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Pasaban unos minutos de las nueve cuando el inspector Paniagua y Raúl Olcina llegaron a la dirección de la academia de baile. Al subinspector empezaban a temblarle las manos y aún no habían aparcado el Renault Megane. El inspector no había cruzado una palabra con él durante el trayecto y lo había agradecido. Era duro mirarlo a la cara, encontrar su mirada, y sentir aquellos ojos acusatorios sobre él. Además, el puto dolor de cabeza que se había acrecentado a medida que se acercaba la hora de vérselas cara a cara con Neme apenas si le permitía pensar con claridad.
Los ojos se le llenaron de lágrimas y se le hizo un nudo en la garganta cuando aparcaron el coche y el inspector se apeó, decidido. Luchando contra las nauseas, Raúl Olcina se limpió la humedad a hurtadillas con la manga de su chaqueta. Se resistía a bajar del coche, pensaba en lo sencillo que sería todo si se quedase allí sentado sin hacer nada más. ¿Qué coño hacía él tratando a Neme como si fuera una criminal? ¡Ni siquiera estaba seguro que fuese ella la mujer del retrato robot! Seguro que habría otros medios para identificar a la cómplice de El Ángel Exterminador, como pruebas forenses, declaraciones de testigos… En alguna parte, en algún momento, alguien tendría que haber visto algo. Además, por lo que él sabía, el inspector Paniagua ni siquiera había informado al inspector jefe de que iban a reunirse con la sospechosa esa misma noche.
De pronto, Olcina cobró conciencia de que, a pesar de que había accedido a seguir las órdenes del inspector y reunirse con Neme, estaba poniendo en peligro su trabajo en la IRGC. Si el Jefe Beltrán se enteraba de que habían montado aquel plan a sus espaldas… Pensó en lo verdaderamente poderoso que era el inspector jefe, no tendría ni la más mínima posibilidad. Si se enteraba, sería relegado a la comisaría más insignificante de la capital. Su carrera profesional se habría acabado. Estaba furioso con el inspector y estaba furioso consigo mismo. ¿Por qué cojones no se habría opuesto al plan y se había limitado a informar al Jefe Beltrán? Era un perfecto gilipollas. Luego, sin embargo, se acordó del retrato robot, que tanto se parecía a Neme, y de todo lo que tendría que explicar si al final resultasen ser la misma persona. La humillación que sentiría, sería el hazmerreír de todo el complejo policial. Y se descubrió echándose hacia delante y asiendo la manija de la puerta para imitar al inspector.
Las escaleras estaban pintadas de un color gris acero y sus pasos retumbaban prolongados por el eco. La academia de baile se encontraba en la primera planta de un local comercial y ocupaba toda la extensión del edificio. Grandes ventanales de cristales tintados mostraban el aparcamiento y la parte trasera de un edificio de oficinas, ahora desierto. Ambos se detuvieron frente a la doble puerta acristalada de la academia.
—Jefe, déjeme hablar con ella antes de nada. —Pidió Olcina—. Si le ve a usted es muy posible que quiera escapar o hacer alguna tontería y creo poder convencerla para que se entregue sin presentar oposición.
Paniagua asintió, comprendiendo el interés que tenía Olcina de hablar con la mujer a solas, de cerrar el capítulo, por así decir, y mantener viva a toda costa la esperanza de obtener algún tipo de comprensión de lo incomprensible, de por qué algo tan hermoso como una relación de amistad podía ocultar algo tan perverso como la mujer. Y, lo que era más doloroso, cómo había sido capaz de convivir con ella sin apreciar la oscuridad que poseía su alma. El problema estaba, según el inspector, en que el mal siempre se comportaba como un cáncer, una vez que corrompía una pequeña e indetectable porción del alma humana, al final siempre se propagaba hasta ennegrecerla por completo.
Olcina inspiró con fuerza y se dirigió al interior de la academia. Sus mocasines de suela de goma hacían un ruido chirriante sobre la superficie encerada del suelo y se irguió sobre las puntas para acallarlo. En la oscuridad, pudo distinguir que el lugar se encontraba vacío y solo le hacía compañía su reflejo en la enorme vidriera de espejo que tapizaba una de las paredes y que estaba surcada a media altura por un pasamanos en el que los alumnos de ballet clásico se apoyaban para realizar sus estiramientos. Durante todo el tiempo repetía el nombre de ella en su cabeza, como una letanía.
Neme, Neme, Neme.
Quizás no se presentara. Si ella sospechaba que conocían su verdadera identidad nunca se arriesgaría a ser detenida, ¿no es cierto? Y el caso es que Olcina lo prefería de esa manera porque se sentía en su interior como si la estuviera traicionando. Por eso ahora prácticamente estaba rezando para que Neme no acudiese a la cita. Cualquier cosa con tal de no ver la angustia de la traición reflejada en sus ojos, de no tener que ser él quien se la infrinja. No existe en el mundo nada peor que ver el dolor en el rostro de aquellos a quienes amas, sobre todo cuando tu mente es incapaz de admitir que no hay nada que puedas hacer para evitarlo. Raúl Olcina se revolvió, incómodo. Tenía la camisa pegada al cuerpo por el sudor y el silencio que dominaba las instalaciones le estaba poniendo de los nervios.
Entonces, en su cabeza, comenzaron a reproducirse los susurros.
En una de las paredes, a su derecha, unas enormes letras estenciladas rezaban: «La danza es una canción del alma, de alegría o de dolor». Se trataba de una frase de la célebre bailarina Martha Graham[34]. Martha era conocida por la pasión, la rabia y el dramatismo que imponía a sus coreografías, muy alejadas de la estética fluida y aérea del ballet clásico.
Para ser justos, Olcina nunca había entendido del todo el significado de la frase, al menos en lo que se refería a la segunda parte de la cita, en tanto que no comprendía cómo alguien podía ser capaz de expresar dolor a través de la danza. Para él, el baile siempre había sido motivo de júbilo. Sin embargo, en esos momentos, Raúl Olcina sentía en su interior el mismo torbellino de emociones que la excepcional bailarina imprimía en todas sus actuaciones y, de improviso, las palabras de Martha Graham cobraron todo su sentido. No podía creer que no se hubiera dado cuenta de que algo extraño pasaba con Neme. De lo ingenuo que había sido. Cómo podía haber pensado nunca que una belleza como ella se hubiese interesado por alguien como él. En esos momentos se sentía más solo y más perdedor que nunca. Neme era una asesina y allí estaba él, intentando buscar excusas con las que dulcificar el impacto que tal revelación había provocado en su mente.
Pensó en El Ángel Exterminador, planeando sus asesinatos junto a Neme, disfrutando de cada recuerdo sangriento con ella, y le costó mantener a raya la ira y el miedo que le invadía. Tensó todos los músculos de su cuerpo y trató de focalizar su atención en lo que le rodeaba para apaciguar su nerviosismo y acallar el guirigay de susurros que se había adueñado de él.
La pieza central de la academia lo componía un hermoso piano Bösendorfer Grand Imperial que se decía había pertenecido al pianista Garrick Ohlsson[35]. Olcina sorteó aquel maravilloso ejemplo de la genialidad humana y se dirigió al cuadro eléctrico empotrado que había detrás para conectar las luces interiores. Posó su mano en el interruptor.
—Raúl. —Llamó una voz susurrante.
El subinspector sintió que le abandonaban las fuerzas de repente. Se volvió. Frente a él se encontraba Neme, hermosa en todo su esplendor. Por un instante, se olvidó de todo, de El Ángel Exterminador, de los susurros en su cabeza, de todo el dolor y el sufrimiento que ella había causado a tantas personas inocentes. Solo la vio a ella. Radiante en la penumbra del salón de baile. Y Olcina tembló de excitación, trémulas las manos. Pero ella estaba allí por otra razón, por un propósito completamente distinto.
—Raúl, mi querido Raúl —repitió Neme, pero en esta ocasión había liberado su verdadera voz y esta sonaba dentro de su cabeza—. Si tan solo me hubieras obedecido. Te dije lo que quería que hicieses con la zorra, ¿no es así?
Por primera vez, el subinspector escuchó a la verdadera voz de ella y la oscuridad le engulló, como un enjambre de furiosas avispas zumbando a su alrededor. Una densa negrura que se adueñó de la penumbra reinante en la academia.
Sombras entre las sombras.
Olcina cerró los ojos y permitió involuntariamente que el miedo se apoderase de su mente. Estaba tan, tan oscuro. Entonces, abrió la boca para hablar y sintió la cuchilla hendir su carne. Un borbotón de sangre arterial manó de su garganta e instintivamente apretó los ojos cerrados al presentir que se acercaba su muerte.
—Lo siento. —Dijo Neme, con lágrimas resbalando por sus mejillas—. No soy la misma mujer que conociste. Algún día… Algún día quizás puedas comprender.
Neme hablaba como en una letanía, con la misma plana entonación, las mismas pausas, y su aliento era como el hielo en el rostro de Olcina. Atrayéndolo hacia ella, lo abrazó y le rozó los labios con su boca mientras el subinspector se deslizaba hacia una negrura de noche eterna, se estremecía y moría en sus brazos.