36

Eran tan solo las diez y media de la mañana, pero el sol ya comenzaba a castigar las calles. Unas calles pobladas por una ola de manifestantes que se aglomeraban a lo largo del Paseo de la Castellana pidiendo que se detuviese el programa nuclear iraní. La sospecha de las grandes potencias internacionales era que Irán estaba enriqueciendo uranio al noventa por ciento, necesario para la fabricación de armamento atómico, y que pretendía usarlo contra su eterno enemigo sionista. Algo que además coincidía con la finalización de las pruebas del sistema Bavar-373 de defensa antimisiles tierra-aire capaz de interceptar los más modernos misiles, y que había puesto en alerta a los países occidentales y, sobre todo, a Israel. Los aires de guerra soplaban cada vez más poderosos y el ambiente internacional estaba bastante crispado.

Los manifestantes gritaban sus eslóganes a grito pelado, enarbolando pancartas y puños cerrados, y se rumoreaba que simpatizantes del movimiento antisistema se estaban congregando para elevar el ardor de la protesta con sus violentas tácticas de guerrilla urbana. Más de cinco mil agentes de la Unidad de Intervención Policial habían acordonado la zona en un dispositivo de seguridad sin precedentes, similar al que se organizó en 1991 cuando la capital albergó la cumbre de Paz de Oriente Próximo.

En medio del tumulto y las fuertes medidas policiales, Martin había llegado caminando al Palacio de Congresos y se había instalado en uno de los sillones mientras observaba de soslayo al jefe de seguridad. El coronel Golshiri había preparado una lista con los miembros de la comitiva científica que conocían personalmente al profesor Saeed Mesbahi. Los primeros nombres habían comenzado a desfilar por la sala de conferencias del Palacio de Congresos que se había dispuesto para poder realizar los interrogatorios en la más absoluta privacidad.

La impresión del ex agente del FBI era que Sadeq Golshiri parecía ser un hombre que se movía con el desdén de quien sabía que mantenía cierta ventaja en el juego. La mano del muerto, pensó Martin Cordero. Estaba convencido de que, detrás de la fachada de buena educación y aceitosos ademanes, se ocultaba un hombre peculiar acostumbrado a infligir dolor en los demás y que no dudaría ni un solo instante en repartirte la infame jugada antes de descerrajarte un tiro en la nuca.

El atildado coronel Golshiri, en apariencia ajeno al escrutamiento, se mantenía discretamente al margen de los interrogatorios. Su presencia, sin embargo, se hacía evidente para todos y no había ninguna duda de que estaba allí para disuadir a aquellos científicos que quisieran sacar a pasear su lengua por avenidas poco aconsejables. El Ministerio de Inteligencia y Seguridad Nacional de la República Islámica de Irán representado por aquel militar de la Guardia Revolucionaria funcionando en todo su esplendor, como en una mala película de espías.

Un delegado de la embajada ocupaba otro de los sillones en la mesa y ejercía de traductor y consejero legal, indicando sin pudor qué preguntas debían o no ser contestadas.

—Doctor Rasoulian, ¿sabe de alguien que quisiera hacer daño al profesor Mesbahi?

La pregunta la había dirigido el inspector Paniagua y el melifluo doctor iraní, especializado en biología, escuchó atentamente la traducción, antes de contestar con un enérgico movimiento de cabeza que ayudó a limpiar de lágrimas las comisuras de sus ojos. El doctor Samir Rasoulian había sido amigo del profesor Mesbahi y se encontraba visiblemente afectado.

—Saeed era muy querido por todos, no puedo imaginar que nadie quisiera lastimarle y, mucho menos, asesinarle de una manera tan horrible. —Dijo con voz entrecortada.

—Cuéntenos que pasó el día de su muerte, ¿vio al profesor antes de que abandonase el Palacio de Congresos?

—Algunos de nosotros habíamos organizado una cena y Saeed estaba invitado. Pero, al final no quiso venir.

—¿Le dijo por qué?

El doctor Rasoulian posó la mirada en Paniagua, había un cierto aire de recelo flotando en los acuosos ojos.

—Saeed se enfadó con nosotros. Conmigo, para ser más exactos. —Movió brevemente la mirada del inspector al jefe de seguridad—. Verá, algunos estuvimos comentando su reciente…, hum…, situación con la seguridad y de que le habían puesto guardaespaldas y Saeed se enojó porque se hubiera estado hablando de ello a sus espaldas. Saeed, como buen musulmán, se tomaba muy en serio el honor y el buen nombre de su familia.

—Entiendo. Aparte del enojo, ¿le dijo el profesor si estaba preocupado por algo? ¿Se comportó de algún modo extraño o diferente a su rutina?

—No, nada de eso. —Contestó el doctor.

El inspector Paniagua se dejó caer hacia atrás en el sillón y dejó su bolígrafo sobre la mesa.

—Bien, muchas gracias por venir. Quizás queramos hacerle algunas preguntas más adelante. —Dijo a modo de despedida.

—Lo que sea necesario, inspector, con tal de atrapar a quien le hizo eso al pobre Saeed. Alá así lo quiera.

Y se marchó limpiándose las lágrimas del rostro con un pañuelo, por última vez.

Martin Cordero dejó escapar un bostezo y miró subrepticiamente la esfera de su reloj. Aquellas entrevistas no estaban conduciendo a nada productivo. Nadie sabía nada, nadie había visto nada. Lo de siempre. Entonces, Martin percibió un cambio a su alrededor. Una imperceptible tensión proveniente del coronel Golshiri, un abandono de la ligereza con la que había estado, hasta ese momento, atendiendo a las preguntas. Y también, una especial atención dirigida hacia él, como si el iraní se hubiera dado cuenta de su traspiés y de que Martin tanbién lo había notado.

El nuevo testigo era una mujer de mediana edad que vestía un sobrio traje chaqueta y mostraba signos evidentes de lágrimas en sus ojos. Un aura de nerviosismo la envolvía como una bruma y parecía asustada.

—Buenos días, doctora Farhadi. —Saludó Paniagua, leyendo el nombre de la lista proporcionada por el coronel y levantándose cortésmente—. ¿Comprende el motivo de las preguntas que vamos a hacerle a continuación y que no es sospechosa de nada?

Aguardó pacientemente a que el representante de la embajada tradujera su pregunta.

Salaam, inspector. —Saludó ella, mirándole a los ojos—. Sí, comprendo la causa de sus preguntas.

Arturo Paniagua asintió.

—Dígame, doctora, ¿cuál es su relación con el profesor Saeed Mesbahi?

Por unos segundos, la mujer desvió su atención en dirección al coronel Golshiri antes de contestar.

—Hemos colaborado juntos en varios proyectos científicos para la Universidad de Teherán. —Tenía la voz temblorosa.

—¿Qué clase de proyectos?

De nuevo la mirada de la doctora se dirigió hacia la figura de Sadeq Golshiri. Entonces, el representante de la embajada se inclinó sobre ella y le susurró unas palabras al oído.

—Lo siento, inspector, pero no puedo contestar a esa pregunta.

El inspector Paniagua se quedó muy quieto mientras observaba a la doctora, tenía la frente perlada de sudor. Entonces se giró hacia el jefe de seguridad y le taladró con la mirada, furibundo.

—Bien, dejemos eso por ahora. ¿Tiene alguna idea de por qué alguien quisiera asesinar al profesor?

—¡Alá nos proteja! La gente es una desalmada, existen muchos intolerantes ahí fuera que tienen muchos prejuicios hacia los musulmanes.

—¿Cree, entonces, que fue un motivo político o religioso?

—¡No lo sé! Solo digo que tan solo hace falta escuchar un poco y se dará cuenta de lo que hablo. —La voz se le quebró, y parpadeó repetidas veces para contener las lágrimas.

En el exterior, los gritos de protesta de los manifestantes habían aumentado unos cuantos decibelios y eran notablemente audibles desde la sala de conferencias en donde se encontraban. Las sirenas de la policía aullaban a todo trapo y se comenzaba a escuchar la algarabía propia de una manifestación que, poco a poco, iba tornándose más violenta y descontrolada.

Martin cerró los ojos por unos segundos y se masajeó las bolsas que colgaban de ellos. Solo había conseguido dormir unas horas y estaba agotado. Como no podía ser de otra manera, había soñado con asesinatos. Hojas aceradas violando la virginidad de la carne, miradas vidriosas que dejaban entrever la locura de sus propietarios. Y el fuego purificador, al final del camino.

—Al final todos somos víctimas de algo. —Estaba diciendo la doctora Farhadi, las lágrimas corrían libremente por sus mejillas—. Ya nos advirtieron antes de venir. Pero nunca pensé que nadie pudiera querer hacer daño al profesor Mesbahi.

—¿Les advirtieron de qué? —Quiso saber el inspector—. ¿Quién les advirtió?

En ese instante, el coronel Golshiri se adelantó un paso e interrumpió la entrevista.

—Si le parece bien, inspector, creo que sería una buena idea hacer una pausa para permitir que la doctora Farhadi se recupere. La muerte del profesor la ha afectado mucho, como puede ver.

La doctora se estaba secando las lágrimas con el dorso de la mano, tenía los hombros hundidos y miraba fijamente hacia un punto perdido de la mesa.

El inspector se incorporó en su sillón y puso las dos manos sobre la mesa.

—¿Quién les advirtió, doctora Farhadi? —Insistió, ignorando al jefe de seguridad.

—¡Inspector…! —Llamó el coronel—. Esta entrevista ha concluido.

Con el auxilio del representante de la embajada, Sadeq Golshiri ayudó a la doctora a incorporarse, le pasó su brazo sobre los hombros y la empujó suavemente en dirección a la puerta. La doctora pareció encogerse levemente bajo su contacto, pero avanzaba sin rechistar, sollozando desconsoladamente, completamente entregada.

En la calle, los eslóganes se habían transformado en aullidos de pelea. Un centenar de individuos antisistema con las caras tapadas por bufandas y máscaras se enfrentaban abiertamente a los miembros de la Unidad de Intervención Policial. Coches de patrulla volcados ardían sin control, elevando un espeso humo negro hacia el cielo de Madrid. El lugar parecía un pandemónium diabólico extraído de la escena de un campo de batalla. El ruido de explosiones, gritos y carreras desenfrenadas atravesaba los paños acristalados de las ventanas.

Arturo Paniagua se giró hacia Martin y le preguntó:

—¿Qué piensa de todo esto?

Martin, en un primer momento, no supo si se refería a la violencia de la manifestación o a los interrogatorios. Por fin, cayó en la cuenta de que era esto último lo que le preocupaba al inspector.

—Honestamente, no sé qué decirle. No hemos sacado demasiado en claro, salvo que tengo la impresión de que el coronel Golshiri no está demasiado contento con esta situación.

El inspector asintió.

—Me preocupa lo que ha dicho la doctora Farhadi, parecía implicar que podía tener una cierta idea de por qué mataron al profesor.

Martin Cordero no podía estar más de acuerdo con él. El ceño fruncido del inspector exageraba las crestas y valles de las arrugas en su cara y le confería un aspecto tosco, como de madera sin pulir.

—¿Tiene alguna idea de qué estaba hablando?

Martin lo pensó unos instantes, antes de negar apesadumbradamente con la cabeza.

—Aunque algo me dice que no tardaremos en saber a qué se refería. —Añadió sombríamente.

Y, como si fuera el eco siniestro de sus palabras, un horripilante alarido retumbó por los pasillos del Palacio de Congresos.

La pesadilla había vuelto a empezar.

Antemortem
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