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El Ángel Exterminador abrió mucho los ojos por una fracción de segundo, sorprendido por la presencia de los hombres en su apartamento.

—¡Samuel Zafra, ponga las manos sobre la cabeza! —Le ordenó Paniagua mientras alzaba el cañón de su pistola y la fijaba sobre el musculoso cuerpo del agente de movilidad—. ¡Es la policía!

El Ángel Exterminador hizo ademan de alzar ambas manos pero entonces dibujó una cómica pirueta, bailando sobre las puntas de sus pies como un integrante del Bolshoi interpretando una danza clásica. En su mano brilló fugazmente el acero endurecido de un bastón de defensa extensible y golpeó con violencia al inspector en el lateral de la cabeza.

Un ominoso crujido, preñado de muerte, resonó por toda la vivienda.

Y el inspector se desplomó inerte.

Entonces, El Ángel Exterminador miró a los otros dos hombres con ojos enloquecidos por la ira. A sus pies quedó el cuerpo desmadejado del inspector Paniagua. Volvió a levantar la porra extensible y bramó con la ferocidad de un ciervo en celo. El sonido heló la sangre en las venas de Martin y pareció encoger al subinspector Olcina quien se echó hacia atrás mientras intentaba alcanzar su pistola.

El asesino amagó una finta y la porra pasó a centímetros de la frente de Olcina dibujando una borrosa estela frente a él. Tenía todos los músculos del brazo tensos por el esfuerzo y brillantes por el sudor.

Mientras seguía retrocediendo, Raúl Olcina manoteaba histéricamente para alcanzar su pistola de la funda de extracción rápida que llevaba prendida en el cinturón y en sus intentos tropezó con el cuerpo del inspector golpeando con fuerza contra el suelo. El Ángel Exterminador lo aprovechó para descargar un formidable golpe sobre su cabeza. El ruido que provocó fue enfermizo.

—Se acabó, Samuel. —Gritó Martin con ambos brazos extendidos y las palmas de las manos hacia arriba, mirando de soslayo los cuerpos inertes de sus compañeros—. Estás atrapado. Entrégate y déjame que miré a ver como se encuentran estos hombres, no empeores más las cosas.

Samuel Zafra se limitó a gruñir ferozmente a modo de respuesta. Martin podía comprender cómo en su mente enfrentarse contra tres hombres y haber derribado a dos, no significaba en absoluto que se encontrase atrapado.

—¡Escúchame, Samuel, aún hay tiempo! Tenemos el edificio rodeado y este apartamento no tardará en estar inundado de policías armados hasta los dientes. Entrégate y me aseguraré de que no te suceda nada malo.

El asesino dio un paso hacia adelante, amenazador. Y Martin retrocedió inconscientemente. El baile de la muerte, su muerte, había comenzado. Aun así, Martin hizo todo lo que pudo por ignorar la precaria situación en la que se encontraba y trató de razonar con el hombre.

—El subinspector parece que está herido de gravedad. —El crujido del hueso al romperse todavía retumbaba en los oídos de Martin—. Si te entregas y me permites llamar a una ambulancia, será mejor para ti.

Entonces, el enorme agente de circulación habló por primera vez.

—¿Crees que me importa una mierda lo que le pase a estos polis? Son hombres insignificantes, como tú.

Dio un nuevo paso hacia Martin, quien lanzaba desesperadas miradas a la masa inmóvil del cuerpo de Olcina y, sobre todo, al bulto que sobresalía del costado de su cazadora vaquera. Martin suponía que debajo de aquel promontorio se encontraba el arma del subinspector. Su única escapatoria. No tenía ni idea en qué estado se encontraba Paniagua, pero estaba seguro de que el golpe en la cabeza de Olcina era de extremada gravedad.

El Ángel Exterminador dio un paso hacia él. Amagó una finta y, de repente, el brazo armado con el bastón extensible se disparó en un amplio arco que alcanzó a Martin dolorosamente en el hombro. El agente del FBI sintió como su clavícula se sacudía bajo el poderoso golpe y rezó para que no estuviese astillas. Permitió que su cuerpo rodase con la inercia en dirección al cuerpo del subinspector.

Inmediatamente, empuñó la automática.

—Quédate quieto, Samuel, o te mato. —Le ordenó mientras trataba de hallarle el pulso a Raúl Olcina palpándole en el cuello.

