58

La doctora Farhadi había sentido el pinchazo de la aguja, la droga entrando en su torrente sanguíneo. Por primera vez en su vida fue consciente exactamente de lo que significaba tener miedo. Aunque al principio, solo había sentido confusión. ¿Qué le había pasado? ¿Quién la había pinchado y por qué? Se había notado pesada, torpe, luego inmóvil, incapaz de poner en funcionamiento un solo músculo de su cuerpo. Trató de huir, pero sus piernas no la obedecieron. Trató de gritar pero sus cuerdas vocales se negaron a obedecer. Por último, se había sumido en una profunda oscuridad. Ahora el terror fluía por sus venas y la adrenalina la incitaba a actuar. Pero sabía que estaba atada a una silla, aunque tironeó de sus ataduras de todos modos, lastimándose las muñecas y los tobillos.

—¡Abra los ojos, doctora!

Una voz. Habría jurado que había escuchado una voz. No estaba segura de si no sería su mente enturbiada por la droga jugándole una mala pasada o de si realmente había alguien más en la habitación. Junto a ella. Y, de repente, algo destelló a lo lejos en la oscuridad que la rodeaba.

Algo feroz.

Entonces, el brillo se esfumó tan pronto como había aparecido. Intentó mover inútilmente la cabeza en esa dirección pero no pudo, más ataduras le mantenían la cabeza recta obligándola a mirar hacia delante. Espero a que su vista se acostumbrase a la oscuridad y trató de discernir lo que le estaba sucediendo. Estaba desnuda y sentada sobre lo que parecía ser una de esas sillas desplegables que se almacenaban en cualquier rincón, en una habitación que le era completamente desconocida.

Estaba buscando mi portafolios en el coche, pensó. ¿Cómo he llegado hasta aquí? Su mente se encontraba todavía aletargada por los efectos de la droga que le habían suministrado. La correa que le sujetaba la frente, le mordía su carne con saña y tampoco le ayudaba demasiado a aclarar sus ideas. Recapacitando, parecía evidente que el mismo que le había dejado el macabro paquete en los lavabos de señoras del Palacio de Congresos, la había drogado, secuestrado y llevado hasta aquel lugar.

El destello volvió a aparecer en su campo de visión. ¿Quién está ahí? ¿Qué quiere de mí?, quiso preguntar pero, una vez más, ningún sonido brotó de su garganta. Se oyó un chasquido a su derecha y de nuevo distinguió el destello, pero en esta ocasión pudo ver con claridad de qué se trataba. Sintió un temor gélido que se deslizaba por su columna vertebral. Aunque no conocía el nombre del instrumento quirúrgico sabía exactamente para qué servía. La doctora tironeó frenéticamente de las correas que la sujetaban, en vano.

Y entonces comenzó a sollozar.

La figura vestida con un extraño traje que emitía destellos iridiscentes se acercó a ella. Parecía un personaje que se hubiera fugado del rodaje de una película futurista o quizás uno de esos patinadores velocistas pero sin el cuerpo esculpido por el deporte. La doctora podía ver las oscuras manchas de sudor que manchaban los sobacos del ajustado disfraz y casi se rio ante la ridícula imagen que mostraban las redondeces de su cuerpo. En vez de ello, encontró su voz perdida y preguntó:

—¿Qué quiere de mí? ¿Quién es usted?

Cuando la figura iridiscente habló, el miedo restalló por todo su cuerpo como las colas de un látigo. Conocía aquella voz y sabía que solo podía significar una cosa: su muerte.

—Ya sabe quién soy, doctora, y lo que quiero realmente en este momento es saber qué se siente. Quiero que me lo diga y que no sea tacaña con los detalles. Necesito saber.

¿Qué sentía? ¡Dios mío, el hombre estaba completamente chiflado!

—Por favor… —Comenzó a decir pero las fuerzas le fallaron en el momento en que se vio cara a cara con la sonrisa y con la locura que bailaba en lo más profundo de los ojos de su captor.

—¿Qué pasa, le comió la lengua el gato? Le diré lo que vamos a hacer, empezaremos por el principio. Usted me cuenta lo que quiero saber, y yo le digo a cambio lo que va a suceder a continuación. Pero sea breve, el tiempo apremia.

