39

El coronel Sadeq Golshiri había arremetido contra la puerta de los lavabos de señoras tan pronto como escuchó el grito de la doctora Farhadi. Ignorando en un principio a la figura postrada en el suelo que luchaba a duras penas por contener las arcadas, se lanzó en dirección a los cubículos y los registró con eficiencia.

No había nadie más en los aseos.

Entonces, se fijó en el recipiente de plástico y en el fluido de color rojo que manchaba sus paredes.

Definitivamente sangre, pensó.

Y luego estudió la mano cercenada, la laca de las uñas que coincidía con la que llevaba en ese mismo momento la doctora, la pequeña cicatriz blanca que surcaba el dedo anular, y lo supo. Tuvo la espeluznante certeza, sin tener que realizar ninguna prueba más, de que aquella mano que reposaba inocente sobre un lienzo de algodón se trataba de la mano zurda de la doctora Samira Farhadi. De repente, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Lo cual era absurdo, porque antes de que ocurriera, el coronel ya tenía la convicción de que algo semejante iba a suceder y no parecía muy razonable dejarse impresionar por algo que ya se conoce de antemano. Sin embargo, no pudo evitarlo. Intentó tranquilizarse mientras ayudaba a la histérica doctora a levantarse del suelo y la conducía fuera de los lavabos.

Para entonces, el inspector Paniagua y Martin Cordero ya habían alcanzado la puerta.

—En los lavabos. —Se limitó a decir, señalando con un ademán de cabeza—. Encontrarán otra mano mutilada.

El inspector Paniagua se precipitó al interior de los aseos mientras que por teléfono solicitaba la asistencia de una unidad de la Policía Científica. Instantes después, comenzaba a alzar la voz bramando órdenes de que alguien acordonase la zona e impidiese el paso de los curiosos y las personas no autorizadas. Aquellos lavabos se habían convertido de improviso en una escena del crimen.

Martin, ignorando por completo el alboroto que estaba montando el inspector, se acercó a la doctora Farhadi.

—Doctora, mi nombre es Martin Cordero y estoy con la policía. —Se presentó, en inglés—. Quisiera hacerle algunas preguntas, si me lo permite.

Ella asintió, tratando de combatir el miedo que la atenazaba. Como había intuido, la mujer hablaba su idioma.

—¿Recuerda algo que pueda servirnos para identificar a la persona que dejó el contenedor de plástico?

Ella sacudió la cabeza, débilmente.

—Recuerdo haber escuchado ruidos y pensar que no estaba sola en los aseos. —Balbució con un hilo de voz, casi sorprendida de que pudiera decir palabra, después de haberse sentido tan aterrada. Martin reconoció el acento de universidad británica en su voz. Oxford. Como no podía ser de otra manera.

—Doctora, respire profundamente. Tómese su tiempo para calmarse y responder. No hay prisa, comprendo que todo esto debe ser muy duro para usted.

—Gracias, es usted muy comprensible. —Contestó ella, obedeciéndole. Después de una pausa, continuó—: Luego, escuché el sonido de una cisterna y eso fue todo. Pensé que me había comportado como una tonta, exagerando las cosas.

—¿Qué hizo después?

—Me dirigí a los lavabos para refrescarme la cara y retocarme un poco y ahí estaba… No supe… No supe qué pensar, no quería creer lo que estaban viendo mis ojos.

De repente, su voz se quebró e irrumpió en sollozos entrecortados.

—Lo siento, no puedo evitarlo. —Se disculpó—. Primero, la muerte del profesor Mesbahi y ahora esto.

—Está bien, no se preocupe. Es normal comportarse de esta manera, no tiene de qué avergonzarse. —La alentó Martin, con suavidad de terciopelo—. ¿Puede decirme algo más? ¿Ha recibido alguna amenaza o algo por estilo? ¿Algún rostro desconocido que haya visto últimamente en más de una ocasión?

—Inspector…

Martin la interrumpió con una sonrisa.

—Lo siento, no soy inspector. Solo soy una especie de consultor. El inspector es el tipo grande con pinta de haber salido de una película de vaqueros.

Ella sonrió tímidamente y pareció relajarse un poco.

—El caso es que he visto un montón de caras desconocidas en más de una ocasión, con la cumbre y todo eso…

—Tiene razón. Fue una pregunta estúpida por mi parte. ¿Hubo alguno de esos rostros que destacase por algo o que le diese malas vibraciones?

—No, no. Nada de eso. —Se interrumpió, desazonada—. Siento no serle de más ayuda.

—No se preocupe por eso ahora. Durante el tiempo que estuvo trabajando junto al profesor Mesbahi, ¿recuerda algún percance que pudiera explicar que alguien quisiera matarle o hacerle daño a usted?

—¿A Saeed? ¡No, claro que no! ¿Por qué lo pregunta? El profesor era muy diferente de todos los colegas que conozco, era muy atento conmigo y muy respetuoso. El honor era muy importante para él, lo ponía siempre por encima de todas las cosas. Era una de las mentes más brillantes de mi país.

—Comprendo. Entonces, no se le ocurre nada que pueda relacionar este incidente con la muerte del profesor.

No fue una pregunta, así que la doctora se limitó a mirarle sin contestar, aunque tenía toda la pinta de una persona que quisiera decir algo pero que, por alguna razón desconocida, no se atrevía.

—Doctora, si hay algo que quiera contarme y que pueda ayudarnos a esclarecer el asesinato del profesor y el origen de las manos mutiladas, ahora es el momento de hacerlo.

La mujer guardó silencio. En su rostro se podía discernir la lucha interna que mantenía por vencer el temor de hablar. Entonces, después de pensárselo un rato, añadió:

—Dicen que el tiempo lo cura todo, ¿verdad?

Martin la miró extrañado.

—Así es el dicho, en efecto.

Ella asintió y se llevó una mano a la frente para recoger un mechón de cabellos que le caía sobre el rostro y se le escapaba por debajo del pañuelo que llevaba en la cabeza. El moderno velo islámico que vestía la favorecía enormemente aunque cumplía las estrictas normas impuestas por el hiyab[14]. Sus ojos estaban clavados en algún punto por encima del hombro de Martin como si escudriñasen un horizonte que se encontraba muy lejano.

—Pues es una gran mentira. Las personas como Saeed y yo lo sabemos bien. El tiempo solo hace las heridas más profundas, hasta que llega un momento que ya no tienen remedio. Lo peor de todo es que el coronel lo sabía…, sabía desde el primer momento lo que iba a suceder y aun así no ha hecho nada para impedirlo.

—¿Qué quiere decir, doctora? ¿Está insinuando que el coronel Sadeq Golshiri tenía información de antemano de que la vida del profesor corría peligro?

Ella le devolvió una mirada enigmática. Martin pudo ver que estaba perdida en sus pensamientos y que quizás ni siquiera se diese cuenta en ese momento de con quién estaba hablando, o dónde se encontraba.

—Cualquiera hubiera obrado diferente en otras circunstancias, pero en aquel momento, solo hicimos lo que pudimos. Saeed lo sabía y aun así, le persiguió toda la vida. El coronel Golshiri solo fue un instrumento más. Un peón en un tablero diabólico en el que se disputaba una partida a vida o muerte. Exactamente como lo es ahora.

Entonces clavó sus ojos en Martin con una desesperación como nunca antes había visto el ex agente del FBI.

—Señor Cordero, no tiene la menor idea de las fuerzas que se encuentran entrechocando a su alrededor o de las repercusiones que pueden tener.

—¿A qué fuerzas se refiere, doctora Farhadi? —Insistió Martin, más nervioso que antes—. ¿Qué repercusiones? ¿Está diciéndome que el coronel Golshiri está implicado de alguna manera en la muerte del profesor Mesbahi?

Y antes de que ella pudiera responder, Sadeq Golshiri se acercó a ellos.

—Doctora, creo que es el momento de que se retire, necesita descansar. No comprendo cómo puede estar tan entera después del trauma que acaba de sufrir, es usted un ejemplo de fortaleza.

—¡No, no lo entiende! Yo solo… —La doctora Farhadi empezó a protestar, justo cuando sus ojos se ocultaron en las cuencas y se precipitó hacia el suelo. Mientras se desvanecía, en un desesperado intento por evitar la caída, extendió el brazo a ciegas tratando de apoyarse en la mesa, pero todos sus esfuerzos fueron en vano. Samira Farhadi golpeó el suelo con dureza y un fulminante dolor se extendió inmediatamente por su muñeca y recorrió todas las terminaciones nerviosas de su brazo en una fracción de segundo. Para cuando la sensación de dolor llegó a su cerebro, ella ya había perdido el conocimiento por completo.

Antemortem
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
nota_autor.xhtml
I.xhtml
cap1.xhtml
cap2.xhtml
cap3.xhtml
cap4.xhtml
cap5.xhtml
II.xhtml
cap6.xhtml
cap7.xhtml
cap8.xhtml
cap9.xhtml
cap10.xhtml
cap11.xhtml
cap12.xhtml
cap13.xhtml
cap14.xhtml
cap15.xhtml
cap16.xhtml
cap17.xhtml
cap18.xhtml
III.xhtml
cap19.xhtml
cap20.xhtml
cap21.xhtml
cap22.xhtml
cap23.xhtml
cap24.xhtml
cap25.xhtml
cap26.xhtml
cap27.xhtml
cap28.xhtml
cap29.xhtml
cap30.xhtml
cap31.xhtml
cap32.xhtml
cap33.xhtml
cap34.xhtml
cap35.xhtml
IV.xhtml
cap36.xhtml
cap37.xhtml
cap38.xhtml
cap39.xhtml
cap40.xhtml
cap41.xhtml
cap42.xhtml
cap43.xhtml
cap44.xhtml
cap45.xhtml
cap46.xhtml
cap47.xhtml
cap48.xhtml
cap49.xhtml
cap50.xhtml
cap51.xhtml
cap52.xhtml
V.xhtml
cap53.xhtml
cap54.xhtml
cap55.xhtml
cap56.xhtml
cap57.xhtml
cap58.xhtml
cap59.xhtml
cap60.xhtml
cap61.xhtml
cap62.xhtml
cap63.xhtml
cap64.xhtml
cap65.xhtml
cap66.xhtml
cap67.xhtml
cap68.xhtml
cap69.xhtml
cap70.xhtml
VI.xhtml
cap71.xhtml
cap72.xhtml
cap73.xhtml
cap74.xhtml
cap75.xhtml
cap76.xhtml
cap77.xhtml
cap78.xhtml
cap79.xhtml
cap80.xhtml
cap81.xhtml
cap82.xhtml
cap83.xhtml
cap84.xhtml
cap85.xhtml
cap86.xhtml
cap87.xhtml
cap88.xhtml
cap89.xhtml
cap90.xhtml
VII.xhtml
cap91.xhtml
cap92.xhtml
cap93.xhtml
cap94.xhtml
cap95.xhtml
cap96.xhtml
cap97.xhtml
cap98.xhtml
cap99.xhtml
cap100.xhtml
cap101.xhtml
cap102.xhtml
cap103.xhtml
cap104.xhtml
cap105.xhtml
cap106.xhtml
cap107.xhtml
cap108.xhtml
cap109.xhtml
cap110.xhtml
epilogo.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml