19

Saeed Mesbahi estaba todavía agitado por haber descubierto que era el centro de atención de los chismes de la comitiva científica. También estaba muy furioso, ¡él no había hecho nada para merecer aquella vergüenza! ¿Acaso había sido él quien había pedido que le fuera enviado el macabro paquete? La respuesta era no. ¿Acaso se relacionaba con dementes capaces de hacer semejante horror? De nuevo, no. Saeed se había comportado con respeto y con el decoro debido durante toda la cumbre y no merecía lo que le estaba pasando.

Extendió la mano para introducir su tarjeta magnética en la ranura pero las luces de la habitación no se encendieron automáticamente. Lanzando una maldición, le dio la vuelta a la tarjeta pensando que quizás la hubiera insertado de manera incorrecta. Nada. La misma oscuridad como boca de lobo. Probó de varias maneras, cabeza arriba, cabeza abajo, girando la tarjeta y nada. Entonces dio un paso hacia el dormitorio, con la intención de llamar a recepción y solicitar que le enviasen a un conserje para arreglar el problema. Y se detuvo en seco.

¡Allí en la habitación había alguien con él!

Una presencia, una sombra entre las sombras. Con el corazón atenazado, extrajo su teléfono móvil y encendió la aplicación que convertía el flash de la cámara en una linterna. Barrió la habitación con la intensa luz y descubrió que estaba solo. Sin embargo, el vello de sus brazos seguía erizado y tenía la piel de gallina. Hubiese jurado que no estaba solo. Pensó en llamar a los dos guardaespaldas que le habían acompañado a su habitación pero se lo pensó mejor. Ya había demasiados motivos de qué avergonzarse en su vida, en esos momentos, como para añadir otro más.

Aguzando el oído como una alimaña nocturna, avanzó hacia el centro de la habitación con paso inseguro. La mano que sostenía el teléfono le temblaba violentamente y el haz de luz dibujaba estrambóticas siluetas con las sombras de los objetos sobre los que se proyectaba. Saeed se detuvo y giró sobre sus talones para abarcar con la luz toda la habitación, pero seguía estando solo. Entonces, creyó oír un susurrante deslizar de pies. Dirigió la luz hacia el lugar y de las sombras se materializó una imposible figura que segundos antes no había estado ahí.

Sintió la droga invadir su sistema sanguíneo al mismo tiempo que su cerebro comenzaba a procesar las imágenes que acababa de ver pero, para entonces, ya era demasiado tarde.

Erguido sobre el cuerpo inerte del profesor Mesbahi, sin apenas respirar, el hombre iridiscente se insistía a sí mismo, una y otra vez, que no era un asesino. Los asesinos eran malos, y el hombre no tenía ni una molécula de maldad en su cuerpo, era una víctima más. Había sido forzado a abrazar la muerte como algo natural y necesario, dándole la espalda a la cordura, pero el hombre no era malo. Yo no soy un asesino, piensa. Y luego, lo repite en voz alta. ¿No había demostrado lo contrario? ¿No había demostrado, sin lugar a dudas, que sus actos no eran malvados? Un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer para mantener su esencia intacta. Y eso, exactamente, era lo que estaba haciendo.

No soy un asesino, volvió a repetir.

Y, sin embargo, ahí estaba, en aquella lujosa habitación de hotel, cuyas paredes encaladas en suaves tonos grises ahora parecían casi negras en la oscuridad. A sus pies yacía la desplomada mole de un hombre al que estaba dispuesto a matar. ¿Cómo explicas eso, cómo lo encajas en tu teoría de que no eres un hombre malvado? Sencillamente, no puedes. Así que solo te queda una cosa por hacer. Ponerte manos a la obra. El hombre iridiscente levantó la muñeca y puso en marcha el cronómetro digital. Disponía de diez minutos, ni un segundo más. En menos de la mitad, había dispuesto el cuerpo de Saeed como mejor le convenía para servir a sus intereses. En los tres siguientes, había concluido su labor.

Tanta sangre.

Irguiéndose lentamente, casi paladeaba el intenso olor metálico de la sangre, saboreando el instante. Observaba detenidamente la mano cercenada bajo la luz que emitía la diminuta linterna que había cosido a su ceñido traje futurista. Se encontraba más cómodo en la oscuridad. La oscuridad le rodeaba y le protegía. La oscuridad le había creado y no pensaba romper esa sagrada comunión permitiendo que la traicionera luz invadiese sus dominios mientras trabajaba. Se apremió mentalmente a continuar, porque estaba empezando a sentir cómo las fuerzas le abandonaban. El tiempo era esencial y el hombre iridiscente era su esclavo. La inyección de adrenalina que había surcado su cuerpo anteriormente estaba agotándose y pronto no podría ni mover un músculo. Se sentía satisfecho pero, al mismo tiempo, asqueado de lo que acababa de hacer. Comoquiera que fuera, reunió fuerzas para guardar la mano resbaladiza por la sangre en el envase de plástico.

El cuerpo de Saeed se encontraba atado a una de las delicadas sillas de la habitación y estaba echando a perder la costosa alfombra que se extendía por el suelo.

Persa, sin duda, dedujo sonriendo.

Entonces, el profesor Mesbahi dejó escapar un gorgorito recordándole que su misión todavía no había concluido, y aún tenía cosas por hacer.

El hombre iridiscente se acercó al muñeco desvencijado de carne y huesos que yacía en la silla, los cordones trenzados que rodeaban su pecho evitaban que se deslizase hacia el suelo. Por un momento, miró directamente a los ojos del profesor e inmediatamente se arrepintió. Los remordimientos volvieron a asaltarle con fuerza. Sobreponiéndose, levantó el brazo y de su mano brotó un relámpago de luz rutilante. El silenciador casero hizo su trabajo y apenas se escuchó un débil petardeo. La cabeza del profesor se echó hacia atrás violentamente, escuchándose audiblemente el crujido del cuello al quebrarse, y finalmente quedó, inmóvil, en un ángulo imposible.

El hombre que no se veía a sí mismo como un asesino se inclinó sobre el cuerpo inerte y untó dos dedos con la sangre que brotaba del muñón. Mientras, se decía que existían ciertas excepciones a lo que podía considerarse como asesinato y a lo que no. Por ejemplo, no era un asesinato cuando mataba a quienes se lo merecían. Los gobiernos de todo el mundo lo hacían constantemente cuando ejecutaban a los criminales más peligrosos. ¿No era verdad? ¿Cómo podía ser eso considerado como malvado? ¿Cómo podía hacerle sentir tan mal? Por mucho que lo hubiera hecho otras veces, no encontraba nada que pudiera decir que lo reconfortase.

Entonces, delicadamente, comenzó a dibujar.

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