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— ¡Maldita sea! ¿No hay nada que podamos hacer?
El inspector Paniagua estaba fuera de sí. La desaparición de la doctora ante las mismísimas narices de los guardaespaldas del coronel Golshiri le había enfurecido tanto que las aletas de su nariz estaban hiperextendidas y dejaban entrever el matojo de pelos nasales que servían al apéndice como filtro de las impurezas y gérmenes del aire inhalado. Su rostro congestionado había tomado un color cárdeno, casi enfermizo.
—Inspector, estamos tratando de localizar al coronel por todas partes pero no hay ni rastro de él. —Le informó el subinspector Olcina, con cara compungida.
—Llamen al embajador. ¡A quien sea! No me importa si tienen que sacarlo de la cama o si tienen que arrastrarlo por los pelos del maldito club de campo en el que se haya escondido para desayunar. —Gritó el inspector—. Si el asesino cumple con su horario, la doctora morirá esta misma noche y no habrá nada que podamos hacer para impedirlo.
A Olcina pareció que se le caía el alma a los pies.
—Sí, jefe.
Entonces, Arturo Paniagua se volvió en dirección a Martin.
—¿Cómo encaja el secuestro en el perfil del asesino? —Preguntó a bocajarro, evidentemente enojado porque el ex agente del FBI no hubiera sido capaz de predecir la desaparición de la doctora.
—No lo sé. —Respondió Martin, sin inmutarse—. No sabemos a ciencia cierta si el profesor Mesbahi también fue secuestrado en alguna parte y luego llevado a su habitación de hotel para asesinarlo.
El inspector soltó un gruñido de desaprobación.
—¿Han comprobado el hotel donde se hospedaba la doctora? —La mente de Martin repasaba veloz todas las hipótesis tratando de encontrar alguna pista—. Quizás en su habitación…
El inspector le interrumpió, impaciente.
—Nunca llegó a subir. Al parecer, la secuestró justo cuando se encontraba ante su coche de alquiler para recoger unos documentos. Fueron los propios hombres de Golshiri quienes nos lo comunicaron. El condenado coronel no ha tenido redaños.
La fatiga se extendía por su cuerpo con evidentes estragos. A los ojos de Martin, el inspector parecía deprimido y entumecido. Dirigió una mirada fugaz a la ventana. El día había amanecido encapotado y gris. Atrás quedaba la oleada de calor con la que habían empezado la semana y que había tenido a media ciudad sin dormir, reacia a encender los aparatos de aire acondicionado en pleno mes de mayo.
Ignorando las ordenanzas, el inspector sacó su paquete de tabaco y, protegiendo con las manos la llama de su mechero en un gesto tan mecánico como inútil en el interior, encendió uno de sus cigarrillos y empezó a aspirar bocanadas de humo. El Ducados inmediatamente expelió su inmundo tufo por todo el despacho.
—Dios mío, solo de pensar lo que ese animal le pueda estar haciendo a la doctora me hierve la sangre.
Martin asintió, algo molesto por el humo intenso del tabaco negro.
—Si sigue su modus operandi habitual, aún tenemos tiempo hasta la noche.
—Este es uno de los peores casos que he tenido. —Informó el inspector—. La impotencia es inaguantable.
—¿Qué probabilidades hay de que puedan encontrarla a tiempo? —Quiso saber Martin.
Sin responder, el inspector le lanzó una mirada truculenta que lo decía todo.
A las diez y media, Olcina regresó sin haber dado con el paradero del coronel Golshiri y entonces decidieron que lo único que podían hacer era dejarse caer por el hotel de la doctora e inspeccionar el lugar de los hechos para ver si allí podían sacar algo en claro. Durante el trayecto nadie dijo nada, salvo alguna que otra imprecación del subinspector al tráfico típico del fin de semana, indolente y despreocupado, que se cruzaba en su camino.
El aparcamiento exterior del hotel estaba acotado por la cinta azul y blanca de la policía municipal que había ayudado a acordonar la zona e impedir el paso de transeúntes y vehículos que pudieran contaminar la escena. Aunque la poca actividad por parte de los peritos de la IOTP que se habían personado en el lugar ya era indicativo más que suficiente de que allí no había nada de valor para la investigación.
El inspector encendió un segundo cigarrillo y saltó del coche, al mismo tiempo, que su teléfono móvil comenzaba a sonar. Alejándose de ellos unos pasos, contestó.
—Son los jefazos. —Informó Olcina a Martin—. Están armando mucho jaleo con la desaparición de la doctora y culpan al inspector por ello.
—¿Por qué? El inspector no ha tenido nunca ocasión de protegerla.
Raúl Olcina se encogió de hombros.
—No parece importarles. Le están dando mucha caña, igualmente. —Miró de soslayo a su reloj de pulsera—. ¡Mierda! La doctora lleva unas trece horas desaparecida y recibió el paquete hace más de veinticuatro. ¿Cuánto cree que la queda?
Martin hizo un cálculo rápido en su cabeza.
—Es difícil de predecir con exactitud, pero supongo que unas diez u once horas. El profesor Mesbahi fue asesinado por la noche y pienso que hará lo mismo con la doctora. Al asesino parece gustarle la oscuridad.
Cuando el inspector se les volvió a unir tenía el rostro macilento y un aire de profunda hosquedad flotaba a su alrededor como una miasma.
—Era el inspector jefe Beltrán. —Informó—. Ha estado hablando de nuevo con la alcaldesa y parece que se han puesto de acuerdo para patearme el trasero al unísono.
A partir de ese momento, la mañana adquirió una calidad surrealista, una extraña sinonimia de las viejas películas de la Keystone pero con su humor de bufonada convertido en una fúnebre farsa. Por muchos esfuerzos que hicieran, por mucha alerta que se distribuyese entre las patrullas zetas de la capital, la doctora no apareció por ninguna parte.
Permanecían en silencio, hacinados en el despacho del inspector Paniagua, sin saber muy bien cómo abordar la situación. Todos tenían los rostros tensos, abotargados por la tensión y la espera. El inspector fumaba cigarrillo tras cigarrillo, sin parar.
—¿Había vivido antes una espera como esta? —Preguntó Olcina a Martin—. ¿Saber que una nueva víctima aparecerá a la vuelta de la esquina sin que haya nada que puedas hacer al respecto?
Martin asintió en silencio.
—¿Qué pasó? —Insistió el subinspector.
Soltando un suspiro extenuado, el ex agente del FBI respondió y sus ojos se endurecieron cuando lo hizo.
—Un violador en serie. Lo teníamos todo para atraparle. Una huella dactilar latente. Identificamos la cuerda que usaba para atar a sus víctimas y encontramos un cabo que contenía tejidos epiteliales. Teníamos a toda una unidad especial trabajando en el caso, día y noche, pero no pudimos atraparlo. Había desaparecido como por arte de magia. Entonces, reapareció. Una joven maestra fue secuestrada justo a la salida de su colegio. Montamos toda la operativa y, al final, lo pillamos en un control de carretera. —Hizo una pausa y apartó la mirada cuando prosiguió—: Claro que para entonces ya había forzado y matado a la maestra.
—Lo siento. —Dijo Olcina con voz suave. Luego, pareció reconsiderar lo que Martin le había contado y añadió—: ¡Puta mierda de trabajo! ¡Cada vez que te libras de un hijoputa, aparece otro para ocupar el puesto vacante!
—Amén. —Refunfuñó el inspector.
Y el silencio volvió a asentarse en la pequeña habitación.