9
Para Saeed Mesbahi la última hora de su vida había resultado muy confusa. En la lujosa habitación de su hotel contemplaba espeluznado el macabro paquete que había aparecido como por ensalmo en la mesa del espacioso salón que había contiguo al dormitorio. No sabía cómo había llegado hasta allí, ni quién lo había enviado. Se había puesto en contacto con la recepción del hotel y preguntado si alguno de los conserjes había entrado en su habitación, quizás mientras él se encontraba en la ducha, pero le habían informado de que nadie del hotel había accedido a sus dependencias. Pensó en llamar a la policía local aunque estaba horrorizado y no sabía qué debía hacer.
Solo le quedaba una persona a la que recurrir.
La primera vez que dijeron a Saeed Mesbahi que formaría parte de la comitiva de científicos que viajarían a la cumbre de Madrid no se lo creyó. Se encontraba en su minúsculo despacho de la Universidad de Biofísica de Teherán y preparaba un artículo para la revista de la Sociedad de Física de Irán sobre sus trabajos con enzimas artificiales. El hombre que llamó a su puerta no pertenecía a la universidad, de eso estaba seguro. No lo conocía, nunca lo había visto por las instalaciones. Muy probablemente, ni siquiera perteneciera al ámbito científico. Con su traje marrón claro y sus ademanes oleaginosos era alguien acostumbrado al poder y que disfrutaba con el miedo que ejercía su presencia. El hombre no le dijo su nombre o su cargo y Saeed no se lo preguntó, aliviado por no tener que saber más de lo necesario sobre el desconocido, aunque no le cabía ninguna duda de que pertenecía al Vezarat-e Ettela’at va Amniyat-e Keshvar o VEVAK, como se le conocía en el mundo entero por sus siglas. El Ministerio de Inteligencia y Seguridad Nacional de su país.
El profesor Saeed Mesbahi estaba especializado en Biofísica Cuántica y llevaba más de una década trabajando para el Ministerio de Ciencia, Investigación y Tecnología iraní bajo los auspicios del ministro Yafar Mili-Monfared, buscando nuevas fórmulas para crear enzimas artificiales capaces de reparar el ADN de las células cancerígenas. Paralelamente trabajaba en la creación de un modelo biofísico cuántico de la mente que explicase el funcionamiento de los procesos mentales, de definir qué era la mente humana. Saeed estaba muy orgulloso de su trabajo y cuando el tipo del traje marrón le dijo que iría a España a exponer sus avances en la materia no cabía en sí de gozo, pero pensó que le estaba tomando el pelo, que aquella propuesta era una prueba del humor enfermizo de los representantes del VEVAK o que estaban examinando su sentimiento patriota. Incluso pensó en echar al tipo de su despacho con cajas destempladas. Pero algo en el ademán del otro le hizo contenerse.
Entonces el hombre se había metido la mano en el bolsillo y extraído una memoria IRGC.
—Guarde en esa memoria los artículos que quiera exponer en la cumbre y nosotros los estudiaremos. Si consiguen el sello de aprobación, profesor Mesbahi, viajará a Madrid con el resto de sus compañeros científicos. —Su voz era suave, casi un susurro, pero tenía cierto matiz acerado. Lo dicho, era alguien que estaba acostumbrado a dar órdenes y a ser obedecido sin rechistar.
El profesor Mesbahi así lo hizo y cuando el hombre regresó al día siguiente para recoger la memoria, en su interior se encontraba almacenado el trabajo de toda una vida. Una semana más tarde estaba a bordo de un vuelo de la Iran Air con destino a la capital de España. Junto a él, iba una nutrida comitiva de científicos y doctores, personal administrativo y un grupo de agentes de seguridad proporcionados por el Ministerio de Inteligencia. Aterrizaron ocho horas más tarde en el Aeropuerto de Barajas y los distribuyeron en dos autobuses para trasladarlos a sus respectivos hoteles.
Cuando Saeed vio el lujoso hotel en el que le habían reservado su habitación, tampoco se lo creyó. Sin duda, su amistad con el ministro Yafar Mili-Monfared había tenido algo que ver. El caso es que ahí estaba, su conferencia no se celebraría hasta pasado mañana y, de momento, solo había podido disfrutar de las comodidades del hotel porque el miembro de seguridad que le habían asignado no le dejaba salir de las instalaciones sin permiso. Aunque ya había solicitado que le permitiesen visitar el Museo del Prado y estaba confiado en que se lo concederían, si no acudiría al ministro para conseguirlo. No pensaba marcharse de España sin ver las obras de Francisco de Goya, uno de sus pintores favoritos. En definitiva, todo iba sobre ruedas y era un sueño hecho realidad.
Hasta esa misma mañana.
De repente, sonó el teléfono de la habitación.
El profesor descolgó y dijo:
—Al habla el profesor Saeed Mesbahi.
—Profesor, tengo entendido que tiene un pequeño problema. Algo de naturaleza extremadamente delicada. —Dijo una voz sin inflexión, al teléfono. Se trataba del mismo hombre que le había anunciado en Teherán que iba a formar parte de la comitiva científica que asistiría a la cumbre.
—Así es… En mi habitación, sobre la mesa ha…
—¡Deténgase, deje de hablar ahora mismo! —Le ordenó la voz—. No diga nada más por teléfono. Enviaremos a alguien a su habitación para que le asista. Podrá explicarle al agente de seguridad todos los pormenores. No hace falta que le diga que no toque nada, ¿verdad?
—No, no. No lo haré. Gracias, no sabe… —Se interrumpió a media frase pues el hombre ya había colgado el teléfono.
Sus ojos se volvieron hacia la mesa en la que reposaba el paquete y se estremeció. Ahora el profesor Saeed Mesbahi dudaba de si había hecho lo correcto y se preguntaba si no hubiera debido informar a las autoridades locales. Después de todo aquel paquete no tenía nada de ordinario. Mientras aguardaba a que llegase alguien de seguridad, volvió a observar con repugnancia el contenido del envase a través del material plástico transparente. El color cerúleo, la textura como de papiro, la presencia casi imperceptible de unas gotas de rojo sobre el algodón. Parecía uno de esos útiles que se empleaban en el cine o el teatro, aunque algo le decía que era muy real. Y, si estaba en lo cierto, eso solo podía conllevar una horripilante deducción. Sacudió la cabeza, tratando de alejar esos macabros pensamientos de sí, y recordó los acontecimientos de esa misma mañana en el enorme auditorio del Palacio de Congresos en donde se estaba celebrando la cumbre.
La sala estaba a rebosar de público y un nutrido grupo de personas pugnaba por entrar aunque tenían que quedarse en pie detrás de los asientos del fondo. Saeed se había extrañado al principio de tal recibimiento pero lo cierto es que la cumbre estaba siendo todo un éxito de asistencia. El Doctor Yousef Arzi de la Universidad de Ciencias Médicas organizaba sus notas sobre la mesa de conferencias, mientras se esforzaba en poner en su sitio un rizo rebelde de su poblada melena plateada. Bajo y empaquetado en su traje chapado a la antigua como una salchicha polaca, el doctor se dirigió a los asistentes, en un inglés con profundo acento árabe:
—Bienvenidos, damas y caballeros. En esta primera conferencia de la cumbre quisiera hablarles de los avances en neurocirugía realizados hasta la fecha en nuestra amada República Islámica de Irán. A mi lado se encuentran el Doctor Mohammad Shooshtari del Hospital Imam Khomeini de Teherán y la doctora Samira Farhadi de la Universidad de Medicina de Shiraz.
El doctor Arzi se detuvo unos instantes y permitió a la audiencia que concediese un aplauso de bienvenida. Entonces revisó una última vez sus notas.
—Como saben he pasado los últimos tres años estudiando un nuevo biomarcador para diagnosticar de manera anticipada la enfermedad de Alzheimer. Durante estos maravillosos años, mis colegas y yo nos hemos acercado a un método revolucionario de diagnosis y prevención que permite predecir la respuesta del paciente ante el tratamiento, que es el que vamos a presentar en esta conferencia. Ahora bien, si prestan su atención a la diapositiva…
En ese momento, el profesor Mesbahi había desconectado de la presentación.
Se encontraba cómodamente sentado en una de las butacas reservadas para la delegación iraní y con todo el agotamiento del viaje y las preparaciones preliminares de su propia conferencia sobre la elaboración de enzimas artificiales, se encontraba completamente exhausto. A su lado, se hallaba sentado otro de los miembros de la delegación que no reconocía. No era de extrañar pues el programa científico de Irán era más extenso de lo que mucha gente creía y se gastaban millones en investigación y desarrollo, hasta alcanzar un crecimiento anual que superaba el veinticinco coma dos por ciento. Una nueva salva de aplausos le devolvió momentáneamente al auditorio, aunque su mirada se deslizó de nuevo hacia su compañero de asiento, había algo en él que le inquietaba. Cierta intensidad en los ojos que ahora se encontraban clavados sobre él, como si estudiara cada rasgo de su cara, con una concentración depredadora.
Saeed Mesbahi se había olvidado por completo de aquel hombre y se preguntaba por qué lo había recordado en esos momentos. De repente, un repiqueteo en la puerta le indicó que el agente de seguridad había llegado. Se levantó del sillón, sin perder de vista el paquete, y dejó entrar a un hombre de tez oscura que vestía un impecable traje gris de corte inglés que se estiraba bajo la solidez de sus músculos. El hombre llevaba gafas de sol y un auricular en la oreja, por el cual parecía recibir instrucciones de un ente desconocido, en su mano portaba un maletín de aluminio.
—Salaam, profesor Mesbahi. ¿Puede indicarme dónde se encuentra el paquete?
—Sí, claro. Como puede comprender estoy muy agitado, en cuanto lo he descubierto les he llamado a ustedes. —La voz de Saeed mostraba la aprensión que sentía y que ahora se veía acrecentada por la presencia del agente. Los miembros del VEVAK siempre causaban ese tipo de impresión en los ciudadanos iraníes.
—Está seguro de que nos ha llamado solo a nosotros y a nadie más, ¿correcto, profesor? —Preguntó el agente, con los espejos oscuros de su gafas fijos en Saeed.
—Eeeeer, no… Quiero decir, sí. Solo a ustedes. —Balbució, mientras se removía incómodo en el sitio y se tironeaba nerviosamente del faldillo de su chaqueta.
—Bien, me complace oír eso. Entiendo su agitación. Estoy seguro de que resulta desconcertante, levantarse por la mañana y enfrentarse a algo tan desagradable. —Dijo el agente—. Pero no se preocupe más, a partir de este momento ya nos encargamos nosotros. —Miró al profesor en busca de confirmación de que le prestaba toda su atención y prosiguió—: Ahora ni una palabra a nadie y procure olvidar este desagradable incidente. ¿Me ha entendido?
—Sí, desde luego. —Saeed Mesbahi estaba ya temblando descontroladamente—. No hay nada que quiera hacer más que olvidar todo el asunto. Cuente con ello.
Satisfecho, el agente se puso unos guantes de látex y recogió con cuidado el envase de plástico que reposaba sobre la mesa del salón. Abrió el maletín de aluminio y dejó en su interior el paquete y su espeluznante contenido. El profesor había desviado la mirada para no contemplar la operación como si no haber sido testigo de la desaparición del envase de plástico en las entrañas del maletín le garantizase con seguridad que iba a olvidarse inmediatamente de todo el asunto.
Al otro lado de la ventana de la habitación un grupo de árboles ofrecían una tonalidad de verdes y rojos. Trató de concentrarse en aquella lujuriosa orgía de color y, de algún modo, consiguió tranquilizarse un poco. Entonces, la fría voz del agente le devolvió bruscamente al interior de la habitación y su fugaz sensación de tranquilidad se esfumó de un plumazo.
—Ya está. Le aseguro que llegaremos hasta el fondo de la cuestión y de que averiguaremos la procedencia del paquete. —El agente dejó escapar una sonrisa lobuna que mostró sus caninos—. Cuando cojamos al culpable, le garantizo profesor Mesbahi que será castigado como se merece.
Y salió por la puerta con una leve inclinación de cabeza. El maletín de aluminio firmemente pegado a su muslo.
Cuando el agente de seguridad abandonó la habitación, dejó tras de sí una sensación de frialdad absoluta y al pobre Saeed sollozando de puro terror.