51
Martin Cordero terminó de revisar la última hoja de su copia del informe forense, se recostó en el sofá y exhaló un suspiro de preocupación. El vodka que acababa de ingerir le quemaba las entrañas y no había contribuido a relajarle como esperaba.
Algo le rondaba la cabeza.
Algo siniestro que no era capaz de asimilar.
Martin se había encontrado en el despacho del inspector Paniagua, junto al subinspector Olcina y Marc Claver, el agente y psicólogo del SAC, cuando recibieron la llamada del patólogo forense. Todo el mundo había permanecido callado como losas de cementerio. Incluso Olcina, quien parecía despreciar la inactividad, se mordía nerviosamente las cutículas de las uñas. La aparición de la segunda mano amputada había resultado demasiado pesada de digerir, como un asado de cordero viejo. Entonces, estupefactos, habían encajado la noticia.
La segunda indigestión del día se encontraba sobre la mesa del salón de Martin. Un sobre manila del Instituto Anatómico Forense que reposaba sobre la delicada superficie de madera y en cuyo interior se encontraban los resultados de los análisis biológicos efectuados en el homicidio del profesor Mesbahi. Finalmente, el laboratorio había concluido que el ADN de la extremidad amputada coincidía al 99,99 por ciento con el del profesor. Lo cual, en términos de medicina forense, significaba que ambos pertenecían a la misma persona. Pero ¿cómo era posible? Tenía que ser algún tipo de error o algo semejante. Seguramente se habría producido la contaminación de las pruebas en la cadena de custodia o el técnico del laboratorio había cometido un error descomunal.
Y, sin embargo…
Ahí estaba de nuevo la idea que le inquietaba. Una idea tan extraña que no podía obviarla. Martin no podía quitársela de la cabeza. La verdad es que no era en sí misma una idea, una insignificancia, tal vez, pero estaba cobrando visos de obsesión. Había reflexionado largamente sobre ello, pero no conseguía sacar nada en claro.
Una cosa tan… aterradora.
De nuevo, su mente saltó a otro recuerdo del día anterior. La fina línea de piel desgarrada en la mano izquierda de la doctora Farhadi. Al desvanecerse se había rozado violentamente con el canto de la mesa y eso le había producido el arañazo, un delgado trazo de sangre roja había brotado de ella.
Una cosa tan extraña.
La costra…
Martin pensaba en los macabros paquetes, que habían aparecido misteriosamente en sendos lugares donde no pertenecían como si fueran ofrendas no solicitadas, en el perfil de ADN, y pensaba en la delgada costra que lucía la mano amputada que había sido enviada a la doctora. Se esforzaba por pensar en todas las posibilidades, en encontrar una respuesta que por el momento le resultaba esquiva. Entonces, tomó una decisión y unos segundos más tarde estaba hablando con el laboratorio forense del FBI de Nueva Jersey.
—Hola, Martin. ¿Qué tal van los libros?
La voz que contestó al teléfono tenía un fuerte acento sureño y habló con la familiaridad de alguien que conoce a otra persona desde hace mucho tiempo y la aprecia seriamente.
—Bien, el dinero y la fama son dos motivadores muy poderosos. —Respondió Martin con una medio sonrisa en los labios—. ¿Cómo te van las cosas, Nathan?
El doctor Nathan Cooke no compró el tono jocoso y no le siguió la broma.
—No será a mí a quien oigas una palabra de queja, pero algo me dice que ni el dinero o la fama son los causantes de que nos abandonases para pasar una temporada en España.
—No, tienes razón. No lo son. Debí haber imaginado que la excusa no colaría contigo.
Martin pudo escuchar el prolongado suspiro que profirió su mentor y colega de profesión, al otro lado de la línea.
—Escucha, Nathan, siento importunarte con esto, sé que estás muy ocupado pero necesito que hagas unos análisis de ADN para mí.
—Nunca me importunaste, Martin. He extrañado hablar contigo todo este tiempo y no he parado de pensar que debería haberte llamado. Me preguntaba cómo estarías. —Martin podía sentir el reproche velado en las palabras de su mentor y sintió una punzada de remordimientos. Era cierto que se había largado sin haberse despedido de nadie y no dudaba de que quedaban muchos asuntos por cerrar en Nueva Jersey. Al parecer, el resquemor se había instalado en el ánimo de muchos a quienes había considerado su gente.
—Lo siento, Nathan. Sé que no obré correctamente, pero tenía que salir de ahí.
Un nuevo suspiro le llegó desde el otro lado del Atlántico.
—Lo entiendo, Martin. No te preocupes. ¿Qué puedo hacer por ti? Pensé que habías dejado este mundo.
—Y no te equivocas, Nathan, pero la policía local se ha puesto en contacto conmigo para que les asesore en la investigación de un caso. —Explicó Martin.