El hombre iridiscente se acercó, el instrumento que llevaba en la mano estaba apuntando directamente en dirección a la doctora y lo empuñaba como si fuera un arma. Casi deseaba que así fuera, cualquier cosa con tal de que le ahorraran el sufrimiento que la aguardaba. Con horror podía contemplar que el hombre estaba casi exultante en su locura, tenía la frente perlada de gotitas de sudor que resbalaban libremente por su rostro hasta empapar el cuello de su extraño atuendo.

—¿Nada? ¿No se le ocurre nada? —Insistió el hombre, pero ella era incapaz de encontrar las palabras—. Tómese su tiempo, piénselo detenidamente, antes de contestar si es lo que necesita. Entretanto, permítame que empiece lo que tengo que hacer. Desgraciadamente, no disponemos de toda la noche para conversar.

Entonces, el hombre alzó el instrumento y le asió el antebrazo izquierdo con una mano férrea. La hoja de acero quirúrgico destelló con crueldad en la oscuridad que reinaba en la habitación. Aquello fue lo último que contempló antes de apretar los ojos con fuerza para no ver cómo los dientes de sierra mordían la piel de su muñeca y recibir el dolor con un grito silencioso. Aún con todo, de un violento tirón consiguió liberar la otra mano y trató de golpear con ella a su torturador. Pero fue en vano. El hombre la golpeó sañudamente en el rostro y perdió el conocimiento.

Cuando concluyó, el hombre iridiscente se sorprendió de lo fácil que había resultado todo. Fácil y fluido. Entre cuatro y cinco litros de fluido sanguíneo, para ser exactos, pensó sonriendo. El siete por ciento del peso de una persona adulta. Le maravillaba la estrecha relación que existía entre la vida y el preciado líquido. Sin este, el ser humano no significaba nada. Estaría muerto. Como muy pronto lo estaría la doctora.

La habitación estaba completamente cubierta de sangre. Se encontraba por todas partes, en las paredes, el suelo, incluso en el techo. Su mundo se había vuelto carmesí. La venganza tenía color carmesí, como sus pensamientos. A sus pies, la mano izquierda de la doctora Farhadi se hallaba debidamente recogida en el envase de plástico. Un envase pensado para almacenar comida y que ahora era usado de un modo más macabro pero estrictamente necesario. Aquella parte del ritual había terminado. La doctora había cumplido su cometido y ahora no era mucho más que un simple despojo que había que desechar.

Extrajo la pistola de la funda que llevaba adosada al tobillo y la apoyó contra la frente de la mujer, mientras esperaba que recuperase el conocimiento. Nada. Impaciente, la abofeteó repetidas veces hasta que los primeros signos de consciencia asomaron a sus ojos, que ya empezaban a perder el brillo de los vivos.

Samira Farhadi gimió débilmente y miró directamente a su asesino. En el paroxismo de dolor que la envolvía, alzó un poco la cabeza para recibir la negra bocacha del arma sobre la piel de su frente. El tacto del cañón de la pistola no le provocó la intensa oleada de puro terror que hubiera esperado sentir. Quizás porque aún se encontraba bajo los efectos del shock producido cuando el monstruo que tenía ante ella le había seccionado la mano con una sierra, quizás porque su cerebro todavía no había realizado la sinapsis adecuada que le revelase el evidente significado de tener una pistola pegada a la cabeza.

El hombre iridiscente la miró casi con curiosidad, como si se hubiera extrañado de la ausencia de miedo en sus ojos o quizás simplemente padeciese un ataque de dudas ante lo que se disponía a hacer a continuación. Entonces, la doctora abrió mucho los ojos y, de repente, experimentó el terror que debiera haber sentido con anterioridad. Y como si el embrujo del momento se hubiera levantado en ese momento, el hombre apretó el gatillo.

Una bomba ardiente de cegador brillo engulló la cara de la mujer.

La doctora Samira Farhadi había dejado de existir.

El hombre profirió un quedo suspiro y hundió los dedos en el horrible agujero dejado por el proyectil. El rojo fluido se deslizó rápidamente en dirección a su muñeca dejando un agradable cosquilleo en su piel que le erizó el vello del dorso de la mano. Rápidamente, sin desperdiciar ni una gota del preciado líquido, se llevó el envase de plástico hasta el cuarto de baño. Había perdido demasiado tiempo y todavía quedaba algo más por hacer.

Aunque tampoco era cuestión de apresurarse, nadie acudiría para rescatar a la desdichada doctora, era demasiado tarde para ella. Para ella, el tiempo sí se había acabado.

Permanentemente.

Sonrió y dejó su sangrienta impronta.

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