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El embajador Sayd Lakhani ocupaba una localidad de las caras en uno de los palcos del estadio de Chamartín, nombre con el que se conocía al campo de juego del equipo de fútbol más importante de la capital y del resto del planeta. El partido era el segundo partido de las eliminatorias de semifinales de la Liga de Campeones europea y el enorme coliseo blanco se encontraba repleto de hinchas vociferantes y ruidosos.

Al embajador no le gustaba demasiado el fútbol, la mera idea de permanecer sentado en el mismo sitio por espacio de dos horas y presenciar un deporte en el que existía la posibilidad de que ninguno de los dos equipos anotara un solo gol le parecía algo vulgar y sumamente aburrido. Aunque en su país existía una numerosa afición, acrecentada tras las últimas actuaciones del equipo nacional en los pasados campeonatos de la Federación. Sayd Lakhani prefería el polo, deporte que había practicado durante sus años universitarios y que se llevaba practicando en su país desde el siglo VI a. C. Incluso la varzesh-e pahlavani o lucha libre tradicional persa, le atraía más que el decadente deporte occidental. El enorme derroche de dinero que habitualmente se realizaba en las fichas de los jugadores le repugnaba tanto como la obsesión imperialista de proclamar al fútbol como el deporte más influyente de la Humanidad.

Lo cierto era que el embajador compraba habitualmente aquellas localidades para entretener a las muchas autoridades y hombres destacados que solían aparecer por la embajada como satélites errantes y un partido de los merengues era una de las mejores maneras que se le ocurría de agradar. Todos querían acudir al impresionante estadio. Incluida la bella modelo libanesa que ocupaba la localidad contigua a la suya. Al parecer, la joven sentía predilección por uno de los jugadores blancos y cuando Sayd Lakhani se enteró, había ofrecido inmediatamente sus localidades. Por supuesto, esperaba que tal gesto de generosidad fuera debidamente recompensado en las profundidades de su dormitorio.

Aquella tarde, por lo tanto, no esperaba ser interrumpido y, mucho menos, por el maleducado inspector que estaba al cargo de la investigación de los asesinatos de los científicos. Así que, cuando su teléfono móvil de cuarta generación comenzó a vibrar, supo que algo iba mal. El maldito coronel Golshiri había vuelto a meter la pata, sin duda. Aunque si fuera eso, se preguntaba por qué el espía que había infiltrado entre los hombres del coronel no le había informado debidamente. Como fuera, el Sadeq Golshiri se estaba convirtiendo en una continua preocupación, y en ese momento no le apetecía tener ningún tipo de preocupaciones.

Respiró hondo y contestó. No sin antes dejar caer su mirada lasciva sobre el escote de su hermosa acompañante.

—Embajador, le habla el inspector Paniagua.

—Inspector, no podía haber elegido un peor momento.

—Siento mucho interrumpir lo que sea tan importante que esté haciendo pero es de suma urgencia que hablemos.

Sayd Lakhani lanzó una mirada furtiva a la bella mujer.

—Créame, inspector, no puede haber nada mejor.

—Se trata del coronel Golshiri.

El estómago del embajador se contrajo dolorosamente, sabía que el presentimiento que acababa de tener era acertado.

—Ya le dije que no puedo ayudarle en ese asunto.

—Me temo que ya no va a ser necesaria su asistencia, embajador. —Respondió el inspector—. El coronel ha pasado a mejor vida esta madrugada.

La alarma se adueñó de Sayd Lakhani y de repente todo a su alrededor careció de interés. El partido de fútbol, la bella modelo, incluso los vociferantes hinchas desaparecieron de la periferia de su atención.

—Perdón, ¿cómo dice? Creo no haberle escuchado correctamente.

—Oh, embajador, le aseguro que me ha escuchado perfectamente. Golshiri ha muerto. —Repitió el inspector con cierto regodeo.

