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Los lavabos del Palacio de Congresos estaban iluminados con potentes luces fluorescentes que conferían a toda la estancia una atmósfera dura y afilada como la hoja de una navaja.
Samira Farhadi se había dirigido directamente hacia ellos en cuanto salieron de la sala de conferencias para poder refrescarse. La sesión de preguntas o el interrogatorio, como quieras llamarlo, la había dejado muy afectada y necesitaba unos minutos a solas para recomponerse. En la puerta de los lavabos, pidió al coronel Sadeq Golshiri y al empleado de la embajada que la esperasen en el pasillo mientras recuperaba su aplomo y retocaba su aspecto.
La imagen que le devolvió el espejo de sí misma era irreconocible. Estaba hecha un completo adefesio, largos surcos negros descendían de sus ojos y surcaban sus mejillas como raíces de árbol. Abrió el grifo de agua caliente y de un dispensador extrajo varios pañuelos de papel con los que se adecentó lo mejor que pudo. Cuando término, no quedaba ni rastro del rímel corrido y su cara lucía una mayor vivacidad. Hizo una bola con los restos del papel y los arrojó a la papelera antes de girarse y dirigirse a uno de los compartimentos para aliviar su vejiga. Nunca había podido evitar tener ganas de orinar cuando se ponía muy nerviosa.
Sentada en el inodoro no paraba de pensar en el profesor Mesbahi y su horripilante muerte. Estaba segura de que los matones del coronel Golshiri habían tenido algo que ver con ella, pero no tenía manera de probarlo. No podía haber nadie más en el mundo que pudiera querer ver muerto a Saeed.
La doctora recordaba su estancia en Teherán cuando ella y Saeed habían estado trabajando en un proyecto científico sobre física cuántica y redes neuronales, que eran su especialidad. La neurología cuántica trataba de explicar los procesos del raciocinio humano a través de las propiedades de las partículas elementales. Algo apasionante que finalmente podría hacernos comprender exactamente cómo pensamos. Por aquel entonces, el presidente Ahmadineyad había desviado cuantiosas fortunas de los fondos estatales para la investigación científica y sus posibles aplicaciones militares. Y, aunque la doctora nunca supo el interés de este por la neurología cuántica, ni qué beneficio militar esperaba sacar de ella, lo cierto fue que la suya se transformó rápidamente en una de las investigaciones que más fondos amasó. Aquellos fueron buenos años. Al menos, al principio. Más tarde… Bueno, lo que sucedió más tarde, todavía estaba tratando de olvidarlo y Saeed Mesbahi la había ayudado mucho a sobreponerse.
El trabajo de la doctora se había limitado a crear un sistema que recreaba artificialmente las redes neuronales del cerebro y amplificaba su potencial de cálculo. Por aquel entonces, la compartimentalización y el secretismo del proyecto habían impedido que ella tuviese una visión global del mismo y únicamente el líder del proyecto había tenido acceso a toda la información. Desde entonces, ella y Saeed habían hablado mucho sobre el tema y sobre el profesor Massoud Jassim, el co-responsable del proyecto. Uno de los hombres más brillantes que jamás conoció y que, sin duda, hubiera sido la estrella de la actual cumbre científica si no fuera porque su coche fue acribillado a balazos ante la puerta de la Universidad de Teherán, víctima de un horrible atentado terrorista orquestado por el odioso Mossad.
De repente, aguzó el oído. Le había parecido escuchar un extraño sonido al otro lado de la puerta.
—¿Hay alguien ahí? —Preguntó con voz temblorosa, pero nadie contestó.
Pensando que su imaginación le habría gastado una mala pasada, sus recuerdos regresaron a los días que pasó junto a Saeed Mesbahi en Teherán. Habían sido días extraños pero, al mismo tiempo, muy reconfortantes. No sucedía todos los días que un científico dispusiese de fondos ilimitados para llevar a cabo una de sus investigaciones y su relación con Saeed, sin ser nada más que cordial, estaba en su mejor momento. Solían quedarse hasta tarde trabajando juntos en el laboratorio, hablando de muchas cosas, de su trabajo, de las preocupaciones de carrera de ella en un mundo dominado por los hombres y de los horribles asesinatos de científicos que estaban asolando Irán por aquel entonces. Hasta cuatro científicos y doctores habían fallecido en espeluznantes atentados, que eran imputados por los representantes del presidente Ahmadineyad a Israel y a las potencias occidentales que querían frenar, según él, el programa nuclear de su país. Samira siempre había repudiado cuando se mezclaban ciencia y política. Nunca había salido nada bueno de aquel cóctel.
