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Consumida por la tristeza, Alba Torres caminaba hacia su casa. Habría podido bajar de nuevo a la estación de Metro pero decidió que el ejercicio le sentaría bien para el ánimo y que la despejaría. Alba trataba de combatir con el ejercicio físico la tristeza que la embargaba.

Durante todo el tiempo que estuvo caminando, Alba estuvo recibiendo muchas llamadas de parte de sus amigos y los de Oswaldo. Todos querían darle el pésame por la muerte de este y ofrecerle palabras de ánimo y su ayuda. Pero ella los iba rechazando uno detrás de otro. No se encontraba con la entereza suficiente para hablar con nadie, solo quería caminar y caminar. Cuando se dio cuenta de que el sol se había puesto, había cruzado el Eje de O’Donnell y se encontraba muy cerca de su casa. El tiempo se le había pasado volando, como si no importase. Los edificios que la rodeaban tenían un aspecto lúgubre bajo la luz amarillenta de las farolas y parecían moles frías e inertes, a pesar de toda la vida que bullía en su interior y que se intuía a través de las ventanas.

Alba sintió la absurda tentación de no detenerse ante su portal, de seguir caminando calle abajo, siempre hacia delante y no parar jamás. De pronto, le aterraba llegar a su apartamento y temía con todas sus fuerzas el momento de tener que enfrentarse a las habitaciones vacías y al mismo silencio que otrora le hubiese reconfortado. Su apartamento se había convertido en un lugar que se le antojaba extraño y amenazador, como un páramo desolado y envuelto en la niebla en el que cada ruido se multiplicaba infinitas veces por culpa del eco. Sintiéndose un poco tonta, Alba rebuscó en el bolso las llaves del portal del decrépito edificio en el que vivían. Un antiguo bloque de cinco plantas, construido en los setenta, que ni siquiera tenía ascensor. El ladrillo visto de la fachada hacía mucho tiempo que había perdido el lustroso color rojo y ahora mostraba un color grisáceo, sucio por la polución de los tubos de escape y la porquería que nunca se había limpiado. Las manos de Alba temblaron cuando intentó abrir la puerta, de hecho, todo su cuerpo estaba temblando. El repiqueteo de metal contra metal que producía la llave golpeando contra la cerradura retumbaba en su cabeza y tuvo que ayudarse de la otra mano para meter la llave en su sitio.

En el interior, el aire olía a humo de tabaco estancado y a comida rancia. Y, de vez en cuando, detrás de alguna puerta se podían escuchar las discusiones de sus habitantes o el estruendo de una música de bachata y los gritos propios de quien se estaba corriendo una buena juerga. Y eso que tan solo era un lunes por la noche.

El temblor de su cuerpo aumentó hasta hacerse casi incontrolado y, por un momento, pensó que iba a ser incapaz de subir los tramos de escaleras que la separaban de su apartamento. Entonces, apretó los dientes, sacó fuerzas de flaqueza y, agarrándose a la inestable barandilla inició el ascenso. Más ejercicio físico para dejar de pensar. Y mientras subía resoplando las angostas escaleras, Alba sustituyó la pena que sentía por recuerdos de su niñez en Cuenca. Los dedos hirsutos y alargados de su madre, algo huesudos y callosos por el laborioso trabajo de tejer sombreros de paja, desenredando laboriosamente los nudos de su largo cabello mientras Oswaldo jugaba en el suelo, junto a ellas, con sus autos de metal. El profundo aroma a habanos de mala calidad y a recauchutado que siempre acompañaba a su padre y que la envolvía como una bruma cuando la abrazaba.

Alba echaba mucho de menos su ciudad natal. Cuenca no era en sí una ciudad muy grande y la gente se comportaba con amabilidad y respeto los unos con los otros. Muy diferente de lo que sucedía en Madrid, donde las personas no sentían la más mínima empatía por sus vecinos y donde, a diario, siempre se las tenía que ver con algún mal gesto o con la mala educación de sus prójimos. Allá las hermosas casas coloniales del centro histórico estaban consideradas como patrimonio cultural de la humanidad y le habían servido a su ciudad para ganarse el sobrenombre de la «Atenas ecuatoriana». Sin embargo, el pulso que se echaba en sus calles entre lo tradicional y lo modernista se vivía como una partida de ajedrez en la que los peones eran las viejas sombrererías o las panaderías de hornos de leña, que estaban siendo sustituidas por negocios más modernos como locutorios, cafés cibernéticos y franquicias internacionales de moda. Cuando Alba caminaba por la llamada «Madrid de los Austrias» experimentaba una sensación similar a sus recuerdos del centro histórico de Cuenca. Y la embargaba la misma extraña melancolía cuando contemplaba los majestuosos edificios del siglo XVI siendo utilizados para albergar restaurantes de comida rápida o tiendas de todo a un euro.

Cuando llegó a su rellano, Alba se detuvo un instante para recuperar el aliento. Frente a ella se encontraba la puerta de su apartamento, que tal y como se sentía, bien podía haber sido la puerta de entrada al averno. Los temblores regresaron, como regresa la gota fría en septiembre, con más virulencia que antes. Luchó por sobreponerse, de repente, muy consciente de las miradas suspicaces que su comportamiento podría suscitar ante las miradas indiscretas de sus vecinos de planta. Finalmente consiguió abrir la puerta.