—¿Cómo es posible? —Sayd Lakhani no acababa de creer lo que estaba oyendo.

Paniagua no contestó de inmediato.

—Está muerto, embajador. El coronel se ha convertido en la víctima número tres. —Dijo por fin—. ¿Recuerda que se lo advertí, recuerda que le ofrecí nuestra ayuda?

—Yo… —Sayd Lakhani estaba estupefacto, el inepto coronel se había dejado matar. Su incompetencia no tenía límites.

—Embajador, le aconsejo que abandone al instante esa cosa tan importante que está haciendo y se reúna conmigo lo antes posible. Creemos saber cuál es la lista del asesino y le interesa escuchar lo que tengo que decirle.

El embajador parecía desconcertado.

—¿Qué quiere decir? ¿Qué lista?

El inspector intentó otro rumbo.

—Déjeme expresarlo de otra manera, cuando alguien es muy bueno en lo que hace resulta muy difícil hacerle caer en la tentación de abandonar su camino, ¿no cree?

—Sí, supongo. —Lakhani no sabía a dónde quería ir a parar el inspector.

—Pues bien, el asesino es muy bueno, nada de lo que hizo el coronel Golshiri por detenerle funcionó. Ni en Teherán, ni aquí. Y ya he establecido con usted que el asesino tiene una agenda, ¿verdad?

—Es cierto, pero no veo…

El inspector le interrumpió con brusquedad.

—Esa agenda… ¿Sabe qué otro nombre aparece en ella?

—¡Alá sea misericordioso!

—Exactamente. Se supone que eso es algo que el coronel Golshiri debería haber sabido, ¿me equivoco?

El inspector Paniagua seguía intentado desentramar todo el asunto, el embajador tenía que concederle el mérito por ello. Sin embargo, estaba tan perdido que casi se echó a reír.

—Sin corroboración alguna, no puedo confirmar que el coronel estuviese informado de la existencia de tal agenda o del propio asesino, para el caso.

Arturo Paniagua suspiró ruidosamente, estaban yendo en círculos.

—Embajador, que Golshiri conocía previamente la existencia del asesino es algo que ya sabemos con certeza, no tiene sentido seguir negándolo.

—De nuevo, inspector, no puedo ayudarle en ese sentido. Es algo que no paró de repetirle y a lo que usted parece hacer oídos sordos.

Hubo un silencio prolongado que el embajador aprovechó para terminar de excusarse ante su acompañante y abandonar el palco para dirigirse hacia el vomitorio más cercano. El inspector podría no tener una idea muy exacta de lo que estaba hablando pero Sayd Lakhani sabía que no le quedaba mucho tiempo para actuar, si supiera exactamente qué iba a hacer a continuación. La muerte del coronel Golshiri y su ineptitud a la hora de detener al asesino le había dejado en una situación muy precaria y sus opciones eran muy limitadas.

—Verá embajador, la reglas del juego suelen ponerse en contra de uno cuando un asesino en serie conoce tu identidad antes de que tú descubras la suya, ¿no se si me entiende? —Señaló el inspector—. Así que dígame cuándo y dónde podemos reunirnos. Créame que será lo mejor para usted.

Justo cuando el embajador iba a contestar llegó a sus oídos el agresivo rugido de la masa de aficionados celebrando el gol de su equipo. Como si fuera el rugido de los sabuesos infernales que estuviesen tras su pista, Sayd Lakhani levantó la cabeza y supo que su vida estaba inevitablemente amenazada.

—¿Ahora? —Preguntó finalmente.

—Ahora es tan buen momento como cualquier otro. Este maldito caso ya ha durado demasiado. —Respondió tajante el inspector, que estaba empezando a impacientarse.

—De acuerdo. —Dijo el embajador con aire derrotado—. Reúnase conmigo en mi despacho en una hora. ¿Le parece bien?

—Allí estaré, procure mantenerse con vida hasta entonces.

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