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Lejos de allí, Martin Cordero se reunió con el inspector Paniagua y Raúl Olcina en las oficinas de la IRGC. Le había costado un poco pasar a través de la maraña de manifestantes que se congregaba a las puertas del complejo policial pero después de varios empujones por aquí y alguna que otra explicación por allá lo había conseguido y ahora solo pensaba en el momento de hablar con el inspector y contarle lo que había descubierto. Cuando llegó al despacho de Paniagua le sorprendió ser recibido por una gran actividad frenética.
—Inspector, ¿qué está pasando? ¿A qué se debe tanta agitación? —Preguntó.
—Ah, agente Cordero, no puede usted llegar en peor momento. —Se limitó a responder el inspector mientras consultaba un plano callejero con un agente vestido de uniforme.
—Inspector, tengo que hablarle del coronel Golshiri.
Arturo Paniagua le hizo callar con un ademán de la mano.
—Ahora no. Ese gomoso tendrá que esperar.
—Pero, creo sospechar que el coronel será la próxima víctima… —Empezó a decir Martin antes de ser nuevamente interrumpido.
—Agente, la señorita Torres ha desaparecido y tengo la corazonada de que El Ángel Exterminador tiene algo que ver con ello. —Gritó fuera de sí, el inspector—. Sea lo que sea lo que le preocupa sobre el coronel Golshiri puede ponerse a la cola de mis prioridades. Tenemos un sospechoso, un agente de movilidad, que estuvo por la zona el día que murió Oswaldo y vamos a ir a por él. Recemos para que sea el hombre que buscamos y lleguemos a tiempo para salvar a la señorita Torres.
El agente de uniforme le indicó un punto en el mapa y el inspector asintió, aparentemente, satisfecho.
—Vamos allá. —Y volviéndose en dirección a Martin, le espetó—: Agente, o se quita de en medio o viene con nosotros. Usted decide, pero tiene menos de diez segundos para hacerlo.
De camino al apartamento del agente de movilidad que había estado vigilando el tráfico en el Puente de San Isidro, el inspector puso al corriente a Martin sobre su conversación con la agente en la comisaría de Arganzuela. Martin tenía que conceder que el agente se ajustaba bastante al perfil del criminal y que había una buena posibilidad de que se encontrasen sobre la pista correcta. El subinspector Olcina buscó un sitio libre en una zona de estacionamiento permitida únicamente para la carga y descarga de mercancías y estacionó el coche sin darle mayor importancia.
El edificio del agente Zafra era uno de esos bloques de apartamentos construidos en la década de los setenta, de color gris y que, a los ojos del inspector Paniagua, tenía el aspecto de una prisión. Cuando llegaron al portal se toparon con la puerta cerrada y un conserje de voluminosa barriga y aspecto amable, que estaba levantando polvo en el vestíbulo armado con un escobón de madera que parecía el hermano pequeño de los usados por los barrenderos municipales.
—Somos de la policía. Por favor, abra esta puerta. —Le gritó Paniagua desde la calle. Los tres hombres aguardaron a que el corpulento conserje cruzase torpemente el espacio y abriese la cancela.
Paniagua y Olcina le mostraron sus placas. Ninguno se tomó la molestia de presentar a Martin.
—Buenos días, inspectores. —Saludó el hombre, un poco alarmado—. ¿Hay algún problema?
—Ningún problema, señor. No se preocupe. —Le tranquilizó el inspector—. Estamos buscando al señor Samuel Zafra, es un agente de movilidad que vive en este edificio.
—Sí, le conozco. Es el del tercero derecha, pero no está en casa.
—¿Cómo lo sabe? Es muy importante.
—Porque a estas horas ya debe estar en su trabajo, como siempre.
Arturo Paniagua asintió con la cabeza.
—¿Qué opinión le merece el señor Zafra? —Preguntó.
El conserje le miró suspicaz pero contestó.
—No sé, a mí siempre me ha tratado con respeto, aunque un poco indiferente. Es uno de esos hombres que pasan a tu lado y tal, pero no miran a la cara de la gente cuando lo hacen, ¿entienden?
El inspector le dijo que sí y volvió a preguntar:
—¿Le considera un buen tipo?
Una sombra de perplejidad cruzó el rostro del hombre.
—¿Qué quiere decir?
—Me refiero a si no es un tipo violento y todo eso. Si ha tenido algún problema con los vecinos o algún comportamiento extraño que pueda reseñarnos.
El conserje pareció dudar unos instantes antes de responder a la pregunta y cuando lo hizo hablaba algo avinagrado, como si alguien le hubiera pedido que se comiese una cabeza de ajos crudos.
