62

El grupo que formaba la Brigada Especial de Homicidios Violentos estaba reunido en una de las salas de conferencia del complejo policial de Canillas. Todos los presentes revisaban los informes forenses y las pruebas que tenían sobre la mesa. Un montón de fotografías tomadas por la Policía Científica, impresas en papel fotográfico en tamaño dieciséis por veinte, estaba diseminado encima de la superficie de madera.

Martin Cordero no pudo evitar fijarse en el detalle de que el subinspector Olcina hacia todo lo posible por no centrar la mirada sobre ninguna de ellas. Aquel hombre tenía serios problemas para soportar la visión de la sangre, incluso la impresa.

Los rostros de todos reflejaban la sensación de derrota que experimentaban y el malestar que sentían por tener que estar en aquel lugar en vez de en casa con sus familias. El ánimo del grupo se encontraba en su punto más bajo y en algunas caras la ira bailaba a flor de piel, como un sarpullido enrojecido.

—Todos sabemos lo terrible que ha sido perder a la doctora, pero no ha sido culpa nuestra. No tiene sentido mortificarse sobre ello. —Comenzó a decir el inspector Paniagua—. Tampoco tiene sentido que dirijan sus iras hacia el coronel Golshiri. Es bueno sentir ira, es como verter gasolina en un incendio, simplemente diríjanla hacia el asesino y a duplicar sus esfuerzos para atraparlo.

Hizo una pausa y, uno a uno, miró a los ojos de cada uno de ellos.

—Cuando toda esta maldita investigación haya terminado y el monstruo que acabó con las vidas del profesor Saeed Mesbahi y de la doctora Samira Farhadi se encuentre entre rejas, yo mismo me encargaré de hacerle pagar al coronel su responsabilidad en la muerte de la doctora.

Y centrando su atención en el psicólogo criminal del SAC.

—Claver, ¿qué puede decirnos sobre la motivación del asesino? ¿Alguna idea de loquero que realmente sirva para atraparle?

El interpelado se irguió en su sillón e hizo un montoncito con los papeles que tenía frente a sí mientras ordenaba sus ideas.

—Bueno, con la doctora el asesino ha cambiado el género de la víctima por lo que podemos descartar casi totalmente que se trate de crímenes sexuales.

—Salvo que sea un sádico y solo le ponga torturar a otro ser humano. —Intercedió el subinspector Olcina, con gesto hosco.

Marc le ignoró.

—Además, es organizado y paciente. Amputar la mano, el tiro de gracia y, sobre todo, estarcir su mensaje en el espejo. Todo eso necesita tiempo y, sin embargo…

—Sin embargo, fue lo suficientemente descuidado como para olvidarse de recoger el casquillo de la bala que mató a la doctora. —Concluyó la frase Martin—. Eso añade otra inconsistencia más a su perfil.

—Exactamente. Otra cosa más… —Marc ojeó durante un instante sus notas sobre la autopsia de Saeed Mesbahi—. Los análisis toxicológicos muestran niveles altos de heparina en el profesor. Un anticoagulante, sin duda, utilizado para ayudar a que la víctima se desangrase más rápidamente.

—Los anticoagulantes de acción rápida, como la heparina, son generalmente utilizados para tratar cirugías cardiovasculares, el doctor estaba en buena forma física así que es dudoso que estuviese bajo tratamiento. —Martin se detuvo, pensativo—. No tiene sentido que el asesino quisiera que las víctimas se desangrasen cuanto antes. Pienso que su verdadera intención es más práctica, como diluir la sangre para poder manipularla fácilmente a la hora de dibujar su firma. La sangre humana pierde rápidamente su estado líquido al contacto con el aire.

Durante un buen rato, el silencio se apoderó de la sala de conferencias mientras cada uno de los presentes lidiaba a su manera con la imagen de la pobre doctora Farhadi desangrándose inexorablemente mientras el asesino se dedicaba a garabatear su sangriento grafiti.

—¿Huellas digitales en el espejo? —Preguntó Paniagua, finalmente.

—Nada, ni siquiera parciales. —Respondió Raúl Olcina—. Probablemente, usó guantes de látex como los de los médicos. Y el forense ha confirmado que las huellas de las manos en ambos espejos correspondían con las manos amputadas.

—Quizás todo esté relacionado con algún tipo de castigo que el asesino quiere infligir a sus víctimas. —Sugirió Marc Claver, con gesto contrito—. Después de todo, limpió concienzudamente ambas manos y se las envió en un paquete a las víctimas.

Hizo una pausa y consultó sus notas.

—La avulsión en los países musulmanes se utiliza como castigo a cierto tipo de criminales. Creo que está contemplada en el Corán. Aunque estoy seguro que no dice nada sobre desangrar a nadie en vida.

Martin asintió.

—Es cierto, la aleya número treinta y ocho de la quinta Sura del Corán[23], impone como pena disuasiva la amputación de la mano a aquellos que hayan cometido un delito de robo. «Al ladrón y a la ladrona», dice textualmente, y el castigo está ordenado por el propio Alá.

—¿Disuasiva? ¡Y una mierda! —Masculló Olcina—. Ese castigo es un claro ejemplo de cómo se las gastan en esos regímenes opresivos. Seguro que no le cortan el pito a quien le pone los cuernos a su mujer, porque ese es un delito de hombres poderosos.

A Marc Claver se le escapó una risita que fue inmediatamente cortada en seco por la mirada severa del inspector Paniagua.

—Perdón. —Dijo, avergonzado—. No pretendía…

Martin salió al paso continuando con su explicación, concentrado.

—Sin embargo, me temo que Marc se equivoca. La avulsión no implica la amputación traumática de la extremidad, en la actualidad ese tipo de penas se lleva a cabo en la más estricta observación quirúrgica. La República Islámica de Irán es uno de los países donde todavía se practica e incluso en 2013 se difundieron unas imágenes que mostraban como cinco reclusos de la prisión de Hamedan sufrían la amputación de dedos y manos por el delito de robo. Al parecer, utilizaron una novedosa máquina para llevar a cabo los castigos.

—Entonces, si solo quiere castigarlos por algo que hicieron o que robaron, ¿por qué dispararles en la cabeza? —Preguntó Arturo Paniagua, con incredulidad, ahondando en el motivo—. No tiene sentido.

Martin negó con la cabeza.

—No creo que el asesino les esté castigando realmente por algo material, ni siquiera pienso que le robasen nada, aunque en su cabeza sí pueda verlo de esa manera. Necesitamos descubrir qué tienen en común y qué es lo que hicieron para provocar la ira del asesino. —Explicó—. Anoche hice una búsqueda combinada en Internet de la doctora Farhadi y del profesor Mesbahi y descubrí que ambos habían participado en un proyecto conjunto para el SESAME[24].

—¿Se puede saber qué demonios es el SESAME?

—Es un proyecto científico conjunto de los países del Oriente Próximo, similar al CERN europeo, para auspiciar experimentos de índole científica con un mismo fin común: promocionar todos los campos de la Ciencia entre los países musulmanes. —Explicó Martin.

—¿Qué tiene que ver todo eso con nuestro caso? —Intervino Raúl Olcina.

—Al parecer, los doctores Massoud Jassim y Amir Sadr, ambos iraníes y relacionados con el proyecto del SESAME, fueron asesinados en sendos atentados terroristas supuestamente orquestados por el Mossad. —Prosiguió el agente del FBI, fijando la mirada en el inspector Paniagua—. La investigación de ambos homicidios fue dirigida por el coronel Sadeq Golshiri en colaboración con la policía iraní.

Paniagua se echó para adelante como si aquella revelación fuera a traer consigo la resolución del caso.

—¿Piensa que tiene alguna relación? Ahí existe un nexo. Si el coronel conocía a ambas víctimas antes de la cumbre, ¿piensa que sabe quién es el asesino?

Un incómodo tic le tensó la comisura de los labios. Martin había notado que dicho tic le aparecía cuando pensaba que iba a escuchar algo que no iba a ser de su agrado.

—Lo desconozco. —Respondió, con honestidad—. Al parecer, ambos atentados estuvieron relacionados con el proyecto nuclear iraní más que otra cosa y parece probado que los israelíes tuvieron mucho que ver en las muertes. Pero no consigo quitarme de la cabeza las palabras de la doctora y de que el coronel sabe más de lo que aparenta.

La boca del inspector volvió a fruncirse.

—Un momento, el coronel Golshiri es una basura inmunda, no voy a discutir eso, pero de ahí a pensar que esconde la identidad del asesino… No me lo trago.

Martin negó lentamente.

—No digo tal cosa, pero resulta demasiada coincidencia que exista una conexión entre el coronel y las víctimas. Y ya sabe, inspector, lo que suele pasar con las coincidencias en nuestra profesión.

—Que son como los Reyes Magos, sí lo sé. —Paniagua reflexionó unos instantes—. Bien, intentaré tener una conversación oficial con el coronel Golshiri a través de su embajada pero sigo pensando que será una completa pérdida de tiempo.

Y volviéndose hacia Marc Claver, preguntó:

—¿Qué más tenemos?

Antes de responder, Marc se levantó de la mesa se dirigió al fondo donde había dispuesta una mesa auxiliar con termos de café y se sirvió una taza.

—Pues mire, inspector, siguiendo con la idea de Martin, estos científicos pueden ser muy celosos de sus descubrimientos. Nadie quiere compartir la gallina de los huevos de oro y un experimento exitoso se convierte en montones de dinero, el Nobel, etc. —Aventuró Marc—. Quizás el profesor y la doctora usurparon la idea de alguien. Ambos eran científicos y trabajaron juntos en el SESAME, bien podrían haberle quitado el descubrimiento a otro de sus colegas.

—¡Buena hipótesis! —Aplaudió Raúl Olcina—. La verdad es que tiene todo el sentido del mundo. Al final, todo se reduce siempre a lo mismo: la pasta.

—Eso nos deja como sospechosos a cualquiera de los otros científicos que viajan con la comitiva. —Aceptó el inspector, aunque parecía dudoso—. Pero ¿cómo vamos a saber cuál de ellos es también un psicópata? No creo que el coronel Golshiri, ni su gente, se apresuren a prestarnos su ayuda para acusar a uno de sus eminentes científicos de asesinato.

Entonces, su voz adquirió un tono más apremiante.

—¿Agente Cordero, tiene algo más que añadir? ¿Puede adelantarnos un perfil del hombre al que buscamos?

Martin había estado ajeno a la conversación por unos instantes y tenía el ceño fruncido, como si estuviese tratando de resolver un complejo problema matemático.

—Creo que nos encontramos ante un asesino que ha aprendido a serlo, lo cual encaja con la teoría de Marc. Pero no creo que sea un psicópata en el más puro sentido del término, de ahí las notables inconsistencias de su perfil.

—¿Quiere explicarse? —Le instó el subinspector Espinosa, otro de los miembros de la brigada que había permanecido en silencio hasta ese momento. Tenía el gesto torcido, y parecía molesto porque el ex agente del FBI hubiera utilizado más jerigonza psicológica para contestar, como si le costase seguir el hilo mientras tomaba notas en su pequeña libreta negra.

—Pienso que el asesino ha sufrido una alteración traumática de su personalidad que lo incita a matar, muy posiblemente por venganza o para castigar a sus víctimas, como ha apuntado Marc Claver. —Se explicó, Martin—. Los asesinatos no son casuales, no son producto de la oportunidad, las víctimas no han sido elegidas al azar sino siguiendo un patrón muy determinado que todavía desconocemos. Son crímenes definitorios de la personalidad del asesino y se refleja así mismo en la metodología que emplea.

Martin parecía buscar las palabras y eso incomodaba aún más al subinspector que escribía y tachaba lo que escribía con la misma velocidad que un escolar deletreaba en su cartilla.

—Es decir, si el asesino amputa la mano izquierda a sus víctimas es porque esta significa algo especial para él. Ya hemos determinado que no es zurdo así que tiene que ser algo más, por ejemplo, pudo ser herido de cierta gravedad en algún momento y su atacante era zurdo, por eso su fijación se centra en esa mano.

Guardó silencio por unos instantes y entonces preguntó:

—¿Sabemos si las víctimas usaban la mano izquierda?

—No sabría qué decirle respecto al profesor Mesbahi pero usted y yo estuvimos con la doctora antes de que fuera asesinada y ella usaba la mano derecha.

—Entonces tiene que ser algo que le pasó al asesino. La mano izquierda es importante para él y por eso la mútila de esa manera.

En ese preciso instante, Raúl Olcina se levantó apresuradamente de su sillón. Tenía el rostro encendido, excitado.

—¡Jefe, y si el muy cabrón ha sufrido él mismo la amputación de su mano! Quizás en un accidente de trabajo y culpe de ello a sus colegas…

—Bueno, ahí tendríamos un motivo… —Concedió, el inspector.

—Pero saltar de culpar a alguien a matarlo es otra cosa. —Intercedió Marc Claver, interrumpiendo al inspector quien le fulminó con la mirada, aunque se mantuvo en silencio—. Algo, desde luego, está claro y es que tengo la impresión de que nuestro asesino es un narcisista. Quizás sufre de complejo de Dios o de megalomanía. Quizás otra cosa.

—¿Y por eso dispara a sus víctimas a la cabeza? —Preguntó Espinosa, en ese momento. Aliviado por poder olvidarse de su libreta durante unos segundos.

—Empiezo a creer que de eso se trata. Algo que dijeron o hicieron las víctimas le condujo a un acceso de furia y no pudo contenerse. —Marc se encogió de hombros—. Es irremediable, como perder el control de las acciones de uno, tan solo al cabo de un rato puedes recobrar la compostura pero ya no tienes el ánimo de concluir lo que has ido a hacer.

Martin negó con la cabeza, meditabundo.

—Los narcisistas son propensos a tener violentos ataques de furia cuando las cosas no funcionan de acuerdo a sus planes y, sin embargo, el asesino se toma el tiempo necesario para dejar un grafiti con la sangre de sus víctimas.

Marc volvió a encogerse de hombros.

—Ya hemos establecido que es paciente. Deja a sus víctimas desnudas y atadas en medio de la escena, para causar el mayor impacto posible sobre quienes las encuentra. Eso indica que quiere destacar, obtener algún tipo de notoriedad, como los narcisistas.

—¿Porque no obtiene el reconocimiento que cree merecerse en su vida personal? —Quiso saber el inspector Paniagua.

—Eso o por su propia obra como asesino. —Aclaró Martin—. Nuestro sospechoso es muy eficiente, ha sido capaz de secuestrar y de matar a la doctora Farhadi delante de las narices del coronel Golshiri en menos de cuarenta y ocho horas. No me sorprendería que buscase algún tipo de crédito por ello.

—Respecto a eso, ¿cómo rayos pudo hacerlo? —Preguntó el inspector—. Es algo que me está carcomiendo por dentro.

—O es más listo que el hambre o quizás sabía de antemano dónde iban a estar y cómo pillarles desprevenidos. —Recapacitó el subinspector Olcina.

—Eso amplía el abanico de sospechosos a los hombres del coronel y a los empleados de la embajada. Estos últimos también tuvieron acceso a esa información.

Martin se removió inquieto en su sillón, algo rondaba por su cabeza. Un pensamiento difuso, fugaz, cruzó su cabeza a la velocidad que solo los pensamientos pueden alcanzar. Entonces, el inspector se incorporó en su sillón, golpeando enérgicamente la mesa con la palma de su mano.

—Bien, todo esto es un comienzo. Busquemos entre los miembros de la comitiva científica a alguien que pueda tener un asunto pendiente con las víctimas, que haya trabajado con ambas y, sobre todo, que haya sufrido un accidente en su mano izquierda.

—Inspector, quisiera añadir que si el sospechoso ha perdido su propia mano, es muy probable que lleve una prótesis. —Martin hizo una pausa, reflexivo—. Dos víctimas en menos de una semana, es un indicio de compulsión que sugiere que volverá a matar muy pronto.

—Entonces, no perdamos más el tiempo.

Martin se quedó un instante de pie, remoloneando, tratando en vano de recuperar aquello que se le había pasado por la cabeza. Pero, se había esfumado. Entonces, el inspector Paniagua le llamó por su nombre.

—Agente Cordero, si tiene un minuto.

Paniagua aguardó a que los otros abandonaran la sala y dijo:

—Los gerifaltes piensan que es usted una especie de gurú de los asesinos en serie.

Martin no dijo nada pero dibujó un ademán con la mano como no dándole importancia al comentario.

—Lo cierto es que no me importa si lo es o simplemente es un gurú de lamer el culo a la persona adecuada, pero si hay algo de cierto en lo que dicen, ayúdeme a atrapar a este monstruo. —Hizo una pausa, apretaba los puños con tanta fuerza que tenía los nudillos completamente blancos—. No más muertes. ¿Está de acuerdo?

Y Martin solo pudo que asentir. Aunque en su interior sabía que todo eso del gurú y la especialización en crímenes seriados no era nada más que sandeces para embellecer las noticias de los periódicos; al final del día, la labor de cualquier especialista en perfiles criminales consistía en tratar con montones de papeleo, ordenadores y esperar a que el asesino cometiese un error que condujese hasta su identificación. Después de eso, los que se divertían de veras, eran los chicos de las unidades especiales que se encargaban de la detención. Para entonces, lo más probable es que Martin ya estuviese hasta las cejas con la investigación de otro asesino más.

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