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El profesor Saeed Mesbahi tenía miedo, mucho miedo. No podía evitarlo. Una sucesión de escalofríos recorrió su espalda con dedos gélidos como el hielo. No se le había pasado por alto que estaba siendo escoltado a todas horas por dos estólidos guardianes, que destacaban entre los asistentes de la cumbre, todos ellos científicos o relacionados con la ciencia, a causa de las suntuosas ropas que vestían: sendos trajes grises de impecable corte, similares a los que había vestido el agente de seguridad que le había visitado en su habitación del hotel tan solo unas horas antes. La persistente vigilancia únicamente podía significar una cosa, concluyó Saeed, y era que se tomaban muy en serio el desagradable asunto de la fiambrera. ¡Una fiambrera! ¿Quién podía usar un envase tan inocuo para guardar algo tan horrible? Parecía a todas luces la obra de un desequilibrado mental, y quizás ese fuera el motivo por el cual los dos hombres de traje gris estaban vigilando cada movimiento suyo, para protegerle. Aunque algo le decía que había mucho más que las explicaciones que había recibido, algo oculto bajo capas de siniestras intrigas, que no alcanzaba a comprender. Los agentes de seguridad que acompañaban a la comitiva científica pertenecían a los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica (IRGC) y sus operativos no eran precisamente conocidos por la franqueza o sinceridad de sus acciones. En su país, si uno se convertía en blanco del interés del IRGC, lo más probable que sucediera es que acabase en algún lugar recóndito y oscuro con una bolsa de tela en la cabeza y un cable eléctrico insertado entre las nalgas.
A Saeed Mesbahi le recorrió un estremecimiento por todo el cuerpo. Se encontraba extenuado, no tanto por el esfuerzo que había supuesto tratar de mantener la concentración durante su conferencia sobre la reparación del ADN en células cancerígenas, como por el hecho de que todo su cuerpo temblaba de puro terror. Quien sea que le había entregado el paquete era un ser enfermo, depravado, que actuaba conforme a inimaginables impulsos de psicópata. Y el profesor no sabía qué le aterraba más, la inimaginable locura del emisor o el hecho de que no tenía ni la más remota idea de quién podía ser. Desde el mismo instante en el que había echado el ojo sobre el contenido del paquete, el profesor Mesbahi se había hecho una y otra vez la misma pregunta. ¿Quién quiere hacerme daño? ¿Quién me odia tanto en el mundo como para querer lastimarme de esa manera? Invariablemente, la respuesta había sido siempre la misma. No tenía ni idea. Cualquiera que fuese la misteriosa razón, le era completamente desconocida, y el profesor no podía soportar ni un minuto más aquella amenaza que pendía sobre su cabeza. La sola idea de que un enemigo violento le acechase en las sombras, resultaba superior a todas sus fuerzas.
Pensó en ignorar todo el asunto y adelantar su visita al museo de El Prado, en cuanto se quedase liberado de sus obligaciones en la cumbre. Eso, sin duda, le ayudaría a calmar los nervios y a sacarse de encima la tremenda presión psicológica a la que estaba siendo sometido, pero estaba seguro de que los escoltas del IRGC nunca se lo permitirían, pues significaría una violación muy grave del protocolo de seguridad. Así que poco más le quedaba por hacer y decidió, entonces, regresar al hotel y tratar de dormir un poco. La noche anterior le había costado una barbaridad conciliar el sueño y, cuando por fin lo lograba, le asaltaban unas pesadillas como nunca antes las había tenido, que volvían a despertarle. Al final, se había pasado de vigilia toda la larga noche.
—Saeed, aquí estás, por fin te encuentro. Te he estado buscando un buen rato para comentarte que algunos de nosotros estamos organizando una visita al centro de la ciudad, tan pronto como terminen las conferencias. Saldremos a cenar y a relajarnos un poco. Al profesor Bafekr le han recomendado un restaurante marroquí de primer nivel y pretendemos visitarlo. —Quien se había dirigido a él, mientras recogía sus cosas y se encaminaba hacia una de las puertas laterales, había sido el doctor Samir Rasoulian, un eminente biólogo que también había sido invitado a la cumbre como conferenciante y que era amigo de la familia Mesbahi desde hacía mucho tiempo. Su especialidad era la ingeniería genética y había trabajado en el mismo laboratorio que el padre de Saeed.
—Lo siento, Samir. No me encuentro bien y pensaba irme al hotel a descansar.
—¿Estás loco? ¡No puedes dejar pasar una oportunidad como esta! La comida marroquí es deliciosa y en el restaurante cocinan un tajín[4] de ternera y ciruelas que es como para chuparse los dedos. —Insistió su amigo.
—No, de verdad que lo siento, pero estoy realmente agotado.
El doctor Samir Rasoulian le dedicó una mirada curiosa. Era cierto que su amigo tenía unas enormes bolsas azuladas debajo de los ojos y que no tenía el aspecto de encontrarse muy en forma, pero aun así le sonrió traviesamente.
—El profesor Bafekr me confesó en un aparte que Amina Mishamand estaría entre el grupo que se apuntó a la cena, piensa en la felicidad que le vas a ocasionar si sabe que también tú estarás con nosotros.
El corazón de Saeed dio un pequeño acelerón, aunque trató de no mostrar su turbación. Desde el primer día en el que se reunieron todos en el aeropuerto de Teherán y puso sus ojos encima de la bella administrativa, había sentido por ella algo que no podía explicar. Una emoción que solo podía significar una cosa y que le había perturbado desde entonces. El profesor Mesbahi no tenía esposa y tal cosa en una familia tan tradicional y observadora de la religión musulmana como era la suya, resultaba algo imperdonable. Así que su entorno se había puesto manos a la obra para buscarle alguna muchacha apropiada y organizar un matrimonio concertado, como era costumbre en su país. A Saeed todo aquello había empezado a importunarle pues desde siempre había estado más interesado en la ciencia que en buscar esposa.
Samir Rasoulian, como buen amigo familiar, había sido uno de los más activos en la búsqueda, desde que el padre de Saeed conversara con él sobre el asunto y le pidiera que le ayudase a encontrar a una mujer apropiada para su estatus y el buen nombre de la familia. Sin embargo, Saeed no había terminado de decidirse por ninguna candidata, quizás porque esperaba poder encontrar a alguien por quien se sintiese realmente atraído, o quizás porque realmente ninguna proposición le había convencido. Y que conste que este era un sentimiento más egoísta de lo que le hubiera gustado y por el que recapacitaba constantemente en sus oraciones pero que sin duda formaba tan parte de su forma de ser como su amor por la ciencia. Comoquiera que fuera, su padre estaba realmente disgustado con él y le había lanzado un ultimátum. Debía tomar una decisión al respecto, cuanto antes.
—¿De verdad, piensas que ella pueda estar interesada en mi asistencia? —Preguntó en un susurro.
—Seguro que sí. Quizás puedas hablar un rato a solas con ella. ¿Qué te parece esta idea?
El profesor asintió, meditabundo, había estado pensando en cómo aproximarse a la bella mujer, delicada y menuda como una flor del desierto, y todavía no había dado con el momento adecuado. La excitación creció en su interior con fuerza y dejó escapar un suspiro de derrota. Entonces, consintió.
—De acuerdo, Samir, iré con vosotros. Permíteme pasar por el hotel para cambiarme de ropas y refrescarme un poco y me encuentro contigo en la recepción del hotel.
—Estoy seguro de que no te arrepentirás. —Le animó Samir.
—Bueno, no adelantemos acontecimientos tan pronto. Incluso si consigo cruzar unas palabras a solas con la señorita Mishamand, no significa que…
Samir le interrumpió alzando la mano.
—Ya veremos, querido amigo. Ya veremos. Alá es benevolente con los pacientes. —El aire travieso había regresado a la mirada y aquello hizo que a Saeed se le encogiese el estómago.
—¿Qué es lo que has hecho, Samir? —Preguntó receloso.
El otro le devolvió un gesto completamente inocente pero en el que todavía bailaban los ecos de la mirada anterior.
—Nada, nada. No te alarmes. Nos vemos luego en el hotel. —Replicó sonriendo, luego, como si se lo hubiera pensado mejor, añadió—: ¿Crees que podrías librarte de la escolta? La presencia de esos orangutanes del IRGC en el restaurante será una aguafiestas monumental.
—No lo sé, Samir. Estamos hablando de agentes asignados por el Ministerio de Inteligencia, no son unos simples guardaespaldas que uno pueda sacarse de encima cuando le venga en gana.
—Lo sé, Saeed, pero piensa en Amina Mishamand y en el rato que puedas pasar con ella. Si tienes a una de esas gárgolas pegada a tu espalda, no creo que puedas disfrutar del momento de intimidad que necesitas para cortejar a la bella secretaria.
Su amigo le guiñó un ojo de manera lasciva.
—¡Samir, por Alá, modera tus palabras! —Le increpó el profesor, escandalizado, aunque lo cierto era que ya estaba empezando a disfrutar secretamente del momento en el que pudiera quedarse a solas con Amina y confesar su interés por ella—. Veré lo que puedo hacer, pero no prometo nada.
—Con eso es suficiente. —Le agradeció su amigo—. Quizás también puedas encontrar un momento más adelante para contarme qué es lo que ha sucedido para que suscites tanto el interés del VEVAK.
La pregunta tuvo un efecto como un puñetazo en la boca del estómago de Saeed, que dio unos pasos hacia atrás, inseguro.
—¿Te has dado cuenta?
Amir asintió con la cabeza.
—Y no he sido el único. Me temo querido amigo que has sido la comidilla del día.
¡Poderoso Alá, todos estaban hablando de él a sus espaldas! El profesor estaba anonadado, tenía que acabar con cualesquiera que fueran los rumores cuanto antes.
—Lo siento, Amir. No tengo nada que decirte. —Replicó Saeed, con un tono de voz severo—. Además, he cambiado de parecer, si me disculpas, creo que permaneceré en mi habitación esta noche. Descansando, como pensaba hacer en un primer momento. —Y dándose media vuelta, se alejó apresuradamente sin darle opción a su amigo a contestar.
El profesor Mesbahi estaba tremendamente furioso, la emoción le atenazaba el pecho. ¡No podía creerlo! Durante todo el día la gente había estado hablando de él, tratando de intuir qué es lo que había sucedido, el porqué de los guardaespaldas. Se había convertido en el objeto de sus chismes, de sus rumores, y seguramente esa era la única razón por la cual le habían invitado a la cena. Para poder seguir chismorreando a su costa. Y lo peor de todo es que Amir le había hecho creer que tenía alguna posibilidad con Amina Mishamand. Se dijo a sí mismo que jamás olvidaría aquella humillación. Hablaría con su padre y le informaría del desagradable comportamiento que había tenido Samir.
Caminó rabioso hacia la parada de taxis que se encontraba en la Avenida del General Perón, mientras ponderaba el impacto que aquello iba a tener en el buen nombre de su familia. A su espalda se erguía el majestuoso mural de Joan Miró con sus retorcidas formas abstractas reflejando la confusión que sentía en esos precisos instantes. Lo peor de todo es la humillación, pensó. Con toda seguridad, todo lo que se hubiera chismorreado a lo largo del día, no iba a acercarse a la verdad ni por asomo, y muy probablemente caería en el olvido pasadas unas semanas, pero cualquier rumor que se extendiese sobre él suponía una humillación para su familia y un duro golpe para su reputación. El Corán decía explícitamente que el chismorreo era una acción maligna que empañaba tanto al chismoso como al aludido, un buen musulmán no tenía doble cara y debía comportarse con rectitud en todo momento. Pensó en hablar con el ministro Yafar Mili-Monfared, pero lo descartó inmediatamente. No podía molestar al ministro de Ciencia, Investigación y Tecnología con cualquier cosa que le preocupase, además los privilegios solo tenían de vida hasta que uno cometiera el error de solicitar ese favor de más.
La ira que sentía y la adrenalina que recorría todo su pecho hacían que el corazón le latiese como si fuera a saltarle en el pecho. Todavía temblando, se introdujo en el primer taxi que se encontraba en la fila, aguardando nuevos pasajeros.
—Hotel Regente, por favor. —Se limitó a decir y, a continuación, cayó en un hosco silencio.
A su espalda, los escoltas designados para seguirle se montaron en un Mercedes C300 de color negro, que arrancó inmediatamente. En su interior, el hombre del traje de perfecto corte inglés, se quitó las gafas de espejo y las guardó cuidadosamente en el interior de su chaqueta, antes de decir:
—No falta mucho. Estén preparados para cuando llegue la hora, solo tendremos una oportunidad y no podemos dejarla escapar. No permitan que la muerte del profesor Mesbahi se convierta en otra pérdida de tiempo.
Los miembros de seguridad se limitaron a asentir en silencio y tensaron las mandíbulas, preparados para cumplir las órdenes.