102

Cuando el inspector Paniagua y Martin Cordero irrumpieron en el salón, el profesor Al-Azif estaba plantado en medio de la habitación, con una pistola en la mano derecha que apuntaba con mano firme directamente a la cabeza del embajador. Su mano izquierda había desaparecido, sustituida por una prótesis de silicona del color de la carne. Cuando les vio entrar por la puerta, abrió la boca para decir algo pero su cara se crispó cuando reconoció lo que estaba pasando.

—¿Cómo lo han descubierto? —Preguntó cambiando la crispación por un cierto aire casual, como si hubiera estado esperándoles. Hablaba con un español lento, cargado de acento, pero cultivado.

El inspector Paniagua le respondió con un sonoro juramento y Martin completó la respuesta elevando el cañón de su Glock, apuntando al profesor.

—Por favor, no cometa ninguna torpeza. Puede que me falte una mano pero le aseguro que mi puntería no tiene desperdicio.

Martin se detuvo de inmediato y elevó los dos brazos hacia el techo de la habitación, dejando de apuntar al profesor.

—Eso está mejor. —Dijo el profesor—. He hecho cosas terribles, imperdonables, no voy a insultar su inteligencia tratando de justificarlas. Pero quizás sea necesario que entiendan el porqué.

Martin se maravilló de percibir un sombrío aire de remordimiento flotando en las palabras del profesor iraní.

—No tenemos que entender nada, mamarracho. —Rebatió el inspector con dureza, que continuaba cubriendo al profesor con su propia pistola automática—. Usted tiene que arrojar ese arma y entregarse.

—Todo a su debido momento. —Replicó el profesor Al-Azif, dirigiéndose a Paniagua—. ¡Tiren sus armas y hablaremos!

Con una mirada significativa entre ambos, el inspector Paniagua y Martin dejaron sus armas cuidadosamente sobre el lujoso suelo de madera. Entonces, el profesor Al-Azif desvío el cañón de su pistola y lo fijó sobre el pecho de Martin Cordero.

—¿Qué saben sobre mí? —Pregunto como si tal cosa.

Ahora le tocó el turno a Martin de hablar, quien comenzaba a sentir náuseas ante la mera visión del cañón oscuro de la automática apuntando como si tal cosa en su dirección.

—Sabemos quién es profesor, y sabemos que hubo una serie de asesinatos similares ocurridos en Teherán, el pasado año. Todos las víctimas eran científicos relacionados con un experimento secreto llevado a cabo en las instalaciones del SESAME en Jordania y que fueron retenidos por el coronel Golshiri bajo las órdenes del embajador Lakhani, aquí presente. Usted formó parte de ese grupo de científicos retenidos.

El profesor Al-Azif, asintió, con un rictus de odio asomando en la comisura de sus labios.

—Una vez descubierta la implicación del coronel y del embajador dedujimos que uno de esos científicos quería vengarse de ellos y, por tanto, que se trataba del asesino. —Continuó explicando Martin—. Su nombre salió a relucir en las investigaciones pero todo era muy vago, y los informes sobre el caso destruidos, presumiblemente por Golshiri o Lakhani.

—Todos ellos se lo merecieron. —Añadió, con sequedad, haciendo un gesto de desdén con la prótesis—. Tenían que pagar por lo que hicieron.

Empujó con el cañón de la pistola la sien del embajador y este soltó un gemido lastimero. El profesor tenía la cara gris y demacrada, la tez de su rostro contrastaba con el traje de aspecto extraño que vestía. Un traje de un tejido que Martin no lograba distinguir y que se ceñía a su cuerpo como una segunda piel. Si no hubiera sido por la ominosa pistola, incluso hubiera podido sonreír divertido ante el espectáculo que ofrecía el científico iraní vestido de tal guisa. El profesor Al-Azif se sentó en el borde de una silla, pero sin dejar de oscilar la pistola de la cabeza del embajador Lakhani hacia ellos.

