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Durante toda la mañana, el subinspector Olcina apenas había podido estarse quieto. Tenía los nervios a flor de piel. Mientras revisaba su equipo se pasaba la mano temblorosa por la cara. Demasiado pensar. Ese era su problema. Eso, y la falta de sueño. No había podido pegar ojo en toda la maldita noche y todo por culpa del puto zumbido que se había adueñado permanentemente de su cabeza. Comprobó una vez más su chaleco antibalas y revisó el cargador de su pistola Smith & Wesson. Todo estaba en orden, como lo había estado también cinco minutos antes. ¿Por qué no podía quitarse de la cabeza a Neme? El inspector había notado su inquietud, aunque se había quedado satisfecho cuando le dijo que se debía al estrés y a los preparativos de la operación para capturar al profesor Al-Azif. Mierda, estaba poco más que jodido. Aquella no era forma de afrontar la operación más importante de su carrera.

Su pulso se aceleró.

Dentro de su cabeza oía un zumbido similar al del viento en el interior de un túnel. Pero lo verdaderamente extraño era que el viento parecía arrastrar palabras consigo. Trataba de concentrarse en lo que había a su alrededor para olvidarse de su cabeza y, entonces, la radio crepitó en el interior del furgón policial. El inspector Paniagua les estaba dando luz verde a la detención.

Los miembros de la unidad IRGC se pusieron inmediatamente en acción y se comportaron con la profesionalidad que les había hecho famosos en el mundo entero como una de las mejores unidades de élite en misiones especiales y cubrieron el amplio vestíbulo en cuestión de segundos.

Ajenos al drama que se iba a desarrollar en el piso superior, dieron la orden de que todo se encontraba despejado y sin peligro al resto de los agentes que aguardaban en la calle, quienes se sumaron a sus compañeros y comenzaron a distribuirse por el lugar.

Un nutrido grupo de cinco agentes se lanzaron escaleras arriba en formación de combate escaneando exhaustivamente con el cañón de sus subfusiles de asalto MP-5A5 cada recoveco y cada descansillo antes de proseguir con su ascensión.

Un segundo grupo, en el que se encontraba el subinspector Olcina, se congregó frente al ascensor e irrumpió en la caja apuntando fieramente en todas direcciones. Uno de los avezados agentes golpeó con el cañón el techo de la caja del ascensor hasta localizar la trampilla de mantenimiento. Con sumo cuidado y ayudándose del cañón de su subfusil, levantó la trampilla para escudriñar por la rendija y asegurarse de que nadie se escondía en el lugar o de que no hubiese ningún artefacto explosivo dejado allí por Farid Al-Azif. Una vez concluido el examen y satisfecho con el resultado, asintió en silencio con la cabeza, y pulsó el botón que les llevaba a la séptima planta.

El subinspector hizo un rápido gesto con la cabeza y comprobó que el seguro de su Smith & Wesson M&P de nueve milímetros estuviese quitado y cargó una bala en la recámara. La M&P era una pistola automática compacta que parecía un juguete al lado de los subfusiles Heckler & Koch MP5A5, con fuego en ráfaga corta de tres disparos y culata plegable, de los agentes de la unidad IRGC, pero lo cierto era que su munición Parabellum de punta semiblindada resultaba tan letal como la de los propios MP5A5.

Entonces algo le hizo detenerse en seco.

Mátala. Castiga a la zorra.

Raúl Olcina hubiera jurado que había escuchado una voz. La voz de una mujer a la que conocía muy bien y con la que había esperado consolidar un relación sentimental más seria que un puñado de citas esporádicas. Pero aquello era del todo imposible. Neme no estaba con él en ese ascensor, ni siquiera en el mismo maldito edificio. Miró a su alrededor y solo vio los robustos cuerpos de los agentes del Grupo Especial de Operaciones, sus rostros adustos semiocultos por pasamontañas de color oscuro, las manos tensas aferrando los subfusiles y una especie de aureola negra como el humo que brotaba de la chimenea de un crematorio, flotando por encima de sus cabezas como una miasma. Ni rastro de Neme y no es que tampoco esperase que fuera a estar allí dentro. Se llevó la mano al auricular que llevaba oculto en la oreja.

—¿Nervioso? —El jefe de la unidad IRGC había captado su malestar y le miraba con curiosidad casi burlona—. Quédese detrás nuestro y todo saldrá bien. Se lo aseguro.

