6
Al inspector Arturo Paniagua le gustaba el café negro y espeso como la brea y nunca osaba debilitar su amargura con remilgadas dosis de azúcar. Junto