—No siempre fue así. Antes era amable, algo chulesco y altanero, pero siempre saludaba y hablaba con todo el mundo. —Explicó el conserje con voz truculenta—. Yo personalmente nunca creí las habladurías que corrían sobre que era un racista y todo eso. Como ya he dicho, conmigo siempre se comportaba de buena manera y a menudo hablábamos de fútbol o de tenis, un deporte que yo sigo mucho. No me pierdo ni un solo partido de Rafa Nadal, es el mejor jugador de…
—¿Y que sucedió, en su opinión? —Le cortó el inspector algo molesto por el cambio de tema, para él ver a dos tipos aporreando una pelota por encima de una red tenía tanto interés como una tesina sobre las aplicaciones prácticas de la matemática teórica.
El conserje se encogió de hombros.
—Un lío de faldas, seguro. ¿Acaso no pasa siempre lo mismo?
—¿Una mujer? —Se interesó el inspector Paniagua—. ¿Qué puede decirnos de ella?
—Nada. Yo nunca la vi pero seguro que era una rarita porque el señor Zafra se volvió más seco y dejó de saludar. Se rapó la cabeza como esos tipos de ultraderecha y andaba siempre por ahí con una cazadora de cuero de las caras, la recuerdo bien porque tenía capucha… Algo extraño para una prenda de cuero, si me pregunta usted. El caso, es que se volvió más callado. Cuando salía, siempre lo hacía a última hora de la tarde, casi al finalizar mi turno, y muy a menudo le veía regresar a primera hora de la mañana.
—No parece un lío de faldas de los que yo reconozca. —Opinó Raúl Olcina—. ¿Por qué piensa que hubo una mujer de por medio?
—Un día le escuché hablar por el móvil. —Respondió el conserje en tono confidencial—. Le sonó cuando estaba cruzando el vestíbulo. Había una mujer, se lo digo yo. Para mí que era una de esas que siempre visten de negro y llevan toda la cara pintarrajeada. Una rarita, se lo digo yo.
El subinspector Olcina le miró durante unos segundos, en su rostro podía leerse una expresión descreída, por la pinta que tenía aquel conserje no parecía ser muy experto en temas de mujeres. Sin embargo, el inspector parecía mostrar un interés desmesurado sobre aquella información.
—¿Cuándo notó esos cambios de los que habla?
—No sabría decirle con exactitud.
—Pero nunca vio a Samuel Zafra con ninguna mujer, ¿correcto? —Insistió el inspector.
—Así es, ya se lo he dicho. —El conserje frunció el ceño—. ¿Por qué le buscan, si puede saberse? ¿Se ha metido en algún lío?
Paniagua negó con la cabeza.
—Por nada, no se preocupe. Cosas del trabajo, solo queremos hablar con él. ¿Tiene usted una llave de su apartamento?
El conserje frunció el ceño mientras se pensaba la respuesta, mirando de soslayo a Martin Cordero como si sospechase que este fuera el responsable del cotarro y le estuviera tendiendo una trampa. El ex agente del FBI se limitó a sonreír de la manera más inocente que pudo, lo cual contribuyó a que el hombre se pusiera más nervioso todavía.
—¿Para qué quieren entrar en su casa, no necesitan un permiso del juez o algo así?
Malditas series de televisión, pensó para sí el inspector, te bombardeaban la cabeza con esa basura a todas horas y ahora todo el mundo escondía un abogado amateur en su interior.
—Solo vamos a echar un vistazo y cerciorarnos de que no se encuentra en la vivienda y que no le ha pasado nada malo.
—Pues yo estoy seguro de que necesitan papeles y tal para poder entrar en la casa de uno. Lo he visto por la tele…
—¿Tiene las llaves o no? —Le cortó Paniagua.
—¿Cómo? Sí, claro que las tengo. Están en la portería, en la entreplanta. —Respondió el conserje, pestañeando.
—¡Pues vaya a buscarlas, hombre de Dios!
El hombre le miró asustado, tenía el rostro congestionado y los ojos vidriosos como si fuera a echarse a llorar de un momento a otro, y en un santiamén se esfumó en dirección a la portería.
—¿Jefe, a que venía todo ese asunto sobre la mujer? —Quiso saber Olcina—. Parece evidente que no existe ninguna mujer.
—No lo sé, es algo que me contó la señorita Torres. —Respondió el inspector—. Puede que no sea nada, pero me dijo que había visto a una pareja sospechosa en el bar Los Quiteños y Samuel Zafra coincide con la descripción del hombre.
Martin le miró interesado.
—¿Piensa que Samuel Zafra pueda tener un cómplice? Esa teoría no encaja con su perfil, ni con el modus operandi de sus asesinatos.
El inspector se encogió de hombros, en silencio. No estaba seguro de nada, pero tenía una ominosa sensación de que el perfil no estaba completo, que había algo que se les escapaba de El Ángel Exterminador, como una sombra que se moviese entre bambalinas. Una sombra entre las sombras.
Al cabo de unos instantes, el conserje regresó con dos llaves atadas a un arito metálico.
—Solo espero que el señor Zafra se encuentre bien. —Dijo entregándoselas al inspector, sin dejar de espiar a Martin por el rabillo del ojo—. Espero que no le haya sucedido nada malo.
El apartamento de Samuel Zafra era un espacio minúsculo de no más de cincuenta metros cuadrados con un dormitorio, salón, un baño y la cocina. Como les había indicado conserje parecía vacío y necesitaba urgentemente una mano de limpieza, hedía a sudor y comida rancia. Los tres se quedaron en medio del salón con la boca abierta. El espacio estaba dominado por un enorme banco de pesas y por algo más.
Samuel Zafra siempre había querido ser policía. Aunque su padre se encargaba de recordarle todos los días que era un tarado y que a los tarados como él nunca les daban trabajos en el cuerpo de policía. Como mucho podría aspirar a barrerles los suelos de la comisaría y limpiar la mierda de sus retretes. Samuel nunca le había hecho caso y las paredes de su apartamento así lo indicaban.
Del suelo hasta el techo, todas las paredes del lugar se hallaban empapeladas con imágenes recortadas de revistas o periódicos que mostraban escenas de películas sobre policías. Harry Callahan, John McClane, Martin Riggs… todos estaban representados allí, hasta los mismísimos Starsky y Hutch. Como si fuera el muro de la fama de los dramas policíacos del cine y la televisión. Y entre los recortes, Samuel había intercalado fotos suyas vestido con el uniforme negro y amarillo de los agentes de movilidad, en otras empuñaba una pistola automática, más allá había sustituido el rostro de un actor y había pegado el suyo propio sobre una imagen que representaba una escena de acción. Aquellas paredes eran un altar al culto de las armas de fuego y de la violencia. El grito silencioso de un homicida brutal y sin remordimientos.
Raúl Olcina dejó escapar un prolongado silbido.
—Este tío está peor de lo que me temía. —Masculló.
Martin se acercó a una de las fotos y se la mostró al inspector.
—Fíjense, ha rasgado esta foto por la mitad para eliminar al compañero de color de Mel Gibson. —Echó un vistazo a su alrededor. Era imposible encontrar un solo hueco en las paredes que no tuviera una fotografía o un recorte pegado—. ¿Cuántas fotos creen que puede haber usado? ¿Cientos, miles? No hay ni un solo policía de ficción que no sea blanco. No hay negros, ni asiáticos, ni siquiera hispanos. Esta película de aquí, la he visto. Sus protagonistas son una pareja de patrulleros de Los Ángeles y uno de ellos es de descendencia latina… Ni rastro de él en los recortes.
—Eso solo indica que es un racista… —Dijo Paniagua.
Martin le miró.
—También puede ser su motivación para matar. —Explicó—. Es muy probable que la xenofobia haya podido ser el detonante de su compulsión asesina.
—¡La hostia puta! —La voz de Olcina sonó desde el dormitorio—. Jefe, tienen que ver esto.
Las paredes del cuarto también se hallaban empapeladas pero de un material bien distinto. Impresiones digitales que mostraban granulosas instantáneas de las víctimas de El Ángel Exterminador. Los rostros de cada víctima habían sido borrados con un rotulador de tinta roja y, en su lugar, Samuel había escrito la palabra: IMPÍOS.
—¡Dios Santo! —Exclamó Paniagua.
Martin asintió truculentamente con la cabeza.
—No hay duda de que se trata del asesino, inspector. —Dijo, mirando a su alrededor—. Mírelos, están expuestos como si fueran ejecuciones. Ante sus ojos sus víctimas eran seres malvados que tenían que ser castigados.
—Parecen fotos tomadas con un teléfono móvil. —Apuntó Olcina—. Apostaría cualquier cosa a que todavía las lleva consigo. Estoy seguro de que cuando lo atrapemos, su teléfono móvil estará hasta los topes de esta mierda.
—Subinspector, llame a la central y pida que cursen una orden de búsqueda y detención inmediata contra el agente Samuel Zafra, quiero a ese monstruo fuera de las calles cuanto antes.
A su espalda, Martin contuvo el aliento.
—¿Qué sucede, agente Cordero? —Preguntó, medio volviéndose.
—Aún es peor.
—¿Explíquese, por favor, qué puede ser peor que todas estas abominables instantáneas?
Martin no contestó. Extendió su mano y se la mostró al inspector, un rectángulo de brillante papel fotográfico reposaba entre sus dedos. El color del rostro de Paniagua se mudó tan pronto como sus ojos se posaron sobre la imagen. Ante él se encontraba el retrato sacado con teleobjetivo de Alba Torres. Sus rasgos apenas eran identificables por las decenas de cortes que presentaba la fotografía. Alguien se había tomado la molestia de raspar su cuerpo y su cara con una cuchilla de afeitar.
Alguien muy perturbado y lleno de odio.
Entonces, escucharon un chasquido metálico en la puerta de entrada, el deslizar de una llave en la cerradura. Sin pensárselo ni un instante, el inspector Paniagua desenfundó su pistola y se preparó para recibir a quien fuera que cruzase el umbral.