El apartamento estaba vacío y silencioso.

Por un momento, sintió que le faltaba el aire, como si en vez de haber traspasado el umbral de su casa, hubiese puesto un pie en el espacio exterior sin llevar puesto un traje de astronauta que la protegiera de la ausencia total de oxígeno. De nuevo, se aferró a sus recuerdos para combatir las emociones que bullían en su interior.

Desde qué habían emigrado de Ecuador, Oswaldo de talante más inquieto e inconformista que ella, se había llevado la peor parte. Alba trabajaba en una farmacia de Embajadores y tenía un puesto de trabajo que le proporcionaba cierta seguridad y el respeto de los demás. Mientras que su hermano nunca había conseguido mantener el mismo trabajo el tiempo suficiente como para que significara algo. Nunca acabó de adaptarse a la vida en Madrid y ello había sido el motivo de muchas de las discusiones que habían tenido entre ambos.

El otro motivo recurrente habían sido las peleas.

Oswaldo siempre había tenido un carácter explosivo, de mecha corta, como se suele decir, y cuando se encendía era muy difícil de apaciguar. Alba sospechaba que quizás aquello había sido la verdadera razón de su muerte, como si se hubiese enzarzado en una nueva pelea que esta vez no pudo terminar. Sin embargo, las inquisiciones del inspector Paniagua siempre habían apuntado en la dirección de los Latin King. Alba no comprendía la razón oculta tras aquellas preguntas, estaba segura de que su hermano no pertenecía a la banda. Al igual que todas las madres piensan que su hijo es el más guapo del mundo y seguirán creyéndolo a pies juntillas a pesar de que el niño haya nacido con estrabismo, Alba pensaba que su hermano era más inocente de lo que la realidad le mostraba. Oswaldo no se habría metido nunca en problemas serios, o en nada que le llevase a convertirse en la víctima de su propio asesinato. Una pelea de bar por un malentendido con su novia, seguro que sí. Una discusión con un aficionado del equipo contrario, no lo descartes tampoco. Pero, relacionarse con una banda criminal tan peligrosa como los Latin King, ni hablar.

Si bien, Walter Delgado era otra historia.

A ojos de Alba, Walter Delgado era la maldad personificada, el Príncipe de la Tinieblas que había venido para tentar a Oswaldo y llevarle por el mal camino. Como si su hermano no hubiese tenido voz y voto en el asunto. Como si él no fuese el único responsable de sus actos. Sin embargo, todo aquello ya no tenía importancia. Lo sabía, como sabía que lo que tenía que hacer a continuación era responsabilidad únicamente suya. Algo que le resultaba mucho más difícil de lo que jamás había imaginado y, por otro lado, estaba decidida a hacer.

Despojándose de los zapatos y de la ropa sudorosa por la caminata, se dirigió a la cocina y de una alacena sacó una botella del ron que usaba para cocinar. Vertió un par de dedos en un vaso y se lo quedó mirando fijamente, mientras se estrujaba las manos nerviosamente y resoplaba para infundirse valor. Al cabo de un rato, lo vació directamente en el fregadero, sin haber probado ni una sola gota, se levantó de un salto y se dirigió sin vacilar al cuarto de su hermano. Si quería encontrar a Walter Delgado, en el único sitio donde podría hallar alguna pista de su paradero, lo que sea que pudiera conducirle hasta el criollo y que le sirviese para convencer al inspector, era el cuarto de Oswaldo.

Allí, de pie, vestida tan solo con la ropa interior y una camiseta de H&M, le pareció que nada en su vida tenía sentido, que todo era como inadecuado, confuso. De pronto, todas las fuerzas que había tenido para registrar las cosas de su hermano se habían esfumado como una humareda en un día ventoso y, hecha un amasijo de emociones contradictorias, no se sentía capaz ni de mover un músculo.

El cuarto estaba como Oswaldo lo había dejado la última vez que estuvo en él. Sus ropas desordenadas encima de la cama, los libros de la escuela para adultos a la que asistía con la intención de sacarse el título para asistir a la Formación Profesional y labrarse un futuro como mecánico. A Oswaldo siempre le habían gustado los autos, desde bien pequeño se agarraba unos buenos berrinches si por su cumpleaños no le regalaban un nuevo auto metalizado, de esos que eran réplicas de modelos de verdad.

Recordando, Alba sintió de nuevo una fuerte congoja que se apoderó de su pecho. Luchó contra ella con todas sus fuerzas, mientras se esforzaba por moverse y ponerse a buscar una pista sobre Walter. Cualquier cosa le valía, un número de teléfono, una dirección, sería lo mejor, pero la verdad era que no se encontraba en una posición como para ponerse exigente. Necesitaba encontrar a Walter a toda costa y no sabía por dónde empezar.

La desesperación asomó con la fuerza arrolladora de un tren de mercancías. No sabía qué hacer y estaba sola. Y triste. No pudo contenerse más y dejándose caer sobre las rodillas, se llevó las manos al rostro y rompió a llorar.

Antemortem
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