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La mujer observaba a los agentes de policía mientras hacían el arresto, estaba inmersa en un nutrido grupo de curiosos que se habían congregado en los alrededores. No le había costado demasiado deducir que se trataba del asesino de los científicos de la cumbre iraní. Cuando vio aparecer por la puerta al subinspector tuvo mucho cuidado de que el pañuelo que llevaba sobre la cabeza tapase por completo su pelo ondulado y de subirse las enormes gafas negras en el puente de la nariz. Naturalmente, el único que conocía su cara era el subinspector pero no podía estar segura de que la hubiese reconocido, pues estaba teniendo mucho cuidado. No era momento de arriesgarse. Sabía que la Policía Nacional solía apostar agentes de paisano entre los mirones de un escenario del crimen en busca de testigos e incluso sospechosos que regresaban al lugar de los hechos porque eran idiotas o porque perseguían la emoción de sentirse los protagonistas de tanto trajín. Pero claro, ella no tenía nada que ver con el despliegue policial que estaba observando, así que se dijo que no tenía nada que temer. El problema estaba en que ella todavía tenía asuntos que resolver con el subinspector si quería deshacerse de la zorra ecuatoriana y para poder ejercer su influencia necesitaba encontrarse cerca de él.

Así que, oculta tras los cristales tintados de sus gafas, espió a Raúl Olcina mientras escoltaba al detenido camino de un coche patrulla flanqueado por dos enormes agentes de los IRGC. Sujetaba al sospechoso por las esposas y caminaba con paso firme, aunque le pareció que un poco renqueante. Decidida a terminar con aquello de una vez por todas, probó su suerte y marcó el número de móvil del subinspector, fingiendo ser una mirona más que llamaba a una amiga para fardar del espectáculo que estaba observando.

El subinspector se detuvo en seco y extrajo su teléfono del interior de la chaqueta vaquera que vestía, mientras que con una seña indicaba a los hombres del Grupo Especial de Operaciones que continuasen el resto del camino sin él.

—Hola Raúl, ¿me has echado de menos? —Susurró al auricular. Desde la distancia pudo ver como el hombre se paralizaba y hubiese jurado que su rostro perdía el color de repente.

—¿Quién habla? —Preguntó él, precipitadamente. Verle desde su lado de la calle y escucharlo por el teléfono, tan cercano, confería a la escena un toque casi cinematográfico, como una película de detectives que tuviese la banda de sonido muy alta.

—Hum… ¿de verdad que no sabes quién soy? —Dijo un poco coqueta, jugando con él—. Eso me duele un pelín, ¿lo sabes, no?

—¿Neme? ¿Dónde estás, necesito hablar contigo?

La mujer vio a Olcina tratar de recobrarse rápidamente y alzar la cabeza para mirar a su alrededor como si hubiese adivinado que estuviese tan próxima. Casi se le escapó una carcajada de júbilo. ¡Resultaba tan sencillo manipularlos! Entonces, un movimiento a su izquierda la puso en alerta, haciéndola sentir un hormigueo de inquietud. Giró la vista y vio a un hombre vestido con ropa deportiva que la estaba mirando. Pestañeó con rapidez y observó al desconocido atentamente, a pesar de que parecía un tipo inofensivo: uno de tantos desempleados que se pasaba el día en la calle bebiendo cerveza en compañía de sus amigotes, mientras vivía a costa de sus padres o de su mujer. Un vecino cualquiera. Desvió su mirada y volvió a centrarla en el subinspector. Raúl Olcina estaba levantando la mano para llamar la atención de un enorme policía que parecía el vivo retrato del actor norteamericano John Wayne. Inmediatamente, la mujer supo que se trataba del inspector Paniagua, el jefe del subinspector. ¿Por qué le había llamado? Aquel gesto la intrigaba.

—No importa ahora dónde estoy. —Dijo alejando de sí esos pensamientos por un segundo—. Yo también necesito hablar contigo. Hay algo que quiero que hagas por mí. ¿Querrás hacerlo?

Él pareció dudar, confundido.

—Sí, claro. Lo que quieras.

El inspector Paniagua estaba ya a su altura y vio a Olcina decirle algo que no pudo distinguir porque había tapado el micrófono con la mano. ¿Qué significaba aquello? Una luz de alarma se encendió en su cabeza. ¿Estarían sobre su pista? ¿Habrían descubierto su relación con Samuel Zafra? Pero ¿cómo era posible? Entonces, algo más llamó su atención. El hombre de la ropa deportiva se había acercado a ella y continuaba mirándola con intensidad. No es que no estuviese acostumbrada a crear esa impresión entre los hombres, sobre todo los que tenían el alma oscura e impura y que siempre deseaban hacerla cosas sucias, pero aquel acercamiento no dejaba de parecerle extraño.

Olcina pareció sentir su vacilación.

—¿Qué ocurre, Neme? ¿Estás bien? —Preguntó al teléfono. Ella comenzó a alejarse del hombre del chándal, sin correr pero si detenerse a causa del resto de curiosos, lo que ocasionó que alguno se llevará algún que otro empujón y ella más de un florido juramento.

—No pasa nada, Raúl. Estoy bien. ¿Qué te parece si nos vemos en la academia esta noche? ¿Hacia la hora de cierre te viene bien?

—Sí, claro. Por mí perfecto. —Contestó él.

Ante ella se abría la calle despejada, dejó a su espalda el resto de mirones y no pudo reprimir el impulso de echar un vistazo por encima del hombro para ver dónde se encontraba el hombre que la había seguido. No vio nada. El extraño había desaparecido. Inquieta aún por el suceso inspeccionó los alrededores con la mirada. Nadie le prestaba la más mínima atención, así que se relajó pensando que seguramente estaba comenzando a imaginar cosas. Se despidió de Raúl Olcina y guardó su teléfono móvil.

Su cabeza bullía de preguntas. ¿Qué es lo que había sucedido entre Olcina y el inspector? ¿De qué habrían hablado? Mientras caminaba seguía reflexionando sobre el asunto y cada vez se convencía más de que algo no iba bien. ¿La habrían descubierto? Quizás ese agente del FBI del que habló Raúl les había ayudado con el caso de Samuel y había hecho la conexión. La mujer ya había tenido un encuentro anterior con otros agentes del FBI en Ciudad Juárez y había estado a punto de ser interrogada. Los norteamericanos eran tipos muy listos a la hora de atrapar criminales, tenían sus bases de datos, su tecnología y el personal experimentado para hacerlo.

Tenía ganas de llorar y de gritar. Caminaba con la cabeza baja; aunque se había quitado las gafas oscuras, mantenía el pañuelo de la cabeza, y fingía que estaba disfrutando de su paseo. A su alrededor, a pesar de su desasosiego, podía ver a los hombres impíos cometiendo sus maldades, sus habituales transacciones diabólicas. No podía desconectarlos completamente de su cabeza. ¡Les odiaba a todos! Pensó en lo grato que sería poder castigarlos en ese momento y en lo mucho que disfrutaría haciéndolo. Pero no podía desviarse de su misión, Alba Torres podía hacerle mucho daño si hablase con la policía, ella era la única que la había visto con Samuel, y tenía que detenerla a toda costa.

Entonces, le asaltó una idea espantosa. ¿Y si ya lo hubiese hecho? ¿Y si hubiese sido esa mugrosa quién les hubiera puesto sobre su pista? Trató de concentrarse, de pensar en los datos que poseía, en las deducciones que podía hacer. Pero no obtuvo respuestas, solo más preguntas y una única conclusión.

No te pongas histérica, se dijo.

No podía correr más riesgos, tenía que dar por descontado que la policía sabía de su existencia y de que la estarían esperando. Una sonrisa siniestra afloró a sus labios. Bien, pues sería ella quien les tendería su trampa. Nunca sabrían lo que se les venía encima. Ya buscaría la manera de acallar a Alba Torres.

Siempre lo hacía.

Antemortem
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