106

El inspector esperaba a Martin en la puerta del Complejo Policial de Canillas fumando un cigarrillo con mano temblorosa, bajó la mirada y contempló unos segundos la pavesa consumirse bajo la fría brisa que se había levantado. La temperatura había caído en picado unos cuantos grados y el cielo estaba adquiriendo un color entre gris y violáceo que amenazaba lluvia. En la semipenumbra que se había adueñado de la tarde, el exterior del complejo policial parecía más desierto que de costumbre a esas horas. Entonces recordó que era domingo. Una pareja de agentes se dirigían sin hablar en dirección a su coche patrulla con los cuellos de sus uniformes subidos hasta las orejas.

Caprichosa primavera, pensó.

Mientras Martin descendía del taxi que lo había llevado hasta el complejo policial se sentía rígido y exhausto. Se puso a la altura del inspector y este le saludó con gesto sombrío, entendía perfectamente el turbulento vórtice de sentimientos que estaría asaltando al inspector en esos momentos pero no se veía con fuerzas para ayudarle.

—Resulta difícil pensar que una mente tan brillante como la del profesor Al-Azif, capaz de imaginar una idea tan revolucionaria que haría temblar los cimientos de la realidad tal y como la conocemos, acabe sucumbiendo a la locura de la venganza. —Dijo con tristeza Paniagua.

Martin asintió.

—Es cierto, inspector. El poeta Allen Ginsberg escribió una vez: «He presenciado a las mejores mentes de mi generación ser destruidas por la locura». Nunca comprendí exactamente a qué se refería y, sin embargo, ahora…

—Dígame por qué. —Reclamó el inspector, cariacontencido—. Quiero saber su opinión.

En su rostro se podían apreciar los estragos de los últimos días. El bulto en la cabeza había bajado considerablemente pero todavía se apreciaban restos de costra y su ojo había recuperado el tamaño normal pero aparecía coronado por un enfermizo color amarillo que le confería un aspecto peor que antes. La cacería de monstruos que nunca terminaba se tomaba su peaje, ¡vaya que si se lo tomaba!

Ambos hombres guardaron unos minutos de silencio. Martin no podía estar más de acuerdo con el inspector y pensaba en la gran pérdida que suponía para la ciencia que alguien como el profesor Al-Azif pudiese perder la cabeza hasta cometer actos de indecible crueldad.

—Quiero saberlo. —Insistió Paniagua.

—Yo no soy un fiel seguidor de Jung, pero estoy de acuerdo con él cuando decía que el mal es una parte esencial de la conducta humana, tan importante como el bien. Sin duda, reconocer su existencia en nosotros nos hace más fuertes, pero eso no significa que todos sucumbamos ante su influjo. Me temo que el profesor Al-Azif descubrió su lado oscuro y se entregó a él en cuerpo y alma.

El inspector arrojó lejos de sí la colilla consumida del cigarrillo y echaron a andar en dirección a un bar próximo. Martin se dio cuenta de que el enorme inspector caminaba con los hombros caídos.

—¿Sabe, agente Cordero? He decidido retirarme. —Dijo, finalmente, cuando se hallaban acodados en el extremo más alejado de la barra. Ambos habían pedido sendos cafés y ninguno había tocado el suyo. Las volutas de vapor aromadas con el intenso olor a expreso se perdían indolentes en dirección al techo del local. El inspector hablaba en un hilo de voz impropio de un corpachón como el suyo.

—Consuelo lleva algún tiempo dándome la tabarra con el tema y mi hija necesita toda la ayuda que la pueda dar. —Explicó—. Pero, no es solo eso. Los acontecimientos de las últimas horas han sido… ¿cómo decirlo? La gota que colma el vaso.

Martin asintió, otra vez.

—¿Cómo se encuentra Gabriela?

—Bien, bien. Gracias por preguntar. Supongo que lo que sucedió le habrá hecho recapacitar y ver la vida de otra manera.

—Es joven, en unas semanas ni se acordará de lo sucedido. Son más fuertes de lo que aparentan. —Dijo Martin sonriendo. El inspector trató de imitarle y dejó escapar una risa descorazonadora.

—Estoy cansado. No puedo seguir siendo testigo de más abominaciones. La maldita burocracia y los politicastros que se han apoderado del cuerpo tampoco ayudan. ¿Lo comprende, verdad?

—Lo comprendo.

—Además, el subinspector Olcina está más que preparado para asumir mi puesto. Es un buen hombre. —Paniagua daba la impresión de hablar para sí mismo, como si repetir incansablemente la misma cantinela fuera a hacerla verdad de manera automática.

—¿Cuándo dará la noticia? —Pregunto Martin.

El inspector se encogió de hombros como si buscara quitarle hierro al asunto.

—Aún no lo he pensado. Pronto.

Martin calló, había visto muchas veces a otros policías decir las mismas palabras, tener la misma expresión en su rostro, los mismos hombros caídos por la derrota y el agotamiento psicológico.

