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El sol de la mañana se destacaba por encima de los tejados de los edificios, inundando el paisaje urbano con su luz, formando reflejos dorados en las antenas parabólicas que adornaban las azoteas de Madrid. Algunas nubes salpicaban el cielo y, de vez en cuando, ocultaban la luz del sol tras la masa de gotas de agua que flotaban en el polvo atmosférico que arrastraban.
Martin Cordero, ex agente especial del FBI, fumaba un cigarrillo que, entre calada y calada, hacía girar con los dedos. El humo de tabaco, sucio de química y aditivos, ascendía lentamente hasta fundirse con sus hermanas mayores. Martin solo se permitía un cigarrillo diario y casi siempre coincidía con ese momento en el que se dirigía a la terraza que coronaba su edificio, para aclarar sus ideas o calmar su mente de las pesadillas que le asaltaban durante la noche.
La verdad era que todos los agentes de la ley heridos en acción sufrían pesadillas. No era algo de lo que sentirse avergonzado. La mayoría de las noches era el frío tacto de la Sig Sauer que guarda en la mesilla lo que le ayudaba a calmar los nervios. A veces, lo que mantenía a raya el intenso dolor en su ingle era un buen vaso de Grey Moose. Una vez que el límpido líquido se apoderaba de su corriente sanguínea podía pensar en ponerse en marcha y empezar un nuevo día. No era una bonita manera de hacerlo pero era lo que le tocaba. Ahora, mientras contemplaba el cielo de la mañana, casi podía sentir aún el familiar calor en su garganta.
Martin pensaba en esos hombres que se pasaban la vida corriendo para nunca llegar a ninguna parte. A lo largo de su vida había conocido a unos cuantos. Hombres que trataban de huir de su propia naturaleza o del papel que les había tocado representar en el drama de la vida. No importaba lo mucho que lo intentaras, no había escape de uno mismo. Quienes somos no solo nos definía como seres humanos sino también nos ataba a nuestros destinos, como en una cuerda de prisioneros. No había nada que pudiéramos hacer al respecto, nada que pudiéramos hacer para cambiar cómo somos, ni lo que vivimos. Al menos en la vida de Martin siempre había habido una constante, algo a lo que aferrarse para seguir luchando. Sacar a los monstruos de las calles, hacerlas un poco más seguras. Pero por cada asesino que detenía siempre aparecía otro para ocupar su lugar. Era una batalla perdida. Tal verdad irrefutable la había descubierto por las bravas, cuando Gareth Jacobs Saunders le atravesó la ingle con un machete. Entonces había aprendido lo que significaba ser una víctima.
Martin Cordero se reclinó sobre la baranda de cristal y acero, dejando vagar los ojos por la calle desierta. Eran cerca de las once y media de la mañana y en el exterior la calle estaba poblada de paseantes. Se masajeó los ojos cansadamente, mientras dejaba caer la ceniza al vacío. El rojo intenso de la punta del cigarrillo le trajo el recuerdo de…
El calor de las llamas…
No podía evitarlo, siempre que dejaba su mente desocupada, volvía a rememorar aquella noche. Era como si los recuerdos de entonces estuviesen constantemente al acecho, aguardando a que se presentase un resquicio por el que colarse y regresar para atormentarle. Deberías pensar en otra cosa, se ordenó a sí mismo, mientras apagaba el cigarrillo en uno de los enormes maceteros que adornaban la terraza. Aquellas horrendas vasijas contenían el único verde que se podía distinguir entre el gris y rojo de los tejados de alrededor. Un repentino resplandor en una de las ventanas del edificio de enfrente le trajo otro recuerdo desagradable…
La tormenta aullando a su alrededor…
Siempre le había asombrado lo sencillo que resultaba que la vida de una persona cambiase en un instante. Para él, haber estado a punto de ver cómo uno de sus riñones salía por su espalda fue uno de esos instantes. Su vida, tal y como la conocía, se había quebrado en un estallido de exquisito dolor.
Se dirigió hacia la puerta del ascensor y apretó el botón de llamada, mientras dejaba escapar las últimas volutas del humo de tabaco. Entonces, escuchó un susurro a su espalda y sintió como su corazón se aceleraba, sus peores pesadillas cobrando vida ante sus ojos. Giró sobre sus talones, casi esperando encontrarse cara a cara con un Gareth Jacobs Saunders abrasado, machete en mano, dispuesto a acabar con su vida. Pero solo era uno de los muchos gatos callejeros que merodeaban por el lugar esperando encontrarse con algún resto de comida sin recoger, atraído por el olor a…
Carne quemada…
Sobre todo el olor.