—No se preocupe por mí, joder. Estoy de puta madre. —Pestañeó fuertemente repetidas veces y sacudió la cabeza para despejarse. El otro se encogió de hombros y volvió a centrar la vista en la puerta del ascensor.

Entonces, llegaron a la última planta.

A su derecha se veía un enorme ventanal que daba a la calle. Los edificios de enfrente estaban empezando a animarse, sus moradores regresaban de sus trabajos o se preparaban para salir de jarana nocturna y muchas ventanas estaban iluminadas. A su izquierda, observó el pasillo que conducía a las dos únicas puertas de la planta y se estremeció. Entrar por la fuerza en la casa de un sospechoso para capturarle por sorpresa siempre le ponía los pelos de punta. No le extrañaba que los miembros de la unidad IRGC llevasen el rostro cubierto, seguro que a ninguno de ellos les hacía ninguna gracia que sus compañeros viesen el nerviosismo que sentían dibujado en sus caras. Resultaba difícil poner gesto de tipo duro cuando sabías que detrás de la puerta que estabas a punto de echar abajo se escondía el responsable de al menos media docena de muertes. Claro que podría ser peor, podrías estar en el papel del diplomático iraní y ser el cebo para capturar a un depredador. Se preguntó cómo lo estaría llevando el embajador Sayd Lakhani.

Avanzaron rápidamente y en silencio por el pasillo hasta situarse enfrente de la puerta. Tras ellos, un leve sonido metálico brotó de la puerta que quedaba a sus espaldas. La segunda unidad IRGC acababa de llegar. Con un gesto, el agente que abría el grupo indicó que todo estaba despejado en las escaleras y, por tanto, estaban listos para derribar la puerta. Todos se giraron en dirección al subinspector y le miraron con atención. Ahora solo cabía esperar a que el inspector Paniagua y Martin Cordero diesen la orden y el profesor Al-Azif caería en sus manos.

Mátala. Mátala. Es una amenaza. Mátala. Mátala.

¡Dios Santo! Ahí estaba la voz otra vez. Y ahora estaba seguro de que era la voz de Neme… Tenía que venir del comunicador pero sonaba como un susurro en su cabeza. Pensó en la mulata, en su piel tersa y sus labios carnosos abriéndose para él. El deseo de estar con ella fue tan poderoso que casi se dio la vuelta y regresó corriendo al ascensor. Olcina apretó los párpados con fuerza y luchó contra la tentación. Volvió a repetirse que todo ello era consecuencia de estar sufriendo una especie de reacción retardada por el golpe en la cabeza que había sufrido durante su enfrentamiento con El Ángel Exterminador. Pero, en esta ocasión, no se creyó a sí mismo. Sentía húmedas las palmas de las manos y se las restregó en la pernera del pantalón, cambiando de mano la pistola durante la operación. El gesto no paso desapercibido a los duros agentes de la unidad IRGC que intercambiaron miradas. ¡A la mierda con ellos!, pensó, ¡Que se jodan! Se sentía humillado. Su único consuelo estaba en pensar que todo terminaría muy pronto y que el profesor Al-Azif no escaparía esta vez.

La penumbra de la noche se apoderaba del pasillo y con ella la miasma que flotaba por encima de las cabezas de los agentes se hizo más evidente. Era como si emanase de los poros de cada uno de ellos y tuviese luz propia, una extraña y sobrenatural luz oscura como nunca había visto con anterioridad. Raúl Olcina se preguntó cómo sería posible que la oscuridad emitiese algún tipo de luz y no obtuvo respuesta. Hasta dónde él sabía, la oscuridad era precisamente lo contrario a la luz, en ella no había manera de que la luz subsistiese, porque era absorbida tan pronto se producía y, sin embargo, allí estaba esa aureola de luz oscura que se suspendía a un palmo del techo. Negándose a mirar aquel espectáculo un segundo más, levantó el walkie-talkie a la altura de sus labios muy despacio, con cautela, y susurró:

—¿Jefe…?

No hubo respuesta.

Y Olcina volvió a pensar en Neme, en sus pechos firmes, en la tersura de sus músculos al bailar y deseó poseerla. Notó cómo se le tensaba la tela de los pantalones a la altura de la entrepierna y se ruborizó. Dando gracias al cielo por la poca luz que había en el pasillo, se preguntó qué demonios le estaba pasando.

Y entonces, el walkie-talkie que llevaba en la mano crujió y la voz del inspector Paniagua lo inundó todo haciéndole recobrar el sentido.

—¡Lo tenemos!

Antemortem
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