65
Cuando salieron de la embajada y ya daban la jornada por concluida, Paniagua y Olcina se dirigieron directamente al domicilio del inspector. No había mucho más que pudieran hacer y ambos necesitaban unas cuantas horas de descanso.
El Renault Megane conducido por el subinspector lidiaba con el tráfico mientras este se concentraba excesivamente en lo que tenía frente a su nariz.
—¿Cuándo va a hablarme de ese ligue suyo?
Raúl Olcina no contestó inmediatamente, pisó a fondo el acelerador y sorteó a un motorista que estaba circulando entre los coches de manera temeraria.
—Deberían retirar el carné a todos los idiotas que conducen de esa manera. —Gruñó—. Un día me voy a hacer instalar unas puñeteras barras en los laterales del coche para mandar a todos los motoristas que circulen entre el tráfico a la puta cuneta.
Paniagua esperó paciente. Al cabo de unos segundos, el subinspector contestó a su pregunta.
—¿Qué quiere que le diga, jefe? La chica me gusta, me hace olvidar la mierda con la que nos encontramos a diario.
—No se exalte, Olcina, me tiene sin cuidado su vida privada, pero no puedo obviar el hecho de que le notó cada vez menos centrado en lo que hace.
—Ahí está el problema.
—¿Qué problema?
—Para usted el trabajo parece ser lo único que es importante y Neme me ha enseñado que hay otras cosas. El trabajo es solo trabajo, No deberíamos permitir que definiese nuestras vidas.
—Quizá sí, quizá no. —Concedió Paniagua, ceñudo—. Pero le necesito al ciento por ciento en el caso. Y no osemos olvidarnos de El Ángel Exterminador, estamos en un punto muerto con esa investigación y no creo que dure demasiado la mano ancha del Jefe Beltrán. Si no obtenemos resultados pronto, nos lo quitará de las manos y se lo dará a los de Homicidios para que lo entierren con todos los demás casos sin resolver que acumulan.
Hizo una significativa pausa y prosiguió:
—Hay demasiadas vidas humanas en juego, Olcina. No podemos permitirnos el lujo de estar pensando en temas de faldas.
—Vale. Ya le avisaré cuando me suceda, jefe.
Se produjo un silencio entre ambos que se prolongó hasta que llegaron a la casa del inspector. Este había dedicado todo ese tiempo a preguntarse si realmente el trabajo le había absorbido tanto como para que dirigiese su vida, como había dicho el subinspector, y llegó a la conclusión de que probablemente así había sucedido. Pero el problema no era el trabajo sino su propia desconexión con las cosas que pasaban a su alrededor. Con la excepción de su afición por la música de jazz existían pocas cosas en la vida que le brindasen cualquier tipo de emoción. Estaba congelado por dentro. Pero él fingía que no se daba cuenta. Su mente rechazaba esa realidad aunque su corazón le dijera todos los días que así sucedía.
La verdad era que el trabajo parecía ser lo único que suscitaba su interés y alentaba sus emociones. No tanto porque cada investigación se convertía en un duelo de intelectos entre él y los criminales a los que perseguía, como por el hecho de hallar justicia para aquellos que habían sido cruelmente asesinados. Aunque quizás lo que verdaderamente pasaba era que se ocultaba tras sus casos para seguir negándose a reconocer su problema. No lo sabía.
Se sintió repentinamente exhausto.
Cuando cruzó el umbral, la casa estaba vacía, ausenta de todo vestigio de vida. Recordaba vagamente que Consuelo había comentado el día anterior algo acerca de ir a visitar a su hermana, pero no tenía ni idea de dónde podía estar su hija a esas horas de la noche. Frunciendo el ceño se dirigió a la cocina, tenía grabado un partido de fútbol de la Liga de Campeones europea que se había disputado la semana anterior y, desde entonces, tenía intención de verlo. Se preparó un sencillo sándwich de jamón, tomate y lechuga, se abrió una cerveza y encendió el grabador.
Al cabo de un rato, escuchó el ruido de la puerta. El partido ya estaba bien entrado en la segunda parte y su equipo le llevaba una cómoda ventaja de dos goles al rival. De algún modo, eso lejos de provocarle placer había convertido el encuentro en un puro aburrimiento, un monólogo de juego del mismo equipo, y estaba perdiendo el interés.
—¿Dónde está Gabriela? —Preguntó cuando su mujer se acercó para saludarle con un beso en la mejilla.
Ella fingió sorpresa, por su gesto parecía que hubiese sentido un regusto amargo en la boca.
—¿No está en su cuarto? No me dijo que fuera a salir.
—¿Por qué tengo la sensación de que no me estás diciendo la verdad? —Le reprendió.
Consuelo estalló en cólera. Una cólera fría, comedida, de las peores. Sin levantar la voz, con el mismo tono con el que hubiera acusado a un camarero de servirle un plato equivocado, contestó:
—¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves a tratarme como si fuera uno de tus sospechosos?
Sus ojos estaban encendidos.
—No pretendía… —Trató de justificarse el inspector.
—¿Qué? ¿No pretendías qué? ¿Poner en duda mi manera de cuidar a la niña? ¿Acusarme veladamente de que no me preocupo de nuestra hija adolescente?
—No es eso, como siempre estás sacando todo de quicio.
Consuelo le ignoró y continuó con su discurso, el mismo de siempre. Una vez que comenzaba resultaba imposible desviarla de su rutina habitual.
—La mayor parte del tiempo estás fuera de casa, investigando uno de tus crímenes, atrapando a otro asesino. Te has perdido los últimos cumpleaños de Gabi, las vacaciones del pasado verano, su viaje de fin de curso… Y todavía tienes la desfachatez de acusarme a mí de algo.
Paniagua comenzó a sentir el enojo apoderarse de su cuerpo.
—¿Lo ves? A eso me refiero. Solo he preguntado por nuestra hija y tú has explotado como un petardo en San Isidro.
Consuelo le lanzó una mirada resentida. Sus discusiones siempre terminaban igual, más de lo mismo. A ojos de la mujer, Paniagua siempre estaba demasiado ocupado con su trabajo, demasiado distraído con atrapar delincuentes, como para prestarle la debida atención a su familia.
—Estás exagerando un poquito, ¿no? No te das cuenta pero siempre haces la misma cosa.
—¿A qué cosa te refieres? —Quiso saber el inspector, aunque ya conocía la respuesta a esa pregunta. La sensación de déjà vu era irritante.
—Cada vez que saco a relucir tu distanciamiento, terminas por no reconocerlo y me acusas de que todo está en mi cabeza. —Respondió Consuelo con amargura—. Como si yo fuese una especie de neurótica o algo parecido, cuando la realidad es muy diferente.
El inspector dejó escapar un prolongado suspiro malhumorado, necesitaba templar los ánimos o no llegarían a ninguna parte. Como siempre.
—Entonces, ¿sabes o no dónde está Gabriela? —Hizo una mueca involuntaria, la pregunta había sonado más como un ultimátum que como un cambio de tema para desactivar la discusión. Lo intentó de nuevo—: Mira, son más de las diez de la noche y estoy preocupado. Nada más.
Pero ella se mantuvo en silencio, obstinada, con la cabeza apuntando hacia el suelo.
—Consuelo, ¿por qué no…? —Insistió irritado.
Entonces ella levantó la vista hacia él y vio que estaba llorando. Paniagua abrió la boca para apaciguarla cuando el timbre de su teléfono móvil retumbó en el silencio de su sala de estar. El inspector carraspeó unos segundos antes de contestar.
—¿Dígame?
—Inspector Paniagua, le llamo desde el Hospital Niño Jesús, soy el agente Jesús Delgado de la policía municipal.
A Paniagua le dio un vuelco el corazón. Oh, no. No, no, no, no.
—¿Qué ha sucedido? ¿Por qué me llama a estas horas?
—Es una llamada de cortesía, inspector. Se trata de su hija. Gabriela Paniagua. —Respondió el agente al otro lado de la línea, con voz grave, silabeando el nombre como si Paniagua no supiera cómo se llamaba su propia hija—. Esta noche, a eso de las veintiuna cero cero según el parte de alta hospitalaria, fue ingresada por una sobredosis de sustancias estupefacientes…
—¿Cómo dice? ¡Tiene que ser un error! —Gritó el inspector, interrumpiéndole.
—Lo siento, señor. No hay ningún error, su hija ha sido identificada positivamente. No hemos contactado a los familiares más rápidamente porque hasta hace escasos minutos no hemos podido hablar con ella. Estaba… eeer… —El agente vaciló levemente, antes de seguir—, …sufriendo una intervención de urgencia.
El inspector se quedó unos instantes inmóvil, aturdido, tratando de digerir lo que estaba escuchando. La mano que agarraba el teléfono temblaba ligeramente y trató de controlarse. A su lado, su mujer trataba de decirle algo, pero era incapaz de entenderlo.
—¿Qué clase de intervención?
—Su hija se encuentra bien y esta fuera de todo peligro pero debería venir al hospital, señor. —El agente ignoró, incómodo, la pregunta—. Y traigan algo de ropa y aseo para la joven porque los médicos me han informado de que pasará esta noche en observación.
—Salgo para allá inmediatamente.
Y colgó.
—¿Qué pasa, Arturo? —Preguntó Consuelo, alarmada, sus lágrimas se habían evaporado y dejaban paso a algo mucho peor: el miedo—. ¿Se trata de la niña? ¿Qué le ha pasado a mi Gabi?
—Gabriela… —musitó.
Paniagua no pudo detener los espasmos por más tiempo. Dejó que la adrenalina sacudiera su cuerpo mientras Consuelo le miraba fijamente, conteniendo el aliento, aguardando a que se calmase lo suficiente para poder explicarse. El pánico amenazaba con apoderarse de ella de un momento a otro. El inspector se secó las lágrimas y respiró profundamente.
—La niña… —Volvió a intentarlo—. Gabriela está en el hospital, ha sido ingresada por consumo de drogas. Está bien, fuera de peligro, pero pasará la noche en una unidad de vigilancia.
Consuelo le miraba con esa expresión anonadada que tienen algunas víctimas de tráfico inmediatamente después de ver el estado en el que ha quedado su vehículo, como si no creyeran realmente que pudieran seguir con vida. Estaba paralizada.
—Necesitamos meter algunas cosas en una bolsa y salir para el hospital. —La apremió con suavidad.
—¿Cómo…? ¿Qué ha pasado?
—¡Consuelo! Eso no es importante ahora. Busca en su cuarto y mete en la bolsa de viaje algo de ropa, una muda, productos de aseo. Lo necesario para que pase esta noche de la manera más cómoda posible.
Ella asintió, saliendo lentamente de su estupor.
El inspector se quedó muy quieto en medio de la sala de estar. El rítmico sonido de su corazón atronaba en sus oídos con la intensidad de los pistones de un motor V12 y se obligó a sí mismo a calmarse. No iba a ser de gran ayuda si le daba un síncope cardíaco o algo parecido. Cinco minutos después, estaban en camino a bordo de un taxi cuyo conductor le gritaba sin parar a la tertulia política que estaba escuchando por la emisora de radio.
—Es una vergüenza lo que está sucediendo en este país. Un puto chiste eso es lo que son nuestros políticos, todos corruptos y mangantes. ¿No les parece?
El inspector Paniagua meneó la cabeza tristemente. Solo podía pensar en su hija.