Todos ellos eran recuerdos dolorosos que Martin quisiera borrar de su memoria y de su vida. De no haber sucedido lo que sucedió aquella noche en el Parque Nacional de los Glaciares, Martin no se encontraría ahora en Madrid. No tendría el persistente sentimiento de haber huido de su destino y seguiría persiguiendo monstruos. Meterse en la mente de los criminales más peligrosos que uno pudiera encontrar era una extraña sensación, como de perderse a sí mismo para convertirse en otra persona. Y Martin Cordero había sido uno de los mejores haciéndolo. Desde luego, no sucedía como se contaba en las películas o las novelas de ficción y la mayor parte de su trabajo consistía en analizar la información recolectada y tratar de encontrar el paralelismo psicológico que les diese a los investigadores un indicio sobre la personalidad del criminal y, quizás, si eran afortunados una pista para anticiparse a su siguiente movimiento. Por supuesto, contrastar estadísticas también ayudaba. La estadística era una de las herramientas más importantes en el trabajo de un psicólogo criminalista.
Martin se agachó y rascó al gato detrás de las orejas. Nunca había sido un gran fan de los felinos pero de alguna manera pensaba que aquel vagabundo bien se merecía una rascada de orejas por no haberse transformado en un asesino. El gato se dejó hacer, con los ojos entrecerrados y el morro levantado, desdeñoso, hasta que el sonido del teléfono móvil le hizo arquear el lomo y salir huyendo como una centella. Llevándolo a su oído, contestó.
—¿Martin? —Preguntó una voz masculina al otro lado de la línea.
—Hola, papá. ¿Cómo estás? —Su padre tan madrugador como siempre, hizo un rápido cálculo y supuso que debían ser las cinco y media de la mañana en Nueva Jersey.
—Solo quería charlar un poco contigo. —Dijo su padre. No había vuelto a ver a sus padres desde que dejo el FBI y había viajado a Madrid—. Tu madre te manda recuerdos.
El viejo guardó silencio por unos instantes y Martin se apresuró a rellenarlo, con una pequeña sonrisa bailando en sus labios.
—Yo también os hecho de menos, papá.
—Lo sabemos, hijo. —Su padre dejó escapar un suspiro audible—. ¿Cómo va el libro?
—Bien, quizás algo más lento de lo que esperaba pero voy avanzando el trabajo. —Dijo—. ¿Qué haces levantado tan temprano?
—Ya sabes cómo somos los viejos, cada vez nos cuesta un poco más conciliar el sueño y un poco menos madrugar.
—Escucha, papá, creo que voy a irme a desayunar. Hoy me espera un día ajetreado. Tú deberías irte a la cama…
—Sí, claro, no quiero quitarte más tiempo. ¿Estás seguro de que está todo bien? —Preguntó finalmente su padre, revelando el verdadero motivo de su llamada.
—Sí, papá, todo está bien. ¿Algo interesante por casa?
—Lo de siempre. —Rezongó su padre—. Tu madre sigue dedicándole más tiempo a sus rosas que a su propio marido.
Martin dejó escapar una breve carcajada y contestó:
—Siempre han sido la niña de sus ojos.
—Eso es tan cierto como que el cielo es azul y el agua húmeda. —Rio su padre con él—. Martin… Todo saldrá bien. Termina ese libro tuyo y regresa a casa con nosotros. Con tu familia. ¿Cuándo volverás a casa?
Martin apretó los labios en un fina línea, de momento no quería hablar de eso.
—¿Cómo está el tiempo por ahí? —Dijo cambiando bruscamente de tema.
—Hace fresco y ha estado todo el día nublado, como es habitual en esta época del año. —Contestó su padre con un suspiro.
Martin asintió.
—Así es la primavera. Pronto os llegará el calor. —Auguró.
—Es lo que toca, hijo. Nada malo en ello. —Martin podía sentir la tristeza en la voz de su padre—. ¿Me prometes que te cuidarás?
—Sí, papá. Así lo haré. —Y colgó. Echó una última mirada furtiva a la calle antes de dirigirse hacia el ascensor.
Martin había meditado largo y tendido sobre su dimisión del FBI y sobre haber dejado su casa para refugiarse en un país extraño. Bueno, extraño del todo no era, pues las raíces de su familia se encontraban en la capital española y él mismo había nacido en esa ciudad. En cierto modo, elegir Madrid como destino de su escapada había sido algo natural. Conectar con sus orígenes y todo eso.