—Pero primero tengo que cerrar ese asunto de El Ángel Exterminador. Quiero a su cómplice. ¿De acuerdo? Quiero cogerla. —Martin notó cómo la rabia volvía a crecer en su interior—. Esa mujer es otro depredador suelto en las calles y Olcina necesitará de toda la ayuda posible. Sea como sea, no se puede negar la escasa evidencia y aún está por descubrir qué macabro juego de terror se traían entre manos esos dos. ¡Maldita sea, ni siquiera sabemos con seguridad que la novia del subinspector sea la persona que buscamos! Pero mi intención es atraparla y después me largaré sin mirar atrás.

Entonces, el inspector se percató de que Martin tenía la mirada perdida en algún punto por encima de su hombro. Aquel era un gesto que le había visto hacer a menudo durante el tiempo que habían trabajados juntos en la investigación del profesor Al-Azif y sabía lo que significaba.

—¿Qué es? ¿En qué está pensando, agente Cordero?

—¿Cree que lo ha hecho con anterioridad?

Un ramalazo de confusión asomó a los ojos del inspector.

—¿A qué se refiere?

—A esa mujer… Suponiendo que haya sido capaz de convencer de alguna manera a Samuel Zafra para que matase a otras personas y que, al mismo tiempo, haya buscado mantener una relación sentimental con el subinspector para sonsacarle información sobre la investigación. En fin, todo eso huele a demasiado complejo. Como si hubiese encontrado una manera ingeniosa de cometer sus crímenes y salir indemne, inculpando a otros. Algo así…, ¿no cree que haya tenido que practicar un poco para sacarlo adelante?

El inspector arrugó el ceño y luego contestó:

—Tiene sentido. Consultaré con Homicidios, a ver si ellos se han topado con algún asesinato en el que el culpable haya confesado que una mujer o una voz de mujer en su cabeza le incitase a cometerlo.

Martin Cordero asintió con un gesto de cabeza y, de repente, se le ocurrió otra cosa.

—Hay algo más que debe incluir en el patrón de búsqueda.

—¿De qué se trata?

—La muerte del sospechoso o culpable. Puesto que esa mujer convence a otros para que maten por ella, tiene que deshacerse de estos para que no puedan identificarla como cómplice.

—¡Buena idea! —Exclamó el inspector excitado ante la idea de que podían haber topado con algo positivo—. Si esa mujer ha seguido el mismo patrón tiene que haber dejado su rastro por alguna parte.

Una vez más, Martin asintió y guardó silencio, no se le ocurría qué más decir para ayudar al inspector en su investigación.

Paniagua se frotó los ojos con los molletes de las manos y discretamente miró su reloj. Todavía tenía que hacer un par de llamadas concernientes a la detención del profesor Al-Azif antes de encontrarse con Olcina y se sentía extenuado. Tenía que concentrarse. La espera había terminado y ya no podía demorarlo mucho más, por mucha aprensión que tuviera de ver al subinspector. Martin Cordero tenía razón, el inspector Paniagua sabía que estaba pidiendo un mundo de Olcina pero ¿qué otra cosa podía hacer?

—Tenemos que irnos. —Le dijo a Martin—. Se acerca la hora y tengo que reunirme con el subinspector Olcina.

Sonriendo con tristeza, Martin le observó unos instantes mientras en su rostro se reflejaba la concentrada intensidad de sus pensamientos. El ex agente del FBI puso una mano sobre el brazo del inspector a modo de despedida y se levantó.

—Le deseo mucha suerte, inspector.

—Ojalá fuera así de sencillo y todo se reduzca a la suerte. —Respondió sinceramente—. Espere, le llamaré a un coche patrulla para que le acerque a su domicilio.

Martin Cordero negó suavemente con la cabeza. Él mismo tenía su propia dosis de pensamientos intensos con los que lidiar y el aire fresco le sentaría muy bien. Pensaba en cuánto había progresado durante el tiempo que había estado en el caso y en todo lo que le quedaba por progresar hasta volver a ser el mismo que abandonó los Estados Unidos. El recuerdo de aquella noche en el Parque Nacional de los Glaciares parecía quedar muy atrás y la sombra de Gareth Jacobs Saunders ya no era tan alargada. Se sentía mucho más fuerte. Estuviese preparado o no, pensaba que era el momento perfecto para continuar adelante con su vida. Terminar el libro sobre asesinatos ritualisticos y, quizás, regresar.

—No se moleste, voy a caminar un rato, pensar un poco, y cuando me canse, pararé a un taxi.

El inspector Paniagua sonrió un poco, metió las manos en los bolsillos y, como si de repente se hubiese dado cuenta de las propias incertidumbres que acosaban a Martin, dijo:

—No se lo piense demasiado, ¿eh, agente especial Cordero?

—No lo haré. —Replicó Martin.

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