—¿Qué puede ser tan especial que no pueden solucionarlo los laboratorios españoles? —Quiso saber el doctor Cooke, la curiosidad picada.
—No te lo vas a creer, debe ser… Tiene que ser un error pero sin embargo… No, no, pensar otra cosa sería imposible… —Comenzó a decir.
—Martin, viejo amigo, estás hablando a trompicones. ¿Por qué no empiezas por el principio?
Martin se detuvo unos instantes y miró por la ventana, como si hubiese algo que mirar aparte del cielo cubierto y una hilera de vehículos atrapados en el tráfico de la capital. Soltando el aire de sus pulmones, respondió:
—Verás, Nathan, el CNP recibió un aviso tras haberse hallado un cadáver en la habitación de un hotel de lujo. Le habían disparado a quemarropa en la cabeza, como en una ejecución, y le habían amputado la mano izquierda. El asesino dejó una impresión de la huella de la mano en el espejo del cuarto de baño. —Explicó Martin, poniendo sus ideas en orden—. La víctima era un profesor iraní que asistía a una cumbre científica.
—¿Sigo sin ver qué es lo que necesitas de mí?
—Prepárate porque aquí viene lo bueno, unas horas antes de que apareciera el cadáver, alguien le dejó al profesor en su habitación del hotel un envase de plástico que contenía una mano cercenada. Las pruebas de ADN que realizaron los laboratorios españoles fueron concluyentes, la mano pertenecía al muerto, que en ese momento estaba muy vivo.
—Pero, eso que me dices es imposible, Martin. —Consideró el doctor Cooke, visiblemente sorprendido—. ¡Tiene que ser un error! Alguien la cagó con la prueba y se contaminó de algún modo.
Martin le interrumpió agitado.
—Pero ahí está la cosa, Nathan. El laboratorio realizó la prueba hasta en tres ocasiones, incluso tomaron muestras nuevas, y el resultado fue siempre el mismo. Era la mano del profesor. ¡Hasta coincidían las huellas digitales con la ficha de identidad!
Se hizo un silencio prolongado. Martin casi podía escuchar los engranajes del cerebro de su mentor trabajando a toda pastilla tratando de encontrar una explicación razonable. Al cabo de un rato, el doctor Cooke volvió a hablar.
—Bien, si descartamos que tu víctima tenga un gemelo idéntico y cuya existencia desconoces, existen otras posibilidades, poco probables pero no imposibles.
—¿De qué estás hablando? Pensé que la prueba del ADN era irrefutable.
—Determinante, sí. Irrefutable, ni hablar. —Replicó el doctor Cooke—. Bien, por un lado, es sabido que hay un número limitado de genes. Estadísticamente hablando, existe por lo tanto un número limitado de combinaciones que, forzosamente, tarde o temprano podrían repetirse.
—¡No me jodas, Nathan! ¿Cuál es la probabilidad de que eso suceda y de que ambos individuos coincidan, no ya en la misma habitación, sino en el mismo país? —Preguntó, Martin estupefacto.
Nathan Cooke dejó escapar una risita seca.
—A ver, haciendo un cálculo grosso modo, existen veinticinco mil genes diferentes en el ser humano, eso nos deja con una probabilidad de una entre sesenta y cuatro billones.
—¿Cuál es la otra posibilidad? Dijiste que había varias.
—He leído sobre ello en algún artículo de la Forensic Science Magazine pero nunca me he encontrado con un caso conocido. Se trata de un estudio elaborado por Nucleix[18], una compañía especializada en ADN que estipulaba que se podía recrear ADN in vitro, al que llamaron ADN falso, con cualquier perfil que queramos usando técnicas comunes de biología molecular y teniendo acceso a una base de datos de ADN.
—¿Cómo es posible?
—Verás, el ADN no es la respuesta a todos los males, es solo una prueba más, y en ciertas ocasiones ni siquiera es relevante en un caso. —Explicó el doctor—. Los científicos de Nucleix demostraron que algunas de las técnicas actuales de la ciencia forense no podían distinguir entre una muestra de ADN in vivo, o real, de una falsa creada in vitro. ¿Me sigues? En ese caso, una prueba del ADN podría determinar un error en la identificación del sospechoso y se pondría en duda su autenticidad y, por tanto, se generaría una duda razonable en todos aquellos juicios en los que la prueba del ADN resultó determinante para condenar al sospechoso.
—Encantador, es la coartada perfecta para un asesino. —Rezongó Martin.
—Bueno, la misma compañía publicó meses más tarde un ensayo en el que declaraba que había desarrollado una nueva tecnología para diferenciar el ADN real de uno falso. —Añadió Cooke significativamente—. ¿Puedes descubrir si la víctima tenía su información genética almacenada en alguna base de datos? —Preguntó el doctor.
—No lo sé, Nathan. La comitiva científica iraní ha viajado junto a varios agentes del Ministerio de Inteligencia del país comandados por un coronel del IRGC, y ya sabes cómo se las gastan esos tipos. Son más paranoicos que el protagonista de una novela de John Le Carré y no sueltan prenda. ¿Puedes creer que no informaron a la policía española del paquete con la mano seccionada hasta que se cometió el crimen?
—Muy apropiado. —Dijo el doctor Cooke, echándose a reír.
Martin le dejó hacer unos segundos antes de continuar.
—Y todo no acaba ahí. Ayer mismo, otra integrante de la comitiva científica recibió una segunda mano. Temo que su destino sea similar al del profesor y, si el homicida es fiel a su propia agenda, que en unas horas sea asesinada.
Un silencio pesado sustituyó a las risas y Martin pudo escuchar maldecir a su amigo y mentor quedamente.
—¿No está puesta esa mujer bajo protección policial?
El silencio de Martin fue más que suficiente para que Nathan Cooke soltase una sonora imprecación.
—¡Maldita sea, Martin! ¿En qué estás metido?
—Eso mismo me he estado preguntando yo, desde que me he visto involucrado en este condenado asunto. —Respondió, Martin—. En fin, ¿puedo enviarte unas muestras y les haces unos análisis para descartar que se haya cometido un error en el laboratorio?
—Sabes que sí. Tenemos una nueva tecnología de análisis de STR[19] que puede obtener resultados en tan solo unas horas. Así que mándame la muestra todo lo urgentemente que puedas y le daré prioridad absoluta. En un par de días o tres la tendrás de vuelta.
—Así lo haré. —Concluyó Martin y antes de que pudiera cortar la comunicación, Nathan Cooke añadió:
—Y no dejes pasar mucho tiempo antes de volver a llamar, ¿quién sabe qué puede pasar desde entonces?
—Cuenta con ello.
Martin sonrió para sí y colgó. Luego, se dirigió a la cocina y buscó la botella de Grey Goose. A continuación, se sirvió un trago generoso y se sentó en el sofá del salón. A la mañana siguiente, hablaría con el inspector Paniagua y le convencería para enviar la prueba al laboratorio de Nathan Cooke.
El cortante ardor del vodka le bajó por la garganta. No podía sacudirse de encima la sensación de que el homicidio del profesor era como una parábola. No una parábola bíblica, sino más bien literaria, como una historia que contenía un significado oculto entre líneas. A menudo, en las parábolas, dicho significado era oscuro, indiscernible a simple vista y aquel caso parecía acogerse a esa categoría. Olvida al profesor, pensó. ¿Qué dijo la doctora Farhadi? Meditó sobre ello durante casi un minuto, parecía como si la doctora esperase… no, supiese que el asesinato y las mutilaciones fueran a producirse. Lo cual era del todo imposible, ¿no?
Agarró nervioso la botella de vodka y volvió a servirse un par de dedos. Apenas quedaban ya unos centímetros del ardiente líquido en el fondo de la estilizada botella. Pensaba en Sadeq Golshiri. ¿Qué papel jugaba en todo el asunto? Sin duda era un hombre que actuaba con decisión, pagado de sí mismo, inteligente, un hombre al que convenía tener al lado, no en tu contra. El coronel había hecho desaparecer de la escena a la doctora Farhadi con eficiencia, nada había podido hacer él mismo o el inspector Paniagua para impedírselo. Pero ¿por qué no pedir ayuda a las autoridades españolas para protegerla? ¿Qué trataba de ocultar? La clave estuviese quizás en la relación que existía entre Saeed Mesbahi y Samira Farhadi. El profesor y la doctora.
Llevándose el vaso hasta la mesa del salón, encendió su ordenador portátil y abrió un navegador. En el formulario de búsquedas escribió el nombre de Saeed Mesbahi y el programa le devolvió varios millares de resultados. Refinó la búsqueda relacionando a Saeed con la doctora y los resultados se redujeron a un par de centenares. Aquella información resultaba mucho más manejable. Abrió el primer enlace, que contenía una noticia publicada en el diario Times de Teherán y se acercó la pantalla del portátil para leerla mejor. Se trataba de una conferencia sobre biología molecular en la que ambos científicos habían intervenido para la Universidad de Teherán. Nada de utilidad. Pasó al siguiente. Un estudio científico sobre el futuro de las redes neuronales artificiales, publicado por la misma universidad, y que parecía demasiado complejo y especializado como para que Martin pudiera entenderlo completamente. Nada. Abrió el tercer enlace. Y, entonces, lo vio.
—¡Dios mío! —Exclamó y, de repente, tuvo la sensación de encontrarse en un carrusel de feria, girando y girando descontroladamente. Su mente no paraba de darle vueltas a las implicaciones de lo que acababa de ver.
Tenía que hablar con el inspector inmediatamente.