12
El subinspector Olcina conducía el Renault Megane sin marcas de camino al edificio del Anatómico Forense. Durante un rato permanecieron en silencio y Paniagua aprovechó el momento para recapacitar sobre lo que había insinuado el Jefe Beltrán en su despacho. Estaba claro que la IRGC no estaba pasando por uno de sus momentos más brillantes y el inspector jefe así se lo había hecho saber a Paniagua.
Desde su creación, la brigada se había encontrado con muchas voces opositoras que no entendían muy bien por qué se habían apartado los casos de asesinatos múltiples y particularmente violentos de la Brigada Central de Homicidios y Secuestros. Lo cierto era que las disensiones respondían más a razones políticas que a otra cosa, pero hoy en día todo parecía orbitar alrededor de la clase política, y no quedaba más que aceptarlo. La IRGC se había formado mucho después de que casos como el Asesino de la Baraja, un ex militar que se embarcó en un frenesí asesino entre los meses de enero y marzo de 2003, o el del camionero alemán Volker Eckert, que en 2006 mató a cinco prostitutas a lo largo de su ruta entre Francia y España, pasaran a formar parte de la leyenda negra de los asesinos en serie españoles y de las morbosas listas que, con cierta recurrencia, aparecían en los diarios más sensacionalistas. El Asesino de la Baraja, por ejemplo, firmó los seis homicidios que cometió dejando un naipe a los pies de sus víctimas. El detalle macabro perfecto para llenar páginas y páginas de las crónicas negras periodísticas. La gota que había colmado el vaso, por así decirlo, se produjo tres años más tarde. La prensa lo bautizó como el Celador de Olot, un trabajador de una residencia geriátrica que confesó haber matado a once ancianos entre 2009 y 2010, suministrándoles un cóctel de lejía y medicamentos.
Aquel fue el caso que lo empezó todo.
El mismo verano de 2010, el Ministerio de Interior dio el visto bueno para la creación de la Sección de Análisis de la Conducta o SAC, como se la conocía en el entorno policial, y un año más tarde, hizo lo propio con la Brigada Especial de Homicidios Violentos. El primer caso de cierta relevancia del SAC fueron los interrogatorios del Celador de Olot y la creación de su perfil criminal. En ese momento, averiguar las motivaciones de un asesino tan despreciable como astuto fue la prioridad absoluta. Los dos psicólogos que formaban la Sección descubrieron que el Celador de Olot mataba a sus víctimas porque quería librarlas del sufrimiento intrínseco que conllevaba su vejez. El asesino sufría una aberrante variación esquizofrénica del llamado Síndrome de Jerusalén que le llevaba a creerse Dios y le impulsaba a querer redimir a sus víctimas.
El inspector soltó un profundo suspiro y regresó al interior del coche. La atmósfera comenzaba a ser irrespirable debido al calor, así que activó el motor electrónico de la ventanilla y la bajó unos centímetros para permitir que entrara un poco de aire fresco.
—Jefe, la verdad es que no entiendo por qué la gente sigue yendo al fútbol a pelearse por un estúpido partido. Que se queden en sus casas y lo vean por los televisores; al menos, será menos perjudicial para su salud. —Dijo Olcina rompiendo el silencio del coche.
Paniagua no daba crédito a lo que escuchaban sus oídos. En primer lugar, porque pensaba que ya había quedado claro que estaban intentando descartar el asunto de la pelea deportiva como la causa de la muerte de Oswaldo Torres, y en segundo lugar, porque el subinspector había relacionado los conceptos de violencia y fútbol como si tal cosa.
—Olcina, no tiene usted ni puñetera idea de las cosas buenas que ofrece la vida. —Replicó con el rostro ceñudo. El mismo ceño que empleaba cuando alguien le comunicaba la muerte de un conocido—. El fútbol no es tan solo una cuestión de vida o muerte, es algo mucho más importante que eso.
—Le ha quedado muy bonito jefe, pero sigo sin entenderlo.
—La frase no es mía, majadero, es de Bill Shankly.
—¿De quién? —El subinspector Olcina le miraba por el rabillo del ojo, como si pensara que hubiese perdido la chaveta en ese mismo momento.
—Bill Shankly fue un escocés que entrenó al Liverpool y le llevó a ser campeón de la Premier en tres ocasiones. —Explicó el inspector, soltando un audible bufido de condescendencia—. También se dice que ordenó cambiar el color del uniforme de sus jugadores todo de rojo con el fin de infundir el miedo en sus rivales. De ahí viene el mote de los «Diablos Rojos» por el que se les conoce.
Olcina pareció estudiar detenidamente la información que el inspector le acababa de proporcionar.
—Además, pensé que queremos eliminar a los radicales como responsables de la muerte de Oswaldo.
Raúl Olcina asintió.
—¿Y lo consiguió?
—¿El qué?
—Ya sabe, meter el miedo en el cuerpo de los contrarios.
El inspector hizo girar los ojos dentro de sus órbitas y resopló.
—Olcina, a veces pienso, que no se puede ser más zoquete.
El subinspector no replicó y se limitó encogerse de hombros y conducir el Renault Megane con hosco silencio. En su cabeza tenía claro que su pregunta estaba más que fundada y que tenía todo el derecho del mundo a formularla. A veces no alcanzaba a entender la actitud de superioridad de su superior, como si fuera poseedor de una verdad que no estaba al alcance de todo el mundo. Llevaban trabajando juntos algunos años y para Olcina, el enorme inspector se había convertido en un modelo a seguir y en alguien a quien siempre trataba de agradar. No importaba cuán complicadas se ponían las cosas, el inspector siempre les sacaba del apuro.
Paniagua aprovechó el silencio de su subordinado para encender la radio y buscar una emisora deportiva. Inmediatamente, el interior del coche se vio inundado por las voces de varios analistas que estaban acusando, una vez más, de negligencia a la Comisión Antiviolencia y a la Secretaría de Estado de Seguridad por el asesinato de Oswaldo. Nada nuevo.
—Claro, ahora que ya sucedió es más sencillo criticarlo. —Musitó Paniagua con sorna.
Los periodistas deportivos podían convertirse en gente muy maliciosa. Hasta dónde el inspector conocía, ninguno de los que pululaban por las radios y platós televisivos estaba realmente interesado en el deporte, solo entendían de niveles de audiencia. En realidad, ninguno de ellos sabía mucho de deporte o del sacrificio que conllevaba practicarlo, pero a la hora de criticar el juego o la actitud de algún deportista se ponían a la cola para aportar su granito de porquería. Por cada futbolista que cometía un error en un terreno de juego, aparecían seis periodistas deportivos para burlarse de él. Como hienas esperando su tajada de un cadáver, pensó Paniagua.
—Es una pena. —Dijo Raúl Olcina, de improviso, todavía con el rostro ceñudo.
—¿De qué diablos está hablando ahora?
Olcina señaló con la cabeza hacia el exterior.
—Esos carteles inmobiliarios. Casi todo el barrio está en venta. La economía está de pena y esa es la razón de que haya tantos apartamentos vacíos, para empezar. Y también de que los que están ocupados se pongan a la venta. —Sacudió la cabeza con tristeza—. Ya nadie puede costearse una hipoteca. Vete tú a saber a dónde iremos a parar.
Paniagua soltó un sonoro bostezo, mientras Olcina maniobraba el Renault para esquivar a un autobús rojo de la IRGC que estaba deteniendo su marcha para permitir a los pasajeros que descendiesen y fuesen reemplazados por otros nuevos. La escena casi parecía una analogía de la actual situación económica a la que se había referido el subinspector, con las empresas despidiendo masivamente a sus trabajadores para que fuesen reemplazados por otros más baratos y con peor preparación profesional. Las delicias de un sistema económico basado en un modelo de economía abierta y descentralizada que no funcionaba.
—Ya hemos llegado, jefe. —Informó el subinspector.
Antiguamente, el Instituto Anatómico Forense de Madrid se encontraba instalado en un edificio del siglo XVIII de la calle de Santa Isabel pero debido a las constantes goteras, las deficiencias en el mantenimiento de los cuerpos y la constante aparición de ratas del tamaño de gatos bien alimentados, terminó por ser mudado a la Ciudad Universitaria. Según las estadísticas realizaba una media entre cinco y seis autopsias diarias. Esto suponía más de dos mil casos al año. Se podía decir sin temor a equivocarse que tenían la mayor parte del tiempo las manos llenas.
El forense que se encontraba de guardia les recibió directamente en la sala de autopsias y se presentó como el doctor Julián Balmoral. Paniagua nunca había trabajado con él pero tenía buenas referencias suyas de parte de la directora del Instituto. El forense era un hombre de corta estatura y prominente nariz pero poseía un cierto porte profesional en sus ademanes y su manera de conducirse por la estancia que se ganaron automáticamente las simpatías del inspector.
El cuerpo de Oswaldo se encontraba preparado encima de una de las tres mesas de acero inoxidable que ocupaban el centro de la sala y se hallaba parcialmente cubierto con una sábana blanca.
—Ah, inspector Paniagua. Llegan justo a tiempo. —Dijo el forense a modo de saludo—. Acabo de preparar el cuerpo y me disponía a comenzar la autopsia. ¿Hay algo en particular que quiera indicar antes de que empecemos? Debo añadir, también, que es un placer poder ser de ayuda a una brigada tan moderna como la IRGC.
El inspector negó con la cabeza y el doctor Balmoral procedió a establecer la información preliminar para la grabación, con la fecha y hora, los nombres de los presentes durante la autopsia y la rutina inicial. Luego, dando una seca palmada con sus manos enguantadas en látex, dijo:
—Pues vamos a la faena, entonces. La víctima es un varón latino de entre veinte y treinta años de edad, que presenta múltiples laceraciones incisivas en brazos, y abdomen, realizadas con un objeto cortante, posiblemente un cuchillo o navaja. Y una herida punzo-cortante en el tórax a la altura del corazón.
La voz monótona y profesional del médico forense llenaba toda la sala. Se inclinó sobre una bandeja con instrumental quirúrgico y cogió una pequeña linterna con la que inspeccionó los ojos y fosas nasales del cadáver.
—¿Qué tenemos aquí? —Murmuró para sí mismo y se inclinó más aún sobre el cuerpo—. Hay restos de una materia verde en los orificios nasales. Esto coincide con el hecho de que el cuerpo haya pasado algún tiempo sumergido, porque parece una muestra de alga clorofita. Sabremos más cuando la mandemos al laboratorio. —El doctor Balmoral hurgó unos instantes en el interior del oído y extrajo algo que a los ojos de Paniagua parecía un garbanzo de color verdoso y forma esponjosa—. Muestras de la misma materia se presentan también en los canales auditivos.
El inspector también inspeccionaba a su vez el cuerpo, desde una distancia prudencial, con los ojos bizqueando por el potente resplandor de la lámpara fluorescente que iluminaba la mesa de autopsias, atento al menor detalle. No se le escapó el color azulado en la piel de la cara, consistente con una muerte por ahogamiento.
—Tiene las pupilas dilatadas y la piel azulada en torno a los labios, lo que indica que estaba con vida cuando cayó al río y que hubo penetración de líquido en las vías respiratorias. —Abrió con delicadeza la boca de Oswaldo e inspeccionó su interior con una linterna—. Hay indicios de que se produjo una apnea refleja.
El doctor Balmoral observó la confusión en el rostro del inspector y explicó:
—Cuando entra agua en las vías respiratorias, aunque sea una cantidad muy pequeña, se produce una contracción automática de la epiglotis que cierra el conducto de la laringe para proteger las vías. Esto impide completamente el paso de oxígeno y produce de hecho la asfixia.
—¿Entonces la causa de la muerte fue el ahogamiento?
—Todo parece indicar que así fue, pero quiero examinar más de cerca la herida punzante del corazón, si es lo suficientemente profunda es causa más que suficiente del fallecimiento.
Mientras tanto, el subinspector Olcina miraba obstinadamente hacia el suelo, cambiando el peso de su cuerpo de un pie a otro con nerviosismo, como si estuviera esperando en una cola para sentarse en el sillón del dentista. De vez en cuando, alzaba la vista y miraba de refilón el contenido de la mesa de autopsias y luego la desviaba hacia el techo con un resoplido. Decididamente, no era hombre que estuviera hecho para ver el interior de otro semejante.
El patólogo forense se detuvo en su examen de la cabeza y documentó fotográficamente un arañazo que cruzaba la sien de Oswaldo. Luego lo midió cuidadosamente y tomó unas notas para el informe.
—La cabeza presenta una laceración incisiva poco profunda en la sien derecha que indica que fue golpeado con algún objeto cortante pero sin filo. La herida tiene los bordes irregulares y desgarro de la dermis. Yo diría, inspector que fue hecha con un anillo o algo similar. Puede verse además la impresión dejada por los nudillos del asaltante.
—¿Un anillo? —Preguntó Paniagua, interesado—. ¿Qué clase de anillo?
—Desgraciadamente, no puedo saberlo. No veo ninguna marca distintiva, ni nada por el estilo. Sabré más cuando fotografíe la zona con rayos equis. —Respondió el doctor y procedió a tomar una muestra de la zona con un hisopo de algodón esterilizado.
El forense volvió a concentrarse en el cuerpo. El rigor mortis ya se había manifestado y la sangre se había desplazado hacia la parte inferior, por lo que el frente del cuerpo presentaba una pálida textura cerúlea. Entonces se centró en los brazos y en los cortes defensivos que mostraban.
—Existen cortes superficiales en ambos brazos, que apuntan a una naturaleza defensiva. Al parecer los utilizó como un escudo para protegerse del ataque. La orientación y el sentido de los cortes indican que el asaltante es diestro. Hay también traumatismos en la mano derecha que coinciden con una naturaleza, en este caso, agresiva. Es decir, le propinó un puñetazo o varios a alguien.
—¿Solo hubo un asaltante? —Preguntó Paniagua.
—Eso parece, sí. No hay indicios de que haya más de uno.
—Eso es muy extraño, tratándose de una pelea entre hinchas, ¿no le parece? Resulta muy improbable que solo tenga heridas de un único asaltante.
—Estoy de acuerdo. Buena apreciación. —Corroboró el forense.
—¿Qué me dice de la puñalada del pecho? ¿Ha sido la causa de la muerte? —Quiso saber Paniagua.
—Un momento.
El doctor Balmoral examinó por unos instantes el contenido de la bandeja de instrumental quirúrgico y empuñó un pequeño escalímetro. Lo introdujo con cuidado en la herida y midió.
—Sí, definitivamente, esta herida pudo ocasionarle la muerte. La causa definitiva la sabremos cuando le abra y pueda examinar sus pulmones.
Dicho lo cual, sustituyó el escalímetro por un bisturí y se dispuso a iniciar la incisión forense de Virchow, que consistía en un corte vertical que iba desde el nacimiento del cuello hasta la pelvis. El inspector Paniagua decidió en ese momento tomarse un descanso para fumar uno de sus Ducados y, con un gesto de cabeza, le indicó a Raúl Olcina que le siguiera a la calle.
—¿Se encuentra bien Olcina? —Preguntó mientras encendía el cigarrillo, inmediatamente expulsó una nauseabunda nubecilla de humo de tabaco negro.
—Perfectamente, jefe.
—¿Está seguro? Le veo un poco pálido. —Insistió, envuelto en la densidad del humo del cigarrillo.
—De maravilla. —Contestó el otro, mirando con susceptibilidad a su jefe y procurando mantenerse apartado de las partículas de tabaco y carcinógenos—. Momento redondo, como en el anuncio.
Siempre tenían la misma conversación cuando visitaban el Anatómico Forense, Paniagua sabía que el subinspector Olcina no tenía estómago para los asuntos de la medicina legal y trataba por todos los medios de que lo confesase. Hasta el presente, sin éxito alguno pero, empecinado, no cejaba en intentarlo.
—Sabe usted que a mí puede decirme cualquier cosa. No vamos a andarnos a estas alturas con secretos entre nosotros, ¿verdad?
Le dio una calada profunda al cigarrillo.
—¿Qué secreto es ese, jefe? —Olcina se hacía el inocente—. Yo no guardo ningún secreto.
Otra calada al cigarrillo.
—Está bien, subinspector. Creo que va siendo hora de que regresemos y terminemos con este fastidioso asunto de la autopsia. ¿No le parece?
—Si a usted no le importa, jefe. Yo preferiría quedarme aquí afuera un rato más y comprobar si tenemos noticias de los radicales deportivistas que se pelearon con Oswaldo en el puente. Si no fueron ellos quienes lo mataron, al menos, pueden convertirse en testigos y aportar algo de utilidad.
Paniagua sonrió maquiavélicamente y asintió.
—Por supuesto, ahora le veo en el interior. Si le parece escuchamos las impresiones preliminares del forense y luego intentamos localizar a ese tal Walter Delgado.
—Buena idea, jefe. Necesitamos descartar completamente que se trate de una pelea callejera y centrarnos en El Ángel Exterminador. —Aseveró Olcina—. Veinticuatro horas no es mucho tiempo para asegurar que sea él.
El inspector Paniagua asintió con la cabeza. Olcina tenía razón, no tenían demasiado tiempo, y no parecía que hubiesen avanzado mucho. Sin embargo, confiaba que el informe preliminar forense aportase algún indicio de utilidad. Pero, de momento, no habían descubierto nada nuevo. Le había mentido un poco al Jefe Beltrán cuando le dijo que Oswaldo presentaba indicios de que se trataba de una víctima de El Ángel Exterminador. Había sido una de esas mentiras pequeñas que se usaban cuando uno no quería exponer toda la verdad, así que técnicamente no había mentido, pero lo cierto era que, salvo la conexión con los Latin King, este caso no encajaba con la serie anterior. Los homicidios de El Ángel Exterminador habían tenido como arma homicida las propias manos del asesino y, en algunas ocasiones una barra, aún estaba por definir el material o la forma concreta. Literalmente, El Ángel Exterminador había matado a golpes a sus víctimas, y, sin embargo, con Oswaldo se había empleado un cuchillo. Paniagua confiaba en que hubiera pasado algo que le había hecho cambiar su modus operandi y en que el informe forense del doctor Balmoral le ayudase a descubrirlo. La incógnita ahora seguía siendo Walter Delgado y el papel, si es que existía alguno, que había jugado en la muerte de Oswaldo.
Un imprevisto movimiento en sus tripas le recordó que se acercaba la hora de comer y que no había probado bocado desde el desayuno. A Paniagua no le gustaba saltarse las comidas, era una de esas personas que se enojaban con el mundo cuando tenía hambre y se le ponía un humor de perros.
Fantástico, lo que me faltaba, pensó.
Y empujó con el hombro la puerta de entrada al Instituto Anatómico Forense.