80

Sadeq Golshiri se encontraba aún en el apartamento de la Torre Espacio preguntándose qué iba a hacer a continuación. Estaba rodeado de sus hombres y todos le miraban expectantes, aguardando sus órdenes.

—Bien, ¿está todo preparado? —Preguntó el coronel a los hombres encargados de su protección las próximas horas.

El grupo lo componían los mismos soldados del IRGC que habían permitido la noche anterior que el asesino se infiltrase entre ellos y dejase su paquete sobre la mesilla del salón y cuatro adiciones de última hora que pertenecían a una unidad Quds de las fuerzas especiales de la Guardia Revolucionaria y que habían sido enviados por el general Al-Azzam para ayudarle. Los cuatro hombres vestían completamente de negro y apenas se habían relacionado con el resto del grupo. El coronel estaba seguro de que en sus órdenes también estaba incluida su muerte, tanto si fracasaba en detener al asesino como si no. De momento, Golshiri tenía pensado que fuesen su escolta personal hasta que atrapasen al asesino. Después de eso, ya se vería.

—¿De verdad necesitamos tanto despliegue para un solo hombre? —Preguntó uno de los guardias revolucionarios con ironía—. ¿Quién es este tipo? ¿Hannibal Lecter?

El comentario arrancó algunas risas entre el resto de sus compañeros. Animado, el guardia empezaba a decir algo más cuando uno de los soldados de la unidad Quds le golpeó con el canto de la mano en la garganta y lo arrojó contra la pared, donde lentamente comenzó a deslizarse hacia el suelo con el rostro congestionado a causa de la asfixia. El soldado que le había golpeado, le miró una sola vez y regresó a su lugar. Parecía aburrido.

—¿Alguien más tiene alguna pregunta estúpida que formular o algún comentario jocoso que quiera compartir con el resto? —Preguntó el coronel Golshiri mortalmente serio. En su interior, se regocijaba por haber elegido a aquel grupo de hombres como su escolta personal. Estaba seguro de que con ellos a sus espaldas, el asesino no tendría ni una sola oportunidad.

En el suelo, el guardia moribundo trataba de insuflar algo de oxígeno en sus pulmones a través de la destrozada laringe, mientras se manoteaba el cuello con manos frenéticas. Su rostro se estaba amoratando paulatinamente y un hilillo de sangre y babas le caía por la comisura de los labios. Nadie movió ni un músculo para auxiliarle.

—Ayer el asesino consiguió burlar nuestra vigilancia, eso no pasará hoy. —Prosiguió el coronel—. Quiero que os repartáis en tres grupos, el primero vigilará la puerta de entrada, el segundo la de servicio y el tercero, formado por los Quds, permanecerá junto a mí en todo momento.

El jefe de la unidad Quds asintió con la cabeza. Su nombre en clave era Pásbán, que significaba «El Vigilante» en persa, y su rango era el de sargento pero nunca lo usaba cuando se encontraba en una misión. Entonces, era simplemente Pásbán. Y Pásbán no era tonto, podía ver a una legua que el coronel tenía miedo. Un miedo atroz que le atenazaba la garganta y le hacía titubear al hablar. El general Al-Azzam ya les había anticipado la naturaleza de su misión y les había advertido sobre la habilidad del asesino para evadir a sus perseguidores y continuar su sangrienta labor sin ser visto, como un fantasma. Pásbán no creía en fantasmas, ni en súper asesinos psicópatas. En teoría se las había visto con alguno de ellos y siempre había acabado la historia de la misma manera. Él vivía, el fantasma no.

Pásbán tenía la certeza de que si se pegaba al culo del coronel como una ventosidad, tarde o temprano, tendría al asesino en su punto de mira y entonces, todo habría terminado. Sin embargo, pensaba que no era muy sensato montar una emboscada de ese tipo en un edificio como la Torre Espacio. Si las cosas se ponían feas el sonido de los disparos atraería a la mitad de los policías de Madrid. El edificio era uno de los más modernos y emblemáticos del Madrid del siglo XXI y su seguridad estaba directamente conectada con la comisaría de policía más cercana. Una sola llamada y el lugar estaría plagado de polis en menos de lo que uno tardaría en alcanzar la puerta. Por eso había tenido la precaución de pertrechar a todo el mundo con silenciadores IRGC USP-T. Los IRGC estaban hechos a medida para los subfusiles MPT-9 y reducirían el ruido al pedo de una mosca.

Al sargento lo único que le importaba era que el coronel Golshiri no tolerase gilipolleces de sus hombres. Durante una misión, lo último que querrías es que tus subalternos no te respetasen como líder. Además, le preocupaba que el coronel mostrase su miedo ante ellos. Pásbán podía verlo en sus ojos, en la manera en que la inquietud le corroía poco a poco y no dejaba de mirar furtivamente de un lado a otro. Y si él podía observarlo, los otros también.

Se dirigió a sus hombres y brevemente les explicó el plan de acción. Dos se quedarían junto al coronel en todo momento y los otros dos permanecerían cubriendo el acceso a la estancia en la que se encontrase. A partir de ahí, le importaba una mierda lo que hicieran los guardias revolucionarios, por él como si se convertían en blancos de feria para el asesino.

El coronel Golshiri había percibido que el sargento de la unidad de fuerzas especiales le estaba evaluando. Personalmente, no lo conocía pero estaba seguro que habría leído su dossier y estaría al corriente de su currículo. Al menos, del público porque había hecho cosas para el IRGC que ni siquiera el general Al-Azzam se atrevería a revelar. Aunque a Golshiri le traía sin cuidado lo que pensara el sargento, se preguntó en un momento de inseguridad qué es lo que habrían escrito sobre él en el informe. ¿Le habrían llamado incompetente? ¿Habrían detallado sus fracasos a la hora de detener al asesino?

—¿Cree que se atreverá a regresar otra vez? —Le preguntó el sargento de los Quds, sacándole de su ensimismamiento.

—¿Usted no lo cree, sargento?

—Yo lo habría matado a la primera. —Respondió el militar con una sonrisa cruel—. Tácticamente es un error no hacerlo de ese modo y proporcionarle una segunda oportunidad para defenderse.

El coronel le miró detenidamente.

—Ese envase de ahí es su tarjeta de presentación. Se supone que lo que hay en su interior es mi propia mano izquierda. —Hizo una pausa y levantó el brazo. Todo estaba en su sitio—. No se preocupe, cabo. El asesino aparecerá y usted tendrá su oportunidad.

—Entiendo que eso es una especie de mensaje…

—¿Dirigido a quién? ¿A mí? —Se interesó el coronel.

—No lo sé. Supongo. Bueno, yo lo he interpretado así.

—En ese caso, mensaje recibido. —Con un ademán teatral extrajo su pistola PC-9 y la dejó encima de la mesa, al alcance de su mano—. Este tipo es especial. Cuando llegue el momento, lo quiero para mí.

El sargento mantuvo la mirada fija en el coronel. Asintió una vez dándole a entender que había captado la insinuación y regresó con el resto de su unidad.

Sadeq Golshiri dejó escapar un estremecimiento, sabía lo que le rondaba por la cabeza al sargento de los Quds. No había podido controlar su inquietud y se le había notado. Ese era el problema con el miedo, una vez que se había adueñado del organismo de alguien era muy difícil expulsarlo. El miedo era como un veneno que se propagaba en tu interior aunque únicamente afectase a tu cerebro. Te impedía pensar con claridad, te trastornaba mentalmente y una cosa así terminaba por hacerse notar.

Ahora todos pensarían que era un cobarde.

Hubo un tiempo en el que el coronel no le habría tenido miedo a nada ni a nadie. Un fuego feroz había ardido en su interior y hubiese sido capaz de matar a su propia madre si con ello hubiese servido a sus propósitos o a los de la República Islámica de Irán. Sin embargo, desde que había recibido las funestas órdenes de interrogar a los científicos que acudieron a las instalaciones del SESAME, esa ferocidad había disminuido considerablemente y ahora se había convertido en un miedo frío que le congelaba el tuétano de los huesos. Golshiri no era un psicópata que disfrutase haciendo daño a los demás y las cosas que había hecho a aquellos científicos le habían pasado factura desde entonces.

Sadeq Golshiri se calmó un poco. Estaba recuperando el valor. Había sobrevivido mucho tiempo dentro de la jerarquía del IRGC y no pensaba dejarse matar por un asesino al que nadie había visto o conocía. Es cierto que en el IRGC tenían sus sospechas acerca de la identidad del homicida, pero incluso eso le servía para tranquilizarse aún más porque no había razón ninguna para que ese demente pudiese enfrentarse a una fuerza de diez hombres armados y entrenados para matar y salir con vida, por muy habilidoso y escurridizo que fuera.

En cualquier caso, pensasen lo que pensasen, todo estaba en movimiento. El asesino haría acto de presencia esa misma noche o al día siguiente y todo su miedo y su inquietud tocarían a su fin.

De un modo u otro.

Antemortem
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