La luz se apagó, de repente.
La doctora contuvo el aliento, en medio de la oscuridad le asaltó una oleada de terror que le encogió el estómago y le produjo una intensa sensación de náuseas. Pensar en todos aquellos horribles asesinatos la había puesto más nerviosa de lo que estaba. Entonces escuchó un ruido como de arrastrar de pies. Necesitaba vomitar a toda costa pero, por alguna extraña razón, pensó que sería mejor no hacerlo. El ruido delataría su presencia. Se encogió sobre sí misma, agarrándose la tripa con ambas manos y aguardó en silencio.
Ahí estaba de nuevo, el arrastre de pies.
Aguardó lo que le pareció una eternidad hasta que el sonido de una cisterna rompió el silencio varios compartimentos más allá. Luego, la luz regresó y ya no le parecía tan dura como antes. Pudo escuchar el borboteo del agua de un grifo mientras la desconocida usuaria del cuarto de baño se arreglaba el maquillaje o lo que fuera que estuviera haciendo. Unos minutos más tarde, el seco chasquido de la puerta al cerrarse dio por finalizada su angustiosa espera encaramada al inodoro. Dejando escapar un suspiro aliviado, dio un paso titubeante fuera del cubículo y se quedó inmediatamente congelada.
¡Estaba segura de que había alguien allí!
No. Aquello resultaba ridículo. No podía haber nadie más en aquel cuarto de baño. Lentamente, con mucha precaución, asomó la cabeza por la puerta del compartimento y se atrevió a echar un vistazo. No había nadie a la vista. Pero no la hizo sentirse mejor. ¿Qué pasaría se hubiera alguien escondido en uno de los cubículos, acechándola? Ella misma acababa de ocultarse en uno durante los últimos minutos y nadie la había encontrado, así que cualquiera podría estar agazapado en cualquiera de los otros, aguardando el momento propicio para abalanzarse sobre ella a la más mínima oportunidad. Lo cual era, desde luego, completamente ridículo. Pero ¿qué le iba a hacer?, se había pasado toda la vida experimentado esa clase de miedos absurdos. No importaba cuántas veces se decía a sí misma que se comportaba como una blandengue, al final, siempre terminaba igualmente de asustada.
No seas tonta y sal de este ridículo cuarto de baño, se recriminó a sí misma. A nadie le caía bien una loca paranoica, de eso estaba segura, y pensó en cómo reaccionaría el coronel Golshiri si la viese en ese momento, paralizada de terror, en medio de un desierto lavabo de señoras. La mirada de sorna y el absoluto desprecio que mostraría ante su debilidad.
La doctora Samira Farhadi estaba convencida de que toda la culpa de su estado de ansiedad la había tenido el coronel del IRGC. Su presencia, acechando en la sala de conferencias como un halcón escudriñando a su presa, la había terminado por poner de los nervios y ahora se encontraba demasiado nerviosa como para pensar con claridad.
Más decidida, dio unos pasos vacilantes hacia los lavabos que estaban montados sobre una pared completamente cubierta de espejos. No podía evitar mirar de soslayo hacia los cubículos que quedaban a su espalda.
Nadie salió, dispuesto a agarrarla.
Poco a poco, fue recobrando la compostura y se acercó finalmente a los lavabos para echarse unas gotas de agua en el rostro y calmar un poco los nervios. No había dado ni tres pasos cuando se detuvo bruscamente y apretó fuertemente las manos contra su pecho.
Sobre la encimera de mármol en la que se encastraban los lavamanos reposaba un envase de plástico transparente. Y, aunque no podía ver con claridad el contenido del envase, algo la decía que no se trataba del almuerzo olvidado de nadie.
Con manos temblorosas manipuló la tapa hasta abrirla por completo. Y contempló horrorizada su contenido. El grito que brotó de su garganta, reverberó por los pasillos del Palacio de Congresos como si fuera el aullido de un alma en pena.