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PARQUE NACIONAL DE LOS GLACIARES, MONTANA
Los dos Black Hawks de la Unidad de Rescate de Rehenes del FBI viajaban usando toda la potencia que sus dos motores General Electric T700 eran capaces de proporcionar. Sus rotores de cola y superiores estaban modificados para generar el menor nivel de ruido posible y batían el aire furiosamente mientras hendían el gélido viento que se había adueñado del ocaso. A medida que el día se iba oscureciendo, la distintiva pintura negra del FBI les hacía casi invisibles a los ojos de inesperados testigos y devoraban los kilómetros que les separaban de su destino con eficiencia.
En la cabina de ambos helicópteros, los agentes que habían sido designados para la peligrosa misión mantenían la misma fría concentración que se esperaba de una unidad táctica del FBI. Sus rostros impasibles miraban al frente sin que nada pareciera perturbarles, ni siquiera las numerosas corrientes de aire que sacudían los Black Hawks como si fueran los coches de una sinuosa montaña rusa.
En el exterior se estaba formando una tormenta que amenazaba con acompañarles el resto del camino. Densos nubarrones terminaron por absorber la mortecina luz del sol y la noche les envolvió en un espeso manto de oscuridad, roto únicamente por el resplandor de esporádicos relámpagos.
Hasta el agente especial Martin Cordero llegaban los acordes musicales desde los auriculares que portaba uno de los agentes. La amortiguada música del saxofonista Cannonball Adderley se entremezclaba con la percusión de las gotas de lluvia que golpeaban con fuerza el fuselaje del helicóptero de transporte táctico. Martin creyó reconocer la pieza: Spontaneous Combustion. Él no era especialmente un aficionado a la música y, sin duda, el jazz no se contaba entre sus géneros favoritos. Era más un hombre de rock clásico pero tampoco hubiera imaginado que un estoico agente de la Unidad de Rescate de Rehenes fuera a ser un aficionado a la música negra.
—¿Me pregunto qué se le ha perdido a El Artista en este culo del mundo? Estamos muy lejos de su zona de caza habitual y no creo que se sienta como en casa con esta maldita tormenta golpeando sobre su cabeza. —El agente que tenía sentado a su izquierda y que era el responsable táctico de la operación, le arrebató de su ensimismamiento musical.
—Dígamelo usted, fue su unidad quien lo localizó y me sacaron de Nueva Jersey en volandas.
El agente Jonah Dreyfuss era un tipo fornido que lucía un corte de pelo similar al de los militares y tenía las pobladas cejas tan llenas de cicatrices que Martin hubiera jurado que en sus ratos libres practicaba algún tipo de deporte de contacto, como el boxeo. Parecía genuinamente preocupado por la presencia de Martin en el helicóptero y, en resumen, por su participación en la operación. Martin podía apreciarlo en el omnipresente fruncimiento de ceño que arrugaba su frente y juntaba sus cejas de tal modo que parecían una única tira de pelo rojizo.
Boxeador y posible descendiente de irlandeses, pensó Martin. No resultaba extraño que no confiase en nadie.
Sin embargo, el robusto agente tenía algo de razón en preocuparse. Habitualmente los psicólogos criminalistas no formaban parte de las operaciones tácticas, ni se las tenían que ver con los asesinos sobre los que escribían sus perfiles. La mayoría de las veces llevaban a cabo su labor en la seguridad de sus oficinas, inmersos en los numerosos informes policiales, fotografías de la escena, transcripciones de interrogatorios y formularios de pruebas, que recibían de los detectives de homicidios o sus compañeros en el FBI. ¡Demonios, un perfilador de asesinos ni siquiera visitaba una escena del crimen recién descubierta! El agente Jonah Dreyfuss estaba informado de que Martin tenía algún tipo de entrenamiento táctico y esto sumaba algunos puntos en su favor, pero no estaba seguro de cómo iba a comportarse el psicólogo criminalista bajo el estrés de una operación real.
Como si adivinase los pensamientos del otro, Martin reflexionaba sobre su presencia en la operación. Estaba convencido de que el irlandés pensaba que no era más que una carga y que su unidad tendría que vigilarle de cerca en cuanto entrasen en acción, disminuyendo su atención sobre el objetivo y poniendo en riesgo a todo el mundo. Martin no podía estar más de acuerdo con él.
—No hay duda posible. Tenemos un testigo cuya descripción coincide con la de El Artista. —Martin no pudo evitar mostrar su desagrado cuando escuchó por segunda vez el apodo.
Gareth Jacobs Saunders, clasificado dentro de las tres categorías del doctor Robert Hare como un psicópata primario o «auténtico», era un narcisista obsesivo-compulsivo que había dejado tras de sí un rastro de nueve asesinatos conocidos. Saunders fue apodado El Artista por la prensa sensacionalista porque cuando la unidad especial a la que pertenecía Martin descubrió su identidad, hallaron en su domicilio unas macabras esculturas con los órganos y miembros amputados de sus víctimas. Desgraciadamente fue lo único que hallaron en el lugar y Saunders había permanecido en la sombra desde entonces.
Martin despreciaba la afición que tenía la prensa y algunos de sus propios compañeros de ponerles motes a los asesinos. Abiertamente opinaba que ello solo conseguía efectos negativos para la justicia porque hacía que el ego de los monstruos creciese junto con su notoriedad. Muchos de ellos mataban para buscar popularidad y los pseudónimos únicamente contribuían a hacer crecer sus leyendas. Cuanto más terrorífico o impactante fuera el nombre más seguro era que se produjesen nuevas víctimas.
—El bosque en esa parte del estado tiene una vegetación muy densa. Es un lugar perfecto para ocultarse. —Continuó el agente Dreyfuss—. Además se encuentra muy cerca de la frontera canadiense.
—No es eso, lo que me inquieta. Es el testigo. Gareth Jacobs no ha dejado ninguna pista en las escenas de sus asesinatos. Siempre ha sido muy meticuloso. —Martin estaba recapacitando en voz alta, dejando fluir sus pensamientos, correlacionando uno con otro, en una cadena de razonamiento que esperaba le condujera hasta lo que le preocupaba—. ¿Por qué dejar con vida al testigo?
El agente Jonah Dreyfuss se encogió de hombros y respondió:
—El Artista es un chalado. Un psicópata que mata a sus víctimas, les amputa parte de sus cuerpos y hace esculturas con ellas, como si fuesen restos de metal o de bronce. Tarde o temprano iba a cometer un error y lo atraparíamos. Bien, pues este ha sido su primer y último error. Dejarse ver por un fumeta ecologista que se encontraba acampando por el lugar. ¿Sabe que al chico le encontraron una bolsa con medio kilo de marihuana?
Martin hizo un esfuerzo en ignorar los comentarios del agente del IRGC, la Unidad de Rescate de Rehenes del FBI y responsable de algunas de las operaciones tácticas más peligrosas del estado.
—La cabaña donde dice el testigo que vio a Saunders, ¿se encuentra cerca de los circuitos comunes visitados por campistas o cazadores? —Preguntó, pensativo. Poco a poco, sentía una bola de inquietud crecerle en el estómago como un balón de playa al que le inyectan aire a pleno pulmón.
—No, la verdad es que está bastante aislada y solo un golpe de suerte hizo que el testigo se topase con el lugar. —Respondió el otro.
Martin le interrogó con la mirada y Dreyfuss se limitó a encogerse nuevamente de hombros antes de contestar.
—Es una zona boscosa muy espesa, no resulta muy difícil perder el norte y desorientarse, salvo que sepas exactamente a dónde te diriges. El fumeta había pasado el día haciendo un poco de montañismo y echándose unos canutos y terminó extraviándose. Vagaba por el bosque cuando se topó con la cabaña por casualidad y decidió acercarse a pedir ayuda. Entonces, vio a Saunders y le reconoció por la fotografías aparecidas en la prensa y las televisiones.
Martin volvió a arrugar el entrecejo. Nada de todo aquello tenía el menor sentido. No creía en las casualidades, a lo largo de su carrera profesional había podido comprobar que tal cosa no existía y que siempre había un motivo superior, y a menudo oculto, por el que las cosas sucedían. Todo el asunto le olía a chamusquina y, definitivamente, no le gustaba.
—Tardó buena parte de la tarde en encontrar el camino de regreso y en contactar con las autoridades. —Concluyó Dreyfuss.
Las autoridades, a las que se refería el agente Jonah Dreyfuss, se trataban de una pequeña oficina mercantil situada en Polebridge, una minúscula localidad no incorporada al territorio norteamericano, cercana al lago Bowman, que recibía su nombre por el puente de madera que antiguamente unía el Parque Nacional de los Glaciares con la Carretera Secundaria 486.
Los responsables de la oficina mercantil o «Merc», como se la conocía por los alrededores, habían telefoneado al sheriff de Kalispell y este a la división del FBI en Glacier, Montana. A Martin no le costaba imaginarse la sorpresa inicial del agente especial que se encontraba al mando de la oficina de Glacier, los momentos de pánico y las dudas posteriores a la llamada, y, después, al mismo individuo haciendo sus propios cálculos para salir de la fosa séptica que solían ser las pequeñas oficinas regionales. Si la operación resultaba un éxito y El Artista era apresado, la promoción estaba asegurada para todos los agentes que hubieran tomado parte en la captura.
Para cuando la Unidad de Ciencias del Comportamiento, más conocida por el acrónimo IRGC, se hizo eco de la localización del peligroso asesino, la maquinaria burocrática ya se había puesto en marcha, acelerada por la ambición de todos los agentes y departamentos involucrados.
La operación de caza y captura se estaba cocinando sobre el terreno y prometía arrasar la pequeña cabaña de montaña con la fuerza de una onda expansiva.
Y, en esos momentos, el agente especial Martin Cordero, se encontraba en el epicentro de todo el asunto.