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Cuando sintió el pinchazo de la aguja en su cuello, el coronel Golshiri frunció el ceño con sorpresa y trató de abrir la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla. El potente anestesiante funcionaba con espectacular rapidez y perdió la consciencia antes de que su cerebro registrase qué es lo que había sucedido.
Algún tiempo más tarde, despertó. El apartamento se encontraba completamente a oscuras y alguien había bajado las cortinas automatizadas de las ventanas. Sacudió la cabeza intentando quitarse las telarañas de la droga y cuando volvió a abrir los ojos, el infierno le estaba mirando directamente. Cuando reconoció el rostro del hombre que tenía ante sí, Golshiri se quedó sin aire, con la boca abierta como un pez fuera del agua. Por fin se encontraba ante el asesino que había perseguido desde Teherán y no terminaba de comprender cómo era posible que aquel hombre se encontrase ante sus narices. Los destellos que emanaban del traje que vestía su captor le cegaban de manera inmisericorde y trató, en vano de apartar la cabeza. Iba a protestar cuando un agudo dolor le subió de repente por el brazo. Apenas pudo contener un prolongado grito gutural que reverberó en las tinieblas que se habían apoderado del apartamento. El pánico se apoderó de él y terminó de inyectar las últimas dosis de adrenalina que quedaban en su cuerpo.
¿Dónde estaban sus hombres? ¿Qué había hecho aquel monstruo con sus hombres?
El dolor aumentó considerablemente hasta que, sin avisar, se detuvo. Luchaba desesperadamente por no perder el conocimiento, su maltrecho cerebro no dejaba de insistir en la certeza de que si cerraba los ojos tan solo una fracción de segundo, nunca sería capaz de volver a abrirlos jamás.
El asesino hacía caso omiso de los esfuerzos del coronel por liberarse, ya casi había acabado con aquel despojo de ser humano. Acercó su rostro hasta dejarlo apenas a unos centímetros del moribundo.
—¿Qué se siente, coronel? ¿Dígame qué siente cuando se tiene a la muerte tan cerca y se es incapaz de hacer nada por evitarla?
El coronel le miró con ojos abiertos en toda su extensión, enloquecidos, y no dijo nada. Entonces, el hombre apoyó el supresor de la Makarov contra su frente, dejándolo allí unos instantes, saboreando su momento, y apretó el gatillo.
La bala atravesó el cráneo del coronel, hendió su cerebro en dos y salió por la parte posterior en un géiser de sangre y materia gris. Antes de que su vida se extinguiese por completo, Golshiri todavía pudo sentir el pungente olor de la pólvora, denso y pesado. El aroma de su muerte inundando sus fosas nasales, recorriendo el camino desde su nariz hasta sus ojos desorbitados haciéndolos lagrimar. Ningún pensamiento fugaz cruzó su cerebro, nada de reproducciones de su vida proyectadas en la húmeda negrura que existía detrás de sus párpados, nada de cálidas y acogedoras luces brillantes esperando recibirle en su seno.
Nada extraordinario sucedió.
Simplemente, murió.
El hombre iridiscente se guardó la pistola. Jadeante, se humedeció los dedos en la sangre arterial que manaba de la muñeca de Sadeq Golshiri y, recogiendo la mano amputada, se dirigió tambaleante hacia el espejo que adornaba una de las paredes de la estancia.
De repente, los escuchó.
Ruidos de pasos a su espalda y voces masculinas hablando. Tenía que ponerse en marcha y rápido. Su mente era un torbellino de pensamientos. ¿Cómo era posible que le hubieran encontrado tan pronto? ¡Había sido tan cuidadoso! Todo estaba meticulosamente estudiado, preparado al segundo. No alcanzaba a comprender qué había podido fallar, ni cómo había sido incapaz de anticiparlo. Sencillamente, en esa ocasión, el futuro había sido tan oscuro para él como para el resto de los hombres.
Si lo hubiese previsto…
Casi se rio ante la idea. Casi. El tiempo apremiaba y todavía no había concluido su obra. Con premura comenzó a extender la sangre por la palma de la mano inerte del coronel.
Entonces, escuchó el estrépito de la puerta de entrada al saltar en mil pedazos.