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Oculto entre las sombras del mismo reservado bajo el rótulo luminoso que había ocupado la extraña pareja durante la comida, el hombre a quien la policía conocía como El Ángel Exterminador observaba con atención el encuentro entre la hermana de Oswaldo Torres y Walter Delgado.
La muerte de Oswaldo había sido una lamentable equivocación. Ahora lo sabía y estaba pagando por su error. Se estremeció al pensar lo que podía pasarle si Walter hablaba con la policía o, peor aún, con el enorme Corona que se había acercado a los dos jóvenes que estaban discutiendo. Walter vociferaba. El Corona dijo algo que el hombre no pudo escuchar y el mierdoso se calló inmediatamente. La cabeza apuntando hacia la suciedad del suelo, como si estuviese contando el número de servilletas sucias y chapas de Pilsener que lo cubrían.
El Ángel Exterminador se estremeció de excitación, qué fácil sería levantarse ahora mismo y acabar con todos ellos con sus propias manos. No tendrían ninguna oportunidad y su trabajo estaría hecho. Acabado. Sin embargo, sabía que aquello no le hubiera gustado nada a la voz que susurraba sinuosa en su cabeza.
La voz era su secreto.
¡Y qué difícil había sido mantener el secreto durante todo el tiempo! Sobre todo cuando lo que más deseaba en el mundo era compartir su palabra con todo el mundo, hacerles ver cómo le había enseñado cuál era el camino a seguir para limpiar su alma de impurezas y ascender. En realidad, hablaba de «purificación», de regresar a la «quintaesencia» del ser humano. Todo ello formaba parte de un complejo proceso de cambio que él ya había iniciado. A menudo se preguntaba qué pensarían los otros si supiesen que el hombre que se sentaba a su lado en el autobús, camino de su lugar de trabajo, había sido tocado por lo divino, que había escuchado la voz. ¿Le tendrían envidia? ¿Le idolatrarían como a un héroe? Pero no podía decírselo a nadie, jamás podría revelar la verdadera realidad de las cosas.
La voz había sido suficientemente clara al respecto.
¿Hasta cuándo?, había preguntado. ¿Hasta cuándo tendría que callar y no proclamar a los cuatro vientos la dicha que le embargaba? Se sentía como el profeta Nahúm revelando la Ira de Dios ante los ciudadanos de Nínive, aquella ira que se vertía como fuego ardiente y de la cual él era la llama que la transportaba. Y la voz quería redimir las almas de los impíos. Almas perdidas. Pecadoras. Quería purificarlas por medio del castigo. Frenar sus instintos barbáricos. Sin embargo, ahora era momento de guardar silencio, de cumplir obediencia a todas y cada una de las tareas impuestas y callar. Al menos, hasta que todo hubiese terminado, hasta que la última escoria hubiese sido limpiada, evaporada de la faz de la tierra. La ira justiciera que mostraba cuando le susurraba era terrible y controlada, no había nada caprichoso, ni egoísta en la voz, y él era su brazo ejecutor. Y disfrutaba enormemente cada segundo de serlo. Aunque insistiese en que su venganza no debía de ser embriagadora, que no debía disfrutar acatando sus designios. Que tendría que permanecer invisible y en silencio. Sin embargo, en lo más profundo de su ser, al hombre le excitaba la posibilidad de que lo detuviera la policía, de ese modo, podría saberse toda la verdad. Por fin, podría revelar la existencia de la voz y extenderla por todas partes, recibir la gloria y el reconocimiento que merecía como su mensajero y ejecutor. Pero los inútiles no tenían ni una sola pista acerca de su identidad. Iban siempre varios pasos por detrás.
Hasta que el mierdoso escapó con vida.
Si a El Ángel Exterminador le excitaba su detención, nada parecido le producía la expectativa de que los infames Latin Kings supieran de su existencia. Si le sorprendieran allí sentado, espiando a uno de sus Coronas, y con la intención de matar a otro de sus miembros… No quería pensar en ello. Sorbió despacio de su botella de Pilsener y continuó mirando de soslayo la conversación.
El Corona era un hombre grande. Musculoso. La camiseta de los Lakers que vestía se estiraba sobre sus hombros y a la altura de su cintura. Flotando a su alrededor, El Ángel Exterminador podía vislumbrar la negra miasma de su alma impura, zarcillos que se enroscaban y desenroscaban en torno al voluminoso cuerpo, deleitándose con la maldad como brea que rezumaban todos los poros de su piel. El Corona dijo algo en susurros a la hermana de Oswaldo y esta salió pitando del bar a toda velocidad. Entonces, se giró hacia Walter y le agarró por un hombro llevándoselo hacia el extremo más alejado del bar. El criollo iba encogido y temblaba como un pajarillo asustado.
El Ángel Exterminador comenzó a respirar más deprisa. Se imaginaba la escena que se estaba desarrollando en la trastienda de Los Quiteños. A Walter desembuchando todo lo que sabía, las palabras atropelladas en su boca, y el Corona asintiendo en silencio, con una mirada homicida que clamaba venganza bailando en sus ojos. ¿Qué sabría él sobre la venganza? Si realmente supiera algo, reconocería su auténtica presencia en aquel bar de tres al cuarto y se encogería de puro terror.
Con una mano fría por haber sostenido la botella de cerveza se restregó la cara mientras pensaba que quizás lo más probable era que el Corona matase a Walter allí mismo por haber fallado a la banda o, quizás decidiese darle una segunda oportunidad y le devolviese a la calle para que le buscase y le matase a él. Sonrió con dientes lobunos. Si el Corona se decidía por la segunda opción, entonces, le estaba entregando al mierdoso en bandeja.
Poco a poco, dominó su respiración. No todo estaba perdido, pero una cosa estaba clara como el agua: Walter Delgado tenía que morir a toda costa.