Desde el primer momento en que ingresó en la academia había amado y amaba su trabajo. Pero las cosas habían cambiado tras su violento encuentro con Gareth Jacobs Saunders. Mientras yacía en la cama del hospital Saint Patrick de Missoula, donde le habían transportado en un helicóptero médico para intervenirle de urgencia, Martin había decidido abandonar la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI y se había jurado no volver jamás a atrapar criminales psicóticos. Una decisión tan dolorosa como la propia cuchillada.
Las pesadillas llegaron después.
La caja del ascensor todavía no había alcanzado el nivel de la terraza, cuando su teléfono volvió a sonar. Era Margaret Adliss, su editora en la editorial East Coastal Publishers.
Margaret era una mujer regordeta que abusaba de la máscara y del maquillaje facial y elegía su ropa en las páginas de las revistas de moda. «Una debe siempre vestirse para ganar», solía decir. Margaret había sido la primera persona que sugirió a Martin que debía escribir un libro sobre lo que le había sucedido con El Artista. Algo así como las memorias del autentico cazador de psicópatas. «Un material de primera», había dicho. Lejos de obedecer, Martin había desechado la idea porque estaba seguro de que le daría más misticismo al personaje de Gareth Jacobs Saunders del que se merecía y porque le repugnaba el mero pensamiento de enriquecerse a costa del sufrimiento de las víctimas de un asesino.
Sin embargo, le había atraído la posibilidad de escribir, de compartir con otros sus conocimientos sobre los asesinos en serie. Y por eso se había embarcado en la tarea de escribir un libro sobre los asesinatos ritualísticos. Desgraciadamente, el tema estaba muy de moda debido a los crímenes cometidos en México por el culto de la Santa Muerte.
—Hola, Martin. Lucy me ha contado que te estás retrasando en la entrega del siguiente capítulo. —Lucy era la asistente de Margaret y la persona a quien Martin enviaba regularmente el material terminado para su revisión.
—Yo también me alegro de oírte, Margaret. —Dijo a modo de respuesta.
—No te hagas el listillo conmigo, Martin Cordero. —Contestó ella, fingiendo enojo. En realidad, Margaret era la persona más comprensiva y servicial que Martin había conocido y siempre le echaba una mano ante el ocasional bloqueo creativo—. Lucy dijo que el plazo de entrega venció la semana pasada.
—Es solo un simple retraso, Margaret. Ya sabes cómo son estas cosas. La inspiración tiene sus momentos y viene y va cuando se le antoja. Pero llevo un buen ritmo y podré tener terminado el siguiente capítulo para mañana.
—Eso está bien, Martin. Mañana será perfecto, pero ya sabes que los plazos de entrega son sagrados para la editorial y mi jefe me está pidiendo ese material para estudiarlo. Debes de enviarlo mañana.
—Como si tuviese otra opción… —Retortó Martin.
—No te quejes tanto. Eres un gran psicólogo criminalista, probablemente el mejor. No deberías de tener muchos problemas para terminar este libro. —Insistió Margaret—. Además, han aparecido nuevos casos en Ciudad Juárez que parecen estar relacionados con seguidores del culto de la Santa Muerte. Tres sacerdotes católicos, que fueron decapitados y colgados de varios postes de teléfono.
—Sí, cada vez están teniendo más popularidad ese tipo de rituales en la subcultura del narcotráfico y se hace más difícil distinguir entre las imitaciones y los auténticos crímenes del culto.
Margaret guardó silencio y este se prolongó por unos instantes. Entonces, Margaret cambió de tema.
—Martin, sinceramente pienso que la historia que deberías estar escribiendo es tu experiencia con El Artista. Créeme si te digo que es carne de bestseller.
—Margaret, mi experiencia, como tú la llamas, terminó conmigo en el Saint Patrick, debatiéndome entre la vida y la muerte, y una docena de agentes del IRGC asesinados. Buenos agentes, padres de familia…
—Pero cielo, eso es lo que la hace más necesaria. Tú vales mucho más que un libro de texto sobre asesinatos ritualísticos o unos chiflados mexicanos que adoran a una casposa diosa new age que se cree la Parca. Tu historia se merece estar en los estantes de las librerías más importantes del país y encabezar las listas del New York Times, junto al último éxito de Stephenie Meyer o Dan Brown.
Martin soltó una carcajada.
—Dos autores de gran relumbre, sin lugar a dudas. —Se mofó Martin.