Solo fue una fracción de segundo lo que desvió la atención del gigantón musculoso pero fue suficiente para que este lo aprovechase y se abalanzase sobre él con un alarido triunfal. Martin se puso en pie ágilmente pero recibió el impacto en el esternón. Sintió crujir un par de costillas. La pistola se le escapó de la mano y fue a parar a los pies del asesino. Forcejearon y Martin clavó los dientes en la mano de El Ángel Exterminador desgarrando su carne y obligándole a soltar el bastón. Sabía que no podría mantener la lucha cuerpo a cuerpo por mucho más tiempo.

Con un alarido, Samuel retrocedió unos pasos mirándose atónito la mano ensangrentada. Entonces, lanzó una violenta patada en el costado de Martin que retumbó en su maltrecho costillar. Le costaba respirar, tenía el brazo derecho prácticamente inutilizado.

El Ángel Exterminador volvió a golpearle, esta vez en el rostro. La nariz de Martin estalló en una fina nube de sangre pulverizada que salpicó en todas direcciones. Martin cayó hacia atrás mientras trataba por todos los medios de no perder la conciencia. Aquel castigo no podría durar, el final estaba cerca. Las instantáneas de los informes forenses que había visto sobre El Ángel Exterminador y los rostros reducidos a pulpa de sus víctimas se le aparecieron como los fotogramas de una mala película de terror.

¡Dios Santo, lo iba a matar a golpes!

El Ángel Exterminador se inclinó y recogió el bastón del suelo. Martin trataba de buscar una salida frenéticamente pero, a través del aturdimiento y de la sangre, su mente era incapaz de hallar una solución.

El asesino aguardó unos segundos para recuperar el aliento. Mientras, el ex agente del FBI trataba infructuosamente de incorporarse sobre el brazo sano. Sonrió con una mueca que mostró sus dientes ensangrentados por la pelea, mirando fijamente a Martin, sabiendo que era un hombre muerto, pues lo tenía a su merced, como le gustaba. Se acercó lentamente hacia Martin, con los nudillos blancos como la cera de tanto apretar la empuñadura del bastón extensible. Sentía la ira envolverle como una toalla ardiente, crecía en su interior imparable, y le provocaba una mezcla de alivio y anticipación por lo que iba a suceder. Alzó el brazo, dispuesto a propinar el golpe mortal.

Entonces, de repente, una voz a su espalda le ordenó.

—Suelta la porra, mamarracho, y entrelaza las manos sobre la cabeza.

Samuel se quedó muy quieto, incapaz de reaccionar. ¿Cómo podía haber sucedido? El subinspector estaba malherido y fuera de combate y el hombre con el acento norteamericano seguía encogido sobre sí mismo como un guiñapo.

—No lo repetiré.

Sin soltarlo, El Ángel Exterminador dejó caer el bastón junto al muslo y se volvió.

El inspector Paniagua le apuntaba al pecho con su arma reglamentaria, su dedo acariciaba el gatillo pero parecía titubeante, con la mirada enturbiada.

—¡Tíralo, coño!

—Qué suerte de mierda. —Dijo Samuel—. Es el puto inspector gilipollas. ¿Qué vas a hacer viejo? ¿Vas a dispararme?

—¡Cállate y pon las manos sobre la cabeza!

El Ángel Exterminador dejó escapar una carcajada y esgrimió la porra por encima de su cabeza.

El balazo le entró por el pecho y lo lanzó de espaldas contra la pared. Una mancha de color carmesí comenzó a extenderse en sus ropas. En su cara bailaba la sorpresa con un gesto enloquecido de incredulidad congelado en sus facciones. Tosió un poco de sangre y dejó de moverse.

Mientras tanto, Martin Cordero luchaba contra la oscuridad que se estaba apoderando de él, una oscuridad cálida que le acogía como los brazos de una madre, compasiva y reconfortante. Una parte de su cerebro le decía que debía luchar contra ella, rebelarse como un adolescente que busca su independencia por primera vez; la otra le decía lo contrario, que se dejase llevar, que permitiese que la oscuridad le acunase. Quería dormir, quería cerrar los ojos y no despertar en mucho tiempo. Sintió que varias personas se apelotonaban a su alrededor. Entre brumas, escuchaba sus voces ladrar órdenes con frenesí. No comprendía a qué se debía tanto nerviosismo, él solo quería descansar.

—¡Apártense! ¡Dejen sitio para que pueda respirar!

—¿Dónde cojones se han metido los del SUMMA?

—Martin, Martin, ¿me escucha?

Y Martin, ignorando por completo a las voces, se dejó abrazar por la oscuridad.

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