—Puedo entender que quisiera vengarse del coronel y de Sayd Lakhani, ellos fueran los responsables de lo que sucedió, pero por qué matar al profesor Mesbahi y a la doctora… —Martin se detuvo en cuanto cayó en la cuenta—. Oh, ambos le ayudaron durante su experimento pero de algún modo le traicionaron y usted les considera en parte responsables de lo que le sucedió, ¿no es así?

Una extraña expresión se apoderó del rostro del profesor, como si recordara una parte de sí mismo que no reconociera y que le desagradaba profundamente.

—Algo así.

El momento de indecisión pasó y en su cara ahora solo había ira y asco.

—Cuando llegó el momento, prefirieron salvar su propio pellejo. Lo que les hice fue algo inhumano pero merecido.

—Lo que sea con tal de que le ayudé a pasar las noches. —Le interrumpió el inspector, enfurecido—. ¡Les amputó la mano en vida, por el amor de Dios!

—Lo admito, fue malvado…

—¿Malvado? ¡Está usted como para que lo encierren! —Exclamó Paniagua.

—¡Basta de todo esto! —Rugió el profesor—. No queda mucho tiempo y debo tratar de explicarme, hacer que lo comprendan.

Se detuvo unos instantes, el brillo de sus ojos ya apagado, dando paso a una lucidez de frialdad pasmosa. La claridad de la locura que se adueñaba de aquel hombre.

—Todo fue culpa mía. Una estupidez. Cuando mis primeros estudios sobre física cuántica prosperaron me vanaglorié de mi éxito y permití que el falso orgullo condujese mis acciones y finalmente atrajera la atención de ciertos representantes de mi gobierno. Al principio, solo fueron subvenciones y apoyos estratégicos, alianzas dentro de la comunidad científica de Irán, que fueron fortaleciéndome y situando mis trabajos en una posición cada vez más relevante en el Ministerio de Ciencia, Investigación y Tecnología. Finalmente, cuando mis trabajos comenzaron a dar sus frutos, aparecieron ellos.

—¿Quiénes son ellos, profesor? —Preguntó Martin, aunque ya sabía la respuesta.

—El VEVAK, Vezarat-e Ettela’at va Amniyat-e Keshvar. El Ministerio de Inteligencia y Seguridad Nacional. —El profesor pareció encogerse sobre sí mismo al recordar el nombre, para luego mostrar el fuego incandescente bailoteando de nuevo en el fondo de sus ojos—. ¡El coronel Sadeq Golshiri!

—No tiene sentido. ¿Qué podría querer la Inteligencia iraní o la Guardia Revolucionaria Islámica con unos estudios sobre física cuántica?

—Ellos vieron en mi trabajo una manera de aumentar su poder, de extender su reinado de terror.

—Pero ¿cómo? ¿De qué manera se podrían aprovechar de su trabajo? —Martin Cordero meneaba la cabeza, poco convencido.

—¿Qué saben sobre la física cuántica y las teorías espacio-temporales? —Preguntó el profesor—. Cuando, por primera vez, Einstein situó en un eje cuatridimensional al espacio y al tiempo, aventuró que lo mismo que existía puntos en el espacio, existían puntos en el tiempo y, de igual manera, que podíamos dirigirnos hacia cualquier punto espacial podíamos hacerlo en el tiempo. Pasado, presente y futuro eran una misma cosa, existían realmente, como si hubieran sido grabados eternamente en un almanaque de piedra infinito. La línea temporal.

Hizo una pausa con los ojos encendidos por la pasión.

—Lo que no podía saber Einstein era que dicha línea temporal podía ser accedida desde nuestro cerebro. El cerebro humano no es tan solo el almacén del conocimiento o el procurador del razonamiento en el ser humano. Nuestros recuerdos, nuestra memoria…, sobre todo la memoria…, son tan importantes como el conocimiento y la facultad de razonar. Mis estudios demostraron tal cosa, mi trabajo dio luz a una nueva interpretación de la línea del tiempo.

—Todo eso está muy bien pero me suena a chino. —Replicó Martin que no terminaba de ver a dónde quería ir a parar el profesor Al-Azif—. Por lo que yo sé, las ciencias cuánticas nada tienen que ver con la línea temporal. Solo estudian la manera en la que se comporta la materia a un nivel subatómico. No veo cómo encaja el tiempo en todo eso, ni por qué puede interesarle a una organización como el VEVAK.

—¡Usted no entiende nada! Es como todos ellos. —Gritó el profesor, que parecía fuera de sí—. ¡Todo tiene su importancia! ¡Todo es relevante!

Farid Al-Azif enfatizó cada una de sus palabras con un brusco oscilamiento de su pistola que encogió el estómago del inspector Paniagua. Ante sus ojos, el asesino estaba perdiendo el control y sentía el bulto de su pistola de reserva tirándole de la cintura de sus pantalones, pero refrenó el impulso de echar mano a su espalda y desenfundarla. En su auricular, el subinspector Olcina le informaba de que el equipo de asalto de los IRGC estaba en posición.

Ajeno a todo esto, el profesor continuó con su explicación.

—El 23 de septiembre de 2011 un grupo de científicos suizos detectaron que unas partículas de neutrinos habían viajado entre los laboratorios del IRGC de Suiza e Italia desplazándose por encima de la velocidad de la luz. ¡Una fracción de segundo más rápido! El experimento conocido como Ópera demostró que se podía viajar por debajo del límite de lo que se suponía era la velocidad del cosmos. Por sí solo este experimento significó un extraordinario desafío a las leyes físicas como las conocemos. Nunca antes la afirmación de Einstein de que el tiempo era elástico cobró mayor significado y, al mismo tiempo, fue considerada obsoleta. ¡Se había viajado en el tiempo! Y no estoy hablando de ese mito que decía que los pasajeros que volaban ida y vuelta de Nueva York a Madrid, regresaban a la ciudad norteamericana con una billonésima fracción de segundo antes que los madrileños. Estoy hablando de algo real, un dato científico, debidamente medido y documentado.

El profesor Al-Azif hablaba con voz cada vez más rápida, acalorado por pasión que sentía hacia la física, gruesas gotas de sudor corrían libremente por su rostro mientras no paraba de jugar obsesivamente con la pistola que empuñaba. Martin estaba mesmerizado por la transformación que había experimentado el hombre, de ratón de laboratorio a algo más, una fuerza extraordinaria que emanaba de cada uno de sus gestos, como si encontrase el combustible perfecto en sus palabras.

—Entonces, el viaje en el tiempo era posible. No solo posible, ya se había producido. Sin embargo, estábamos mirando en el lugar equivocado.

La cabeza de Martin comenzó a dar vueltas en espiral. ¿De qué estaba hablando el profesor? ¿Sería posible? ¿Viajar en el tiempo? Aquello lo explicaba todo y al mismo tiempo, resultaba totalmente imposible… Aterrador. ¿Qué había escrito Arthur Conan Doyle? Aquella famosa frase del personaje Sherlock Holmes. Cuando ya se ha descartado todo, lo que queda, aún lo más inverosímil, solo puede ser la verdad. Por improbable que resultase esa solución, Martin tenía que reconocer que había en ella una lógica siniestra. Después de todo, todas las víctimas eran científicos que habían tenido de algún modo acceso a los estudios del profesor. Pero, aún quedaba la incógnita del motivo.

—Hasta ahora se pensaba que la velocidad del pensamiento podía ser medida teniendo en cuenta la velocidad del impulso nervioso. —Continuó el profesor, enardecido por la conmoción que habían ocasionado sus explicaciones—. Es decir, la velocidad con la que el cerebro le envía una orden a la mano para que se retire antes de ser quemada por un fuego encendido. ¿Me comprenden? Se pensaba que el pensamiento estaba relacionado con los impulsos nerviosos que lo generaban. Pero a través de mi teoría descubrí que lo que todo el mundo conoce como la memoria es algo más que simples respuestas químicas del cerebro, que existe realmente una… ¿cómo decirlo?… una senda temporal a la que el cerebro puede acceder en cualquier momento y recorrerla físicamente. ¿Entienden lo que les estoy diciendo?

—Profesor… —Quiso interrumpir Martin, necesitaba que el iraní se tomase un respiro. El mismo necesitaba un respiro y ordenar sus ideas. Tenía el rostro lívido por las implicaciones de lo que el profesor estaba relatando.

—¡No, no lo entiende! Les estoy explicando el por qué hice lo que hice. —Gritó enloquecido el profesor Al-Azif—. En 1996, los profesores Ferdinand Binkofski y Richard A. Block presentaron el caso de un paciente, a quien llamaron BW, que experimentaba el tiempo de manera diferente al resto de las personas. Lo veía todo moverse mucho más deprisa y cuando se le pidió que contase hasta sesenta como si lo hiciese contando segundos, tardó en hacerlo casi cinco veces más. Binkofski y Block lo achacaron a problemas neuropsicológicos típicos de una lesión en el lóbulo frontal izquierdo, pero a mí me hizo pensar. ¿Y si realmente BW viviese el tiempo más despacio que el resto? ¿Significaría eso que habría diferentes formas de vivir el tiempo?

Hizo una pausa y el inspector Paniagua deslizó un poquito más la mano hacia su segunda pistola. Arrodillado, a los pies del asesino, el embajador Lakhani gimió débilmente y se ganó con ello que el profesor Al-Azif volviese a dirigir el cañón de su pistola en dirección a su cabeza y le golpease ligeramente con él.

—Ahora bien, si hay diferentes formas de vivir el tiempo, ¿existiría alguna manera de navegar entre ellas? Piensen en una pila de lonchas de queso suizo y sus agujeros, cada loncha representaría un día en el futuro, veinticuatro horas hacia adelante, si centramos nuestra atención en los agujeros notaremos que habrá alguno que permita ver la siguiente loncha de queso y, dejarnos avanzar un día. Un diferente agujero, quizás nos permita mirar lo que sucederá tres niveles más arriba, esto significaría mirar en el tiempo tres días en adelante. ¿Me siguen hasta ahora?

Ambos hombres guardaron silencio. En la cabeza de Martin Cordero todo empezaba a cobrar sentido, lentamente. Un demencial e imposible sentido, pero sentido después de todo.

Los ojos del profesor Al-Azif brillaban con un fulgor especial, húmedos por las lágrimas y la locura que desprendían, no dejaban de mirar incansables, de un lado para el otro, sin quedarse nunca fijos en un mismo punto más que unos segundos.

—Entonces, también sería razonable que, dado que podemos mirar adelante en el tiempo, quizás también podamos influir en lo que nos aguarda.

—¿Lo que nos aguarda? —Repitió el inspector con incredulidad. Acababa de llegar a la misma conclusión de Martin y tenía los ojos abiertos como platos. En su interior, comenzó a librarse una batalla entre el descreimiento y la duda de que todo aquel galimatías pudiese ser cierto. Lo malo era que esa misma brega dio paso a la irritación que sentía simplemente por plantearla.

—Exactamente.

—¿En el futuro? —Insistió, Arturo Paniagua. La ira invadiendo poco a poco el fondo de sus ojos y elevando el color de su rostro.

—Eso es. Mis trabajos demostraron que se podía influir en el futuro viajando hacia delante con el motor de nuestra mente. —Explicó el profesor—. ¡La memoria, entendida como un conjunto de recuerdos, está obsoleta! También existe una memoria futura a la que podemos acceder. ¡Y yo tenía la llave que podía abrir esa puerta al mundo entero!

—¿Cómo? ¿Voy y me imagino un futuro en el que no haya crímenes en las calles y ya está? —Gritó, a su vez, el inspector incapaz de contener su irritación un segundo más.

—¡No sea estúpido! Sencillamente encontré una manera de mejorar el diseño de nuestro cerebro a nivel celular. Verán, es un mito eso de que un ser humano normal usa únicamente el diez por ciento de su cerebro. Es una sandez deducida por un grupo de neurólogos en el siglo XIX y lamentablemente extendida por charlatanes pseudocientíficos y escritores de ciencia ficción con poca imaginación o mal informados. Yo demostré que cualquier ser humano usa habitualmente el cien por cien de su cerebro y fui más allá, conseguí hacerlo más poderoso. Expandir la materia gris hasta hacerla capaz de crear nuevas conexiones, nuevas vías neuronales que nunca antes se habían producido. Mejores sinapsis que jamás frenaran el proceso de pensamiento sino que lo impulsaran hasta límites insospechados.

—¿Qué es lo que hizo, profesor Al-Azif?

—¿Han oído hablar de la psilocibina? —Preguntó el profesor.

Martin asintió.

—Es una sustancia psicotrópica natural muy poderosa usada por muchos practicantes de la trascendencia. —Respondió.

—Exactamente. Descubrí que mezclada con IRGC podía expandir la mente hasta cotas insospechables y precisamente una de esas cotas permitía al ser humano vislumbrar el torrente temporal, una especie de línea del tiempo comprensible tan solo en términos memoriales.

—Pero, una cosa es poder ver el futuro y otra, bien distinta, es modificarlo. ¿Cómo consigue alterarlo?

—El torrente temporal no funciona de un modo lineal como se venía creyendo sino como una vasta colectividad de energía que puede ser modelada para crear un futuro accesible a discreción. El fluido temporal, lo llamé. Y para poder transformar dicho fluido recurrí a la nanotecnología.

—¿Nanotecnología?

El profesor Al-Azif asintió orgulloso, parecía haberse olvidado de todo cuanto le rodeaba excepto de su propia voz razonando.

—Cualquier evento, cualquier acción, grande o pequeña tiene su espacio en el torrente temporal y nuestra mente, con la motivación adecuada puede aislar esos momentos específicos y visualizarlos como si los estuviésemos viendo con nuestros propios ojos. En física cuántica la realidad no es sino la interpretación que hace nuestro cerebro de aquello que perciben nuestros ojos.

—¿Nos está diciendo que si el cerebro lo percibe, simplemente existe?

—¡No lo entiende! Nada es tan sencillo, ni tan complejo. —El profesor volvió a enfurecerse.

Martin levantó las palmas de las manos, incapaz de pronunciar palabra, en un gesto tranquilizador. A su lado, el inspector Paniagua permanecía con la boca abierta y el embajador Lakhani parecía una frágil estatua de arena a punto de desmoronarse con el roce del agua. Ambos contenían la respiración, abrumados por las explicaciones de ciencia ficción del científico asesino.

—Sin embargo, el cóctel de IRGC y psilocibina no fue suficiente, necesitaba algo más. Algo más… potente. —Continuó explicando el profesor, cuando se hubo calmado—. Algo como los propulsores del transbordador espacial, sin ellos, la pesada mole de cerámica y metal sería incapaz de sobrepasar la atmósfera. Y aquí es cuando entró en juego el profesor Massoud Jassim y sus estudios sobre biotecnología y nanotecnología. Esas maravillosas máquinas fueron capaces de convertir mi cerebro en un moldeador del fluido temporal. Samira Farhadi lo hizo posible…

Martin dejó escapar un ronco jadeo, el profesor Massoud Jassim había sido una de las víctimas de Teherán y la doctora Farhadi… Entonces, impresionado, se quedó repentinamente sin aire cuando su mente se vio inundada por la comprensión.

—¡Dios mío! ¿Está diciendo que se inyectó nanoparticulas en el cerebro?

El profesor asintió con una sonrisa torva.

—Yo prefiero llamarlos nanobots. Asombrosas piezas de ingeniería con su propia misión inscrita en su código base. Su ADN digital, si lo prefieren. Los nanobots hicieron posible, a un nivel cuántico, que me transportase virtualmente al futuro. Era tan sencillo como dar un paso adelante.

Martin resistió el impulso de llevarse las manos a las sienes para palpar con sus yemas en busca de cualquier indicio de diabólicas nanopartículas trabajando sin descanso en el interior de su cráneo.

—¡Pero entonces ese condenado Massoud Jassim, Alá se lleve su alma, me traicionó! —El profesor fijó la mirada en el embajador y como si recordase de repente por qué se encontraba en aquella habitación, le golpeó la nuca con el cañón de la pistola. Al cabo de un rato, prosiguió—: Durante los experimentos que realizamos en el SESAME, el éxito fue sorprendente y los nanobots que habían diseñado el profesor Jassim y la doctora Mesbahi funcionaron a la perfección. Entonces utilizamos una tecnología similar para construir un traje especial cuya materia se pudiese modificar a nivel molecular y me permitiese cruzar el umbral espacio temporal.

Hizo un gesto levantando ambos brazos y ladeando su cuerpo de un lado al otro como si fuese un modelo que estuviese mostrando la última creación de Giorgio Armani.

—¡Lo habíamos logrado! El primer experimento fue grandioso y pudimos avanzar en el tiempo unos pocos minutos. ¡Estabamos epatados por la emoción! Entonces apareció el coronel Golshiri y nos detuvo a todos. Nos llevaron a una instalación secreta dentro de la prisión de Evin y nos interrogaron sin descanso. ¡Massoud Jassim les había informado de todo!

Por unos instantes, el dedo del profesor Al-Azif aumentó ligeramente la presión sobre el gatillo de su pistola Makarov pero luego se relajó. El profesor apretaba con tanta fuerza el cañón contra la cabeza de Sayd Lakhani que Martin podía ver la marca cárdena que dejaba sobre la piel.

—El coronel Golshiri me explicó que el VEVAK, en connivencia con el IRGC, querían utilizar mi proyecto para fines militares pero me negué. Al principio, se limitó a interrogarme, quería saber el alcance de lo que habíamos descubierto, su potencial como arma, pero ante mi obstinación a colaborar comenzaron las torturas. ¡No podía soportarlo! Por las noches, escuchaba los gritos angustiados de mis colegas científicos y durante el día me tocaba el turno a mí.

Martin asintió con la cabeza. Por el rabillo del ojo percibió como el inspector Paniagua había aferrado la culata de la pistola que llevaba oculta a su espalda.

—Lo sabemos. —Dijo para mantener la atención del profesor sobre él. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral cuando el cañón de la pistola se desvió de la cabeza del embajador y ahora apuntaba en su dirección.

—Las torturas continuaron, el tiempo pasaba y un nuevo jugador entró en escena. Sayd Lakhani, responsable de la Oficina de Seguridad del VEVAK. Lakhani era peor que Golshiri, más despiadado, y lo primero que hizo fue esto. —Levantó el brazo izquierdo y mostró su mano protésica—. Cada mañana me mostraba mi propia mano mutilada en un sucio envase de comida antes de iniciar de nuevo las torturas. Entonces, algunos de los científicos comenzaron a doblegarse. ¡Me traicionaron vendiéndose a Golshiri y Lakhani! Sahid Behesthi, una eminencia en física cuántica fue el primero en morir, después fueron los demás. ¡Todos aquellos que se ofrecieron a colaborar! Saeed, Samira, estaban entre ese grupo. Y luego…, luego…

El profesor no pudo terminar la frase. Antes de que pudiera girar su arma y reaccionar, el inspector Paniagua se le echó encima y le propinó dos puñetazos brutales en la cara. Martin pudo escuchar el enfermizo chasquido de su nariz al partirse y un géiser de sangre y mocos manchó el estrambótico traje que vestía. El inspector sacó la mano de debajo de su chaqueta deportiva y extrajo su pistola auxiliar mientras el profesor Al-Azif aturdido por los golpes trataba de levantarse.

—¡Condenado loco, no se mueva! Todo ha terminado.

Y hablando por el micrófono que llevaba prendido en el interior de la solapa, dijo con voz triunfal:

—¡Lo tenemos!

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