—Dos autores multimillonarios. —Corrigió ella.
—Margaret, ya te dije que no pienso enriquecerme a costa del sufrimiento de otros y no he cambiado de parecer. Es mi última palabra al respecto.
—Quizás sí y quizás no. —Contestó Margaret enigmática.
—¿Qué demonios se supone que significa eso?
—No importa. —Respondió ella, sin querer entrar en más detalles—. No te olvides de mandarnos el nuevo material para mañana.
—Así lo haré. —Replicó Martin y se despidió, su mirada fija en la iluminada torre de la Iglesia de Nuestra Señora de las Maravillas.
Su reformado apartamento se encontraba en el barrio de Malasaña. Separado en dos alturas, se trataba de una galería sin divisiones que alquiló por un año a una vieja momia inglesa con la suficiente visión comercial como para comprar todo el edificio cuando la crisis económica afectó severamente al sector inmobiliario madrileño. Malasaña era un barrio perteneciente al distrito Centro de Madrid que en realidad se trataba del Barrio Universidad. Repleto de bares y restaurantes, Malasaña se había convertido en un referente de la famosa «Movida madrileña», un movimiento cultural y artístico que tuvo lugar en los años ochenta y cuyos ecos todavía perduraban por la zona. El apodo de Malasaña le llegó a expensas de la hija quinceañera de un panadero francés que fue ejecutada por las tropas napoleónicas durante la ocupación. A Manuela, que así se llamaba la adolescente asesinada, la tradición popular la había convertido en una especie de heroína que llevaba municiones para los insurgentes levantados en armas contra las tropas francesas, Incluso había un cuadro muy famoso de Eugenio Álvarez Dumont[3] que mostraba a Manuela y su padre en plena batalla, cuando en realidad había sido violada por una patrulla de soldados y detenida por ocultar unas tijeras de costurera.
A Martin le fascinaba pensar en cómo una mentira podía crecer tanto hasta transformar a una persona en otra completamente diferente. Se dirigió a la cocina y puso en marcha la cafetera Nespresso. Era una pobre excusa que no se acercaba al sabor del verdadero café y lo sabía, pero había estado incluida entre el mobiliario del apartamento y todavía no la había sustituido por otra en condiciones. Como cabía esperar, la taza de ristretto no fue suficiente para limpiar las telarañas que habían dejado los recuerdos en su cabeza. Las mismas preguntas, una y otra vez, se repetían en su interior. ¿Cómo demonios había llegado a esto? ¿Por qué había sobrevivido aquella noche? ¿Qué es lo que tanto le inquietaba? La sensación de que lo peor estaba aún por llegar le acompañaba día y noche. Como si seis centímetros de acero en la boca del estómago no fuesen suficiente para ser calificados como «lo peor».
Sin embargo, todo aquello no era nada nuevo, muchos policías que habían sufrido una experiencia de vida o muerte en el cumplimiento del deber, abandonaban el servicio a los pocos días de ser dados de alta en el hospital. Piénsalo como una especie de llamada a la vida, o piénsalo como quieras, pero era lo que tocaba. Tal cual les entregaban sus ropas de calle en el hospital, se encaminaban a sus casas y se pasaban las siguientes semanas rumiando que aquello era el fin, que hasta ahí habían llegado. A la mierda el sentido del deber, a la mierda atrapar criminales. Incluso después de pasados unos años seguían reviviendo la violencia de su trabajo, la frustración. En el caso de los psicólogos especializados en perfiles criminales resultaba todavía mucho peor. Todo el horror, toda la basura humana con la que lidiaron durante su trabajo, terminaba por acompañarles el resto su vida.
Y ahí estaban otra vez. Los mismos pensamientos fúnebres. El mismo sueño que le despertaba todas las noches. El rostro envuelto en llamas de Gareth Jacobs Saunders abalanzándose sobre él. El dolor intenso cuando la hoja del machete abrió de cuajo la carne de su vientre. La misma mierda que se repetía una y otra vez. Puedes decirte una y otra vez que todo esta bien pero al final siempre sabes que no. Aunque quizás algún día pueda cambiar todo. Al menos, es lo que esperaba.
Martin llevó una segunda taza de café hasta la mesilla donde reposaba su ordenador. El procesador de texto se hallaba abierto por la última página que había escrito. Todavía le quedaba mucho trabajo que concluir si pensaba entregar ese material para el día siguiente, como le había prometido a Margaret.
Suspirando se puso manos a la obra.