorientados, como si no supieran donde mirar. Uno de ellos se dobló sobre sí mismo y vomitó en sus propias botas. Otro manoteaba en busca de la radio para pedir ayuda. Martin apagó su linterna y se adentró en el pasillo procurando no rozarse con ninguna de las horribles esculturas. Estaba mesmerizado por el espectáculo.

El techo del sótano se encontraba surcado de gruesas vigas de madera que sostenían la vivienda que se levantaba por encima de ellos. Casi toda la superficie de las vigas se encontraba decorada con rostros humanos arrancados de sus dueños. Caras despellejadas de todo tipo de razas, edades y sexos. A Martin le fascinaba la inmensa variedad antropológica, había por lo menos cincuenta rostros, y ninguno tenía rasgos similares. También le espeluznaba que alguien pudiera construir aquella abominación en pleno barrio residencial de Ann Arbor, sin que nadie se hubiese percatado de nada, sin que ningún vecino hubiese sospechado. A su espalda, pudo escuchar los pasos de nuevos agentes del IRGC descendiendo por la escalera y, a continuación, las maldiciones que lanzaban ante el espectáculo. Y más vomitonas.

—Agente Cordero. —Llamó el agente Carruthers, responsable de la operación—. La casa está despejada. No hay ni rastro de Gareth Jacobs Saunders. ¿Qué tienen aquí abajo?

Martin se giró sobre sí mismo y contestó:

—Dolor. Mucho dolor.

El otro se limitó a señalar el final del pasillo y preguntó:

—¿Alguien ha revisado aquella zona de allí?

Martin echó un vistazo por encima del hombro del líder de la unidad y contempló al resto de los agentes del IRGC con las caras descompuestas y los ojos abiertos como platos de puro terror.

—Supongo que nos tocará hacerlo a nosotros. —Dijo—. Sus hombres no parecen estar en muy buena forma.

El agente se encogió de hombros, impasible. Carruthers era el equivalente a un armario ropero con las venas de los brazos gruesas como cuerdas y un corte de pelo homogéneo de medio centímetro de longitud que sería la envidia del marine más celoso de las normas. Sus gélidos ojos grises miraban a un lado y a otro como si escanearan cada detalle del lugar.

—No será peor que limpiar de alimañas el sótano de mi casa. —Retortó, alzando su MP-5A1.

A pesar de la confianza de la que hacía gala el agente del IRGC a Martin le latía el corazón con fuerza, sentía que, de repente, su pecho quisiera estallar de pura aprensión. Sin embargo, siguió a Carruthers en silencio y dejó atrás la macabra exhibición. Al acercarse al final del pasillo, Martin advirtió que había otra habitación al otro lado de la pared blanca. Un falso panel encalado ocultaba el acceso a la vista de quien no se fijase demasiado. Dio unos golpecitos en la espalda del agente y le señaló el lugar.

La habitación era espaciosa y carecía completamente de mobiliario, si exceptuamos la moderna mesa de autopsias que había en su epicentro. Todo el lugar olía a antiséptico y a algo más. El olor cobrizo de la sangre, que flotaba en el ambiente como una miasma. Junto a la mesa de acero inoxidable, un carrito de quirófano contenía la más horripilante colección de instrumentos de tortura que Martin había contemplado jamás. Aquellas eran las herramientas de un demente.

—¿A quién demonios estamos buscando? —pregunto horrorizado Carruthers—. Este tipo no está bien de la azotea.

Martin no contestó inmediatamente, espeluznado levantó la mirada de la mesa de autopsia y observó el techo de la habitación. Se encontraba coronado de espejos. Soltó un grito ahogado. Dios mío, pensó, están ahí para que sus víctimas puedan contemplar los tormentos a las que son sometidas.

En el otro extremo del pasillo, se podían oír los pasos y las exclamaciones de pavor del resto de agentes del equipo del IRGC. Sin más dilación, Martin y el agente Carruthers terminaron de registrar la habitación sin descubrir nada más que la mesa de autopsias, en cuyo centro había un desagüe que aún contenía restos de sangre y cabello de la última víctima desdichada que estuvo allí amarrada.

—Aquí no hay nada más. —Informó Carruthers, pero Martin no estaba tan seguro. Sentía que algo se escapaba a su comprensión, que había pasado por alto algo sumamente importante… El nivel de suelo, pensó. Y a continuación lo repitió en voz alta.

—El suelo parece estar más alto en esta parte que en la entrada.

El agente Carruthers lo miró con extrañeza.

—No comprendo a qué se… —Y calló de repente.

Martin se había arrodillado en el extremo más alejado de la habitación y estaba golpeando salvajemente el suelo con la culata de su pistola.

—¿Qué demonios está…? —Carruthers no concluyó la pregunta. Martin había abierto una brecha en el suelo por la que introdujo la mano y, tironeando con fuerza, levantó una sección que tendría unas dimensiones de un metro de ancho por uno veinte de largo.

¡Había descubierto una trampilla en el suelo!

Martin dio un paso atrás sorprendido y horrorizado al mismo tiempo. La trampilla dejaba ver la parte de una caja cortada en los cimientos de la casa que parecía tener un tamaño algo mayor de un ataúd. Carruthers se acercó a él y espió en el interior, dejando escapar un gemido de pavor.

¡En su interior se encontraba la última víctima de El Artista!

Antemortem
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
nota_autor.xhtml
I.xhtml
cap1.xhtml
cap2.xhtml
cap3.xhtml
cap4.xhtml
cap5.xhtml
II.xhtml
cap6.xhtml
cap7.xhtml
cap8.xhtml
cap9.xhtml
cap10.xhtml
cap11.xhtml
cap12.xhtml
cap13.xhtml
cap14.xhtml
cap15.xhtml
cap16.xhtml
cap17.xhtml
cap18.xhtml
III.xhtml
cap19.xhtml
cap20.xhtml
cap21.xhtml
cap22.xhtml
cap23.xhtml
cap24.xhtml
cap25.xhtml
cap26.xhtml
cap27.xhtml
cap28.xhtml
cap29.xhtml
cap30.xhtml
cap31.xhtml
cap32.xhtml
cap33.xhtml
cap34.xhtml
cap35.xhtml
IV.xhtml
cap36.xhtml
cap37.xhtml
cap38.xhtml
cap39.xhtml
cap40.xhtml
cap41.xhtml
cap42.xhtml
cap43.xhtml
cap44.xhtml
cap45.xhtml
cap46.xhtml
cap47.xhtml
cap48.xhtml
cap49.xhtml
cap50.xhtml
cap51.xhtml
cap52.xhtml
V.xhtml
cap53.xhtml
cap54.xhtml
cap55.xhtml
cap56.xhtml
cap57.xhtml
cap58.xhtml
cap59.xhtml
cap60.xhtml
cap61.xhtml
cap62.xhtml
cap63.xhtml
cap64.xhtml
cap65.xhtml
cap66.xhtml
cap67.xhtml
cap68.xhtml
cap69.xhtml
cap70.xhtml
VI.xhtml
cap71.xhtml
cap72.xhtml
cap73.xhtml
cap74.xhtml
cap75.xhtml
cap76.xhtml
cap77.xhtml
cap78.xhtml
cap79.xhtml
cap80.xhtml
cap81.xhtml
cap82.xhtml
cap83.xhtml
cap84.xhtml
cap85.xhtml
cap86.xhtml
cap87.xhtml
cap88.xhtml
cap89.xhtml
cap90.xhtml
VII.xhtml
cap91.xhtml
cap92.xhtml
cap93.xhtml
cap94.xhtml
cap95.xhtml
cap96.xhtml
cap97.xhtml
cap98.xhtml
cap99.xhtml
cap100.xhtml
cap101.xhtml
cap102.xhtml
cap103.xhtml
cap104.xhtml
cap105.xhtml
cap106.xhtml
cap107.xhtml
cap108.xhtml
cap109.xhtml
cap110.xhtml
epilogo.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml