68
El laboratorio de balística forense se encontraba en un edificio adyacente al de la BEHV, bajo la dirección de la Comisaría General de la Policía Científica. Nada lo distinguía de cualquier otro laboratorio de balística del mundo y estaba abarrotado de aparatos tecnológicos de precisión empleados en el estudio de las armas y la munición usadas para cometer un delito. Cuando llegaron dos técnicos se cernían con interés sobre un enorme microscopio electrónico.
—¿Qué sabemos del casquillo? ¿Tenemos identificada el arma del crimen? —Preguntó el inspector Paniagua, sin saludar.
—Buenos días a usted también, inspector. —Le respondió con sorna el técnico de más edad—. Es difícil de saber, el calibre coincide con los fragmentos de bala recuperados en la escena. Se trata de un nueve milímetros pero diferente.
—¿Diferente, en qué sentido? —Los ojos de Paniagua brillaron con interés.
—Es más corto y más ancho que un cartucho convencional. Además, el nombre del fabricante ha sido borrado a conciencia. Alguien muy listo se ha ensañado con él como si le debiese la paga de un año. Ha sido limado y, por si esto no fuera suficiente, le han vertido ácido por encima.
—Ósea que estamos en un punto muerto y es imposible determinar nada más del arma del crimen. ¿Esto es lo que me está diciendo? —A Paniagua el enfado y la decepción le salían por todos los poros de su piel.
—Bueno, sí y no… —Contestó el técnico, sin inmutarse. Siendo un perro viejo, como era, estaba más que acostumbrado a los exabruptos maleducados de los frustrados policías que pasaban por el laboratorio en busca de una pista que insuflase nueva vida a sus investigaciones en punto muerto. Además, la reputación del inspector, le precedía.
—¿Sí y no? ¿Qué es esto, un concurso de la televisión? —Gruñó Paniagua.
—Verá, inspector, resulta curioso que diga eso porque mi colega Leopoldo, aquí presente, quiere hacer un pequeño experimento con su casquillo.
—¿Qué clase de experimento?
El segundo técnico de balística era un jovenzuelo de veintipocos años que vestía vaqueros y zapatillas Converse de lona debajo de la bata de laboratorio. El único experimento que Arturo Paniagua alcanzaba a imaginar que el joven pudiera hacer, consistía en tratar de beber tres latas de cerveza al mismo tiempo. Así que le miró de arriba a abajo con un cierto aire de desconfianza en los ojos. A pesar de todo, el joven técnico le tendió una mano blanda, sonriente.
—Encantado, inspector. Llámeme Leo, como el signo del horóscopo. —Se presentó—. ¿Le gustan las series de televisión? Yo soy un apasionado, no me pierdo una. Mis favoritas son las que tratan sobre forenses, escenas del crimen, y esas cosas. Precisamente, en un capítulo de IRGC tenían una pistola automática… ¿O era un revólver? No consigo acordarme… —El joven hablaba más que el proverbial sacamuelas y Paniagua estaba sintiendo unos enormes deseos de arrancarle el casquillo de las manos y usarlo para extraerle las muelas del juicio sin anestesia—. Bueno, el caso es que en la serie televisiva el número de identificación había sido borrado concienzudamente y el protagonista usó ferrofluido para recuperarlo.
—¿Ferro… qué? —Quiso saber el inspector e inmediatamente se arrepintió de haber formulado la pregunta.
—El ferrofluido es un líquido que se polariza en contacto con una fuente imantada. Generalmente se compone de partículas de hierro que reaccionan cuando se les aproxima un imán o algo magnetizado y se agitan formando unas curiosas formas picudas. Posiblemente lo haya visto en algún espectáculo y tal. Fueron muy comunes hace unos años…
—¿Y cómo puede hacer ese ferrolíquido que podamos leer el número de serie? —Le interrumpió Paniagua, impaciente.
—Ferrofluido, inspector… —Le corrigió el niñato—. Se lo puedo explicar pero será mejor que se lo muestre. —El técnico sujetó el casquillo en un cepo que había adosado a su mesa de trabajo y le aplicó un líquido de color negro que tenía en un botellín encima de la mesa. Luego extendió el ferrofluido con un pequeño pincel y dijo—: Estamos listos. Inspector si me alcanza ese imán de neodimio de ahí, veremos si hemos tenido suerte o desenmascaramos otro mito televisivo.
El inspector Paniagua le alcanzó el imán y observó detenidamente cómo el técnico lo pasaba suavemente cerca del fluido. Entonces, el espeso líquido negro, de aspecto oleaginoso, comenzó a agitarse como si bailará sobre sí mismo, y los caracteres del calibre y el nombre del fabricante aparecieron por ensalmo. Paniagua tuvo que hacer un enorme esfuerzo para cerrar la boca que se le había abierto por la sorpresa.
—¡Voilá! —Exclamó Leo, todo sonrisas—. Las virutas de hierro que quedaron adheridas al casquillo cuando trataron de limar la identificación se han mezclado con las partículas del ferrofluido y cuando se les aplica la fuente magnética salen a la superficie con el resto del fluido.
Lo cierto era que Paniagua no se había enterado de nada de lo que Leo acababa de explicar pero en esos momentos sentía enormes deseos de abrazarlo. ¡Por fin, habían tenido un poco de suerte y el caso se desatascaba!
—9x18 mm Макарова —leyó el técnico, mientras el inspector apuntaba en su libreta.
—¿Cómo dice? —Preguntó un poco confundido.
—Макарова o Makarov. —Repitió el técnico sonriente—. Es ruso, seguramente el arma del crimen sea una pistola semiautomática Makarov PM, el arma de mano estándar del ejército ruso hasta los noventa. Muy extendida entre los países comunistas y de Oriente Próximo. ¿Sabe? Algunos especialistas con muy mala uva piensan que era una copia de la Walther PP, pero yo creo que Nikolai Fyodorovich Makarov hizo un soberbio trabajo.
—¿Han consultado en el sistema IRGC si el proyectil coincide con alguno de la base de datos? —Preguntó el inspector, ignorando por completo la verborrea incontrolada que salía de la boca del técnico listillo.
—Hemos reconstruido los fragmentos recuperados en ambas escenas, pero IRGC no devolvió ninguna coincidencia en la búsqueda. Si recuperan el arma, habrá que hacer pruebas de balística identificativa para determinar si esa pistola fue la que se utilizó en los crímenes.
El inspector dio un último vistazo alrededor del laboratorio y dijo:
—Consulten con Interpol sobre el modelo, quizás esa marca de pistola tenga algún antecedente en el extranjero que coincida con nuestros asesinatos y fue introducida en España de contrabando. Si seguimos la pista del arma, quizás podamos identificar al asesino.
—Como quiera. —Contestó el técnico de mayor edad y le acompañó hacia la puerta—. Me han dicho que ese cabrón se está cargando espías iraníes. ¿Usted que piensa, inspector?
Arturo Paniagua casi soltó una carcajada, siempre la maravillaba lo rápido que volaban las noticias en «radio macuto» y las barbaridades que se decían en los pasillos.
—No sea majadero. ¿Qué se le ha perdido a un espía iraní en nuestro país? Bastante tienen con sus líos con los americanos o los israelíes como para espiar a España.
El técnico pareció dudar.
—Bueno, dicho así…
—No haga caso a lo que se diga por las esquinas y le ira mejor. —Advirtió el inspector.
Cuando llegaron a su despacho, Martin les estaba esperando con un café humeante en la mano. Les puso al día de la conversación que había tenido con su excolega Peter Berg pero Paniagua estaba ausente, no podía evitar dejar de pensar en su hija. Tan pronto como Martin terminó de hablar, pidió que le llamasen a un taxi y se excusó para dirigirse hacia el hospital, dejando solos a los dos hombres.
A diferencia del inspector, Raúl Olcina no disponía de despacho propio y compartía una mesa en la sala común con el resto de policías que trabajaban para la IRGC. Por ello, saltándose las propias normas de Paniagua, ambos estaban sentados en el despacho del inspector. Olcina parecía indeciso, como si quisiese decir algo pero no terminase de vencer las barreras que le impedían hacerlo.
—Subinspector, hábleme de ese otro caso que tienen entre manos. —Le instó Martin suavemente, intuyendo que eso era lo que preocupaba al policía—. Hábleme de su otro asesino, sospecho que es la verdadera razón por la que estamos aquí.
Tras un titubeo, Raúl Olcina le miró un instante antes de abrir un cajón del archivador y deslizar una carpeta de color crema en la dirección del ex agente del FBI. Lo cierto era que si su jefe se enteraba de que había hablado del caso con Martin sin autorización, le iba a caer una bronca de las gordas. El inspector no podía soportar la idea de que alguien metiese la nariz en sus casos, de ahí la reticencia que mostraba ante la presencia del norteamericano. Después de todo, el inspector solía decir que uno tenía que defender lo suyo. Se encogió de hombros para alejar esos pensamientos y contestó en voz baja, adoptando un tono profesional:
—Es un puto animal, un animal salvaje que actúa por impulsos asesinos, como un arrebato que lo obliga a matar violentamente… con sus propias manos. —Explicó—. O, al menos, eso es lo que opinan en la Sección de Análisis de la Conducta. Marc parece tenerlo claro con este tipo.
Martin asintió con la cabeza. Pasaba las hojas con atención, empapándose de cada detalle.
—A este le gusta mancharse, meter las manos en la masa, por así decir. —Opinó con pesar y se dobló para adelante para inspeccionar más de cerca las primeras informaciones recopiladas sobre El Ángel Exterminador.
—Así es. —Confirmó Olcina—. A veces pienso que es un yonqui puesto hasta las cejas de drogas, de esas que te pudren el cerebro y provocan una violencia de puta madre.
Martin negó.
—No, nada de drogas. De hecho, su comportamiento es, en su mayoría, reprimido. Sabe esperar su momento, acechar a su presa, y atacar en el momento más conveniente. —Se detuvo un instante—. ¿Un animal salvaje? Sí, quizás sí, pero de los peligrosos. Muestra su naturaleza más violenta en cada homicidio, como un depredador.
—Y que lo diga, ya ha matado en seis ocasiones y lo volverá a hacer si no lo enchironamos.
—Si quieren atraparle, tendrán que remontarse a los orígenes. Hacer las preguntas adecuadas; solo entonces podrán comprender por qué hace lo que hace y anticipar su próximo movimiento.
—¿Los orígenes? ¿Qué orígenes? ¿Se refiere al primer asesinato? —Quiso saber Olcina.
Martin asintió.
—En todos sus crímenes hay una coherencia. Una pauta constante que marca el compás de sus actos y que se estableció en el primero de todos ellos. Encuentre esa pauta y habrá atrapado a su asesino.
—El primer caso no fue nada del otro jueves. Un homicidio como otro cualquiera, que en un primer momento se achacó a un ajuste de cuentas entre bandas rivales. La víctima pertenecía a una de las bandas latinas que proliferan en Madrid. Creo que les llaman Ñetas o algo por el estilo.
—La reconozco. —Reconoció Martin—. Es una banda de orígenes puertorriqueños formada en las prisiones para la autoprotección de sus miembros.
Raúl Olcina cogió una carpeta repleta de informes forenses y fotografías de la escena del crimen. Se puso en pie junto al sillón de Martin y se la tendió para que la examinase.
—Le machacó la cara con los puños, se la convirtió en una pulpa sanguinolenta. ¡El muy bestia! —La ira y el asco se entremezclaron con el tono profesional que había mantenido hasta el momento.
—¿Con sus propios puños? Eso es muy personal. —Señaló Martin—. ¿Algún sospechoso claro?
Olcina se encogió de hombros.
—Como dije, pensamos que se trató de un ajuste de cuentas e interrogamos a algunos miembros de los Latin King y otras bandas callejeras lo bastante audaces como para cometer una salvajada como esa, pero no obtuvimos nada en claro.
Extrajo una segunda carpeta.
—El segundo asesinato lo tuvimos unas semanas más tarde. Misma forma de actuar. Entonces fue cuando el inspector comenzó a sospechar que era obra de una sola persona. La víctima apareció en un descampado de Vallecas, en la trasera de un polígono industrial. Esta vez, le golpeó con tanta dureza en los costados que le pulverizo literalmente la caja torácica, hasta el extremo de que el torso de la víctima tenía una consistencia casi líquida.
—¿También pertenecía a la banda puertorriqueña? —Preguntó Martin.
Olcina negó con la cabeza.
—Esta vez, a los Latin King. —Corrigió—. Es el único nexo en común que hemos descubierto entre todas las víctimas de El Ángel Exterminador: su pertenencia o relación con alguna de las bandas latinas que operan en la capital. Y que todos son de raza no caucásica.
—¿Qué arrojó el perfil geográfico?
—Poca cosa, los cuerpos han aparecido diseminados por toda la ciudad. En el norte, Vallecas, barrio de Aluche… —Olcina se encogió de hombros, de nuevo—. Es una gran ciudad.
—¿Y ella, cómo encaja en todo esto?
Martin tenía en sus manos una foto con el retrato de una joven latina y la estaba estudiando. La muchacha vestía sus ropas con la pulcritud justa para no destacar demasiado pero tampoco parecer vulgares. Su piel morena tenía cierto atisbo de raíces indígenas. Era una joven guapa que parecía llena de vigor y de convicciones pero, evidentemente, nada presumida.
—Esa es Alba Torres, la hermana de la penúltima víctima. Una chica lista. —Respondió Olcina—. Eso es lo que más me gusta de ella.
Martin leyó el informe sobre la muerte de Oswaldo.
—¿Murió ahogado? Qué extraño, eso no parece seguir el perfil. —Frunció el ceño—. ¿Qué puede contarme del hermano?
Olcina vaciló y, al cabo de un rato, después de poner en orden sus ideas, respondió.
—Un buen chico, en palabras de la señorita Torres, que se mezclaba con la gente equivocada pero que no pertenecía a ninguna banda. Cuando localizamos… Bueno, para ser honestos, fue ella quien encontró al tío que decía ser su mejor amigo y que le acompañaba en todas sus movidas…
Martin alzó la cabeza, intrigado.
—¿La señorita Torres estaba buscando al amigo de su hermano?
El subinspector asintió con la cabeza.
—Al parecer, pensaba que Walter Delgado era el culpable de lo que le pasó a Oswaldo. —Explicó—. Cuando le encontramos, decía, estaba en un bar frecuentado por miembros y afines a los Latin King y nos contó que, y aquí viene lo bueno, a Oswaldo le mató un policía o alguien que se hacía pasar por agente de la ley. Pero, el inspector sigue pensando que es una víctima más de El Ángel Exterminador.
—Interesante. No sé cómo encaja un agente en todo esto. Lo más probable es que sea una invención de Walter Delgado para desviar la atención sobre otra cosa.
—Eso creo yo, también. ¿Dónde está Walter Delgado, ahora? ¿Han conseguido sonsacarle algo más?
Esta vez, el subinspector usó la cabeza para negar enérgicamente.
—Se nos escabulló entre los dedos, al inspector y a mí, antes de que nos confesara nada más. La putada es que El Ángel Exterminador le localizó antes que nosotros. —Una sombra oscura cruzó por el rostro de Olcina—. Es la última víctima. Encontramos su cuerpo pulverizado a la puerta del domicilio de su camello habitual. Y esta vez, el asesino hizo un buen numerito, el desgraciado estaba completamente desfigurado por los traumatismos, casi irreconocible.
—¿Recuerda la pauta de que le hablé? ¿La misma que se repite en todos los crímenes?
—Sí.
—Esa redundancia es el odio, visceral e irrefrenable que siente el asesino. Sin embargo, en los dos últimos asesinatos de la serie existe una desviación. Oswaldo Torres fue apuñalado y Walter Delgado es la única víctima que fue quemada en vida.
—Y eso, ¿qué significa?
Martin pareció recapacitar durante unos momentos.
—No lo sé con certeza, pero algo ha cambiado en el asesino. De alguna manera, Walter Delgado le enfurecía mucho más que el resto, de ahí los numerosos golpes que recibió y que después fuera prendido fuego. —El subinspector Olcina le miraba sin terminar de comprender las implicaciones de Martin, así que desarrolló su idea un poco más—. Walter Delgado sí tenía relaciones con la banda latina, ¿verdad? La verdadera víctima intencionada fue Walter y por eso el asesino no se ensañó con Oswaldo, no tenía ningún interés en él, no satisfacía sus necesidades.
—Algo parecido opina el inspector. Él cree que Oswaldo fue asesinado por accidente, porque se interpuso entre Walter Delgado, la verdadera víctima, y El Ángel Exterminador.
Martin le miró unos instantes. El aspecto de cuidada masculinidad que siempre llevaba el subinspector parecía menos rotundo por su barba sin afeitar y el pelo ralo que empezaba a mostrar algunos tonos grises.
—¿Dígame una cosa, por qué le llaman El Ángel Exterminador?
El subinspector le miró como si hubiese perdido la chaveta de repente, pero aun así contestó.
—Al principio, creímos que era una especie de justiciero callejero, como el de aquella serie de películas de los ochenta. Las del tipo con la cara que parece haber pasado por una picadora y un bigote del tamaño de un felpudo. ¿Las conoce?
Martin negó con la cabeza.
—No importa. El inspector es un caso perdido con el tema de la música y el cine. Solo escucha jazz y contempla, una y otra vez, las mismas películas de su juventud, bodrios de los setenta con títulos como Distrito Apache, La Conexión Francesa, o rarezas por el estilo. Historias de polis duros que le sueltan un guantazo al sospechoso de turno antes incluso de preguntarle su nombre. En cualquier caso, esas películas inspiraron al inspector para encontrar el nombre del asesino.
Martin asintió con la cabeza.
—Entiendo. Existe cierta analogía con su asesino. —Recapacitó—. A mi entender, está recorriendo un sendero de retribución. Busca a sus víctimas para castigarlas por algo que sucedió en su pasado y que está relacionado con ellas.
—¿Un incidente con una banda latina? —Preguntó Olcina.
Martin volvió a asentir.
—Podría ser eso, o un suceso violento relacionado con alguien de origen latino y simplemente se encuentre proyectando su odio en las bandas. —Añadió—. Quizás algún miembro de su familia fuera atacado, quizás él mismo. El caso es que siente la compulsión de acallar su ira matando con sus propias manos y, una vez satisfecho, abandona a sus víctimas como si fueran despojos.
Raúl Olcina parpadeó, perplejo.
—Lo cual me indica que seguramente no piense en ellos como seres humanos, incluso es muy probable que en su vida cotidiana muestre atisbos de racismo o de cierta intolerancia. Incluso algún tipo de psicopatología, aunque moderada, que no le impide funcionar como una persona normal. La violencia que utiliza apunta a esto último. Una explosión y después, nada.
Olcina se mordió el labio inferior, parecía tener problemas para preguntar lo que le inquietaba. Cambió el peso del cuerpo de un lado a otro en su silla y, por fin, se decidió:
—¿Encaja algo de todo eso en la figura de un policía?
Martin le miró detenidamente, con calma.
—En los Estados Unidos, los cuerpos de policía suelen ser los departamentos que más denuncias de racismo acumulan. La fuerte identidad del cargo y el poder que representa la placa hacen que muchos de nuestros agentes pierdan el norte y terminen abusando de ese poder.
El subinspector alzó los hombros.
—¿Un policía violento que asesina sin ton ni son a pandilleros latinos? No termino de creérmelo.
—Desafortunadamente, subinspector, los agentes de policía siempre han estado flirteando con el racismo y el exceso de violencia en sus carreras profesionales. —Replicó, Martin—. Pero, me preguntó si el perfil del asesino podría encajar con el de un policía y la respuesta es que sí.
Hubo un destello de inquietud en los ojos de Olcina que fue rápidamente sustituido por la desconfianza.
—Sigo sin tragármelo. ¿Dónde estaba su compañero? ¿Cómo puede uno trabajar con alguien así de majara día tras día y no darse cuenta?
—El autor de esos asesinatos está muy acostumbrado a ocultar su patología al resto e incluso puede estar bien considerado entre sus colegas de trabajo. Tan solo cuando sufre la compulsión homicida es cuando pierde el control de sí mismo y se entrega por completo a las motivaciones que verdaderamente le empujan a actuar. La mayoría de asesinatos guiados por una misión, como parecen ser los de El Ángel Exterminador, siempre ocultan algo más debajo de la superficie, como un iceberg que solo deja entrever una porción minúscula de su verdadero volumen.
En el interior de las oficinas, al otro lado de la puerta, alguien soltó una sonora imprecación y Olcina se giró alarmado, espiando a su alrededor como si buscara algo. Martin sonrió, comprendiendo de inmediato.
—¿No tiene la autorización del inspector para consultarme sobre este caso, verdad?
—Déjeme ponerlo de esta manera: si se entera mi jefe, le invitaré con pesar a un buen plato de huevos rotos. —Y poniendo cara contrita, añadió—: Los míos.