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El coronel Sadeq Golshiri espiaba por el ventanal de su apartamento de la Torre Espacio a los escasos viandantes que recorrían la calle, treinta pisos más abajo. Desde aquella altura, los peatones parecían insectos atareados desplazándose de un lado a otro sin cesar. Se encontraba alojado a la mitad de altura del esbelto rascacielos en donde había tenido la precaución de establecer su cuartel general privado en cuanto supo que el general Al-Azzam le iba a enviar a Madrid.

Sadeq Golshiri había tenido siempre la certeza de que, tarde o temprano, el asesino iba a ir a por él y le gustaba pensar que se encontraba preparado. Por lo visto, el avispado general del IRGC estaba de acuerdo con él y por ello se había convertido sin saberlo en el cebo para capturar a un peligroso depredador.

Se giró y cruzó la enorme estancia que formaba el salón y se dirigió al cuarto de baño. El demacrado rostro que le devolvió la mirada desde el espejo reflejaba el nerviosismo que sentía. Porque aunque quisiera mantener una fachada de arrogante confianza, en su interior estaba sencillamente aterrado.

Después del fiasco que había significado la muerte de la doctora Farhadi, estaba seguro de que le había llegado el turno. Había hecho cosas terribles en Teherán, aunque siempre las hizo cumpliendo las órdenes recibidas, el IRGC no era precisamente benévolo con aquellos a los que consideraba una amenaza para la República Islámica de Irán o quienes se negasen a acatar una orden. Sadeq Golshiri sabía que algún día tendría que pagar por ello, que Alá le golpearía con toda la furia de su justicia divina y que no le esperaría la recompensa de la Yanna[30] al final del camino.

Sin embargo, no estaba preparado. Todavía, no.

Con todo el cuidado que había puesto, toda la precaución posible era poca si se tenía en cuenta que era su vida la que estaba en peligro. ¿Cómo era posible que hubiese llegado el momento? ¡Aquel maldito demonio vengador llamando a su puerta! ¡Resultaba inaceptable! Lo peor de todo había sido la actitud del embajador Lakhani. Su indiferencia. Tomó una breve nota mental de que si salía de esta con vida, le pagaría una breve pero inolvidable visita al perro traidor y le demostraría con sangre, quién tenía realmente el poder y las riendas sobre su futuro. No le importaba que el diplomático estuviese protegido por el propio director del VEVAK. Él tampoco se quedaba manco en cuestión de padrinos y ya se vería qué organización tenía más poder en su país, si los espías del Ministerio de Inteligencia y Seguridad Nacional o los guerreros de la Guardia Revolucionaria.

Como si hubiese leído sus pensamientos, sonó su teléfono móvil rompiendo el silencio en el interior del moderno apartamento. Fue tan inesperado, que Golshiri dio un respingo involuntario.

Salaam Sadeq.

Hablando del mismísimo Diablo…

Salaam General Al-Azzam, ¿qué puedo hacer por usted?

—El embajador Lakhani ha divulgado serias acusaciones contra ti, Sadeq. —Dijo el general con voz ronca, pasando a tutearle.

—¿Qué acusaciones? —Se limitó a preguntar Golshiri.

—El embajador asegura que no estás empleando todo tu potencial para cumplir la misión que Alá te encomendó, que eres incapaz de atrapar al renegado que está acabando con la vida de buenos musulmanes. —La percepción de seriedad en su voz lo decía todo acerca del motivo de la llamada—. ¿Es eso cierto, Sadeq?

—Sí y no.

El silencio prolongado al otro lado de la línea indicó a Golshiri que el general ya sabía la respuesta a su pregunta y tan solo pretendía concederle algún tipo de explicación.

—¿A qué atañe ese sí?

—Lakhani insinuó que el asesino me habría elegido a mí como su próxima víctima. —El coronel se negó a concederle el título diplomático al hombre que tanto detestaba y que había estado conspirando a sus espaldas para intentar salvar su propio trasero de la quema. Sayd Lakhani, siempre el político.

—Y no puedo estar más de acuerdo con él, Sadeq.

—Lo sé, general. —Golshiri no había tuteado al general en ningún momento, por mucho que le considerara su tutor en el IRGC, con hombres tan poderosos como él uno mantenía siempre las distancias, por si acaso—. Pero también insinuó que debería poner mi vida en manos de la causa y dejarme morir para que él y su odioso Ministerio de Inteligencia y Seguridad Nacional detuviesen al asesino y llevarse todos los laureles.

—Sadeq, cuidado con lo que dices. —Le advirtió el general Al-Azzam, su tono de voz se había tornado frío como el hielo—. El VEVAK vela por la seguridad de nuestro glorioso país tanto como el propio IRGC.

—General, le aseguro que no tengo ningún reparo en poner mi vida en manos de Alá, si ello contribuyese a ayudar a detener al asesino. Pero no pienso dejarme matar como un sucio árabe para satisfacer la ambición de un politicastro como Sayd Lakhani.

—No espero menos de ti, Sadeq. Pero lo cierto es que no has tenido ningún éxito a la hora de detener al asesino. Ya tuviste tu oportunidad en Teherán y se te escapó entre los dedos.

—Ese fiasco no fue culpa mía y usted lo sabe, general. Lakhani estaba fuera de control, su propia ambición le perdió y se inmiscuyó en mi operación para permitir que el VEVAK tomase el control y, con ello, dejó escapar al asesino.

—Es posible, Sadeq. Aun así, sigues sin solucionar nuestro problema. —Le recriminó el general—. Verás, el momento actual en nuestro país es muy delicado. No tengo que explicarte que las interminables luchas internas de poder entre la Guardia Revolucionaria y el Ministerio de Inteligencia nos están debilitando a ojos de Occidente.

Siguió otro silencio.

—Con la bendición de Alá he gastado una buena cantidad de influencias para acercar ambas posiciones y conseguir que el IRGC y el VEVAK trabajen juntos, en un frente común. —Prosiguió—. Ese asunto tuyo sin terminar está poniendo en peligro todo mi esfuerzo y está debilitándome, coronel.

El coronel aguardó.

—¿Cuál es el plan, entonces? —Preguntó finalmente el general—. Supongo que tendrás un plan, ¿no es así?

—Con el beneplácito de Alá, pienso sacar al asesino de su madriguera y meterle una bala entre los ojos cuando decida convertirme en la próxima víctima.

—¿Cómo piensas hacerlo? Según tengo entendido, de momento, nadie ha sido capaz de estar en la misma habitación que él sin terminar con su mano izquierda mutilada como un vulgar ladrón y los sesos desparramados por el lugar. —Preguntó con suspicacia, el general.

—Le he tendido una trampa. En un lugar de mi conveniencia, vigilado día y noche por mis hombres. —Explicó con firmeza Golshiri—. Créame, general, en el mismo instante en el que el asesino pise una baldosa de este apartamento para dejar su sangriento paquete, le estaremos esperando. Y, entonces, morirá.

—Pero cabe la posibilidad de que no se arriesgue y de que decida matarte sin más. —Dudó el general—. Solo Alá sabe realmente qué pasa por la mente del asesino.

—Estoy dispuesto a correr el riesgo. En cualquier caso, es hombre muerto. Se lo garantizo.

—Por tu bien, espero que así sea, Sadeq.

Y, sin despedirse, cortó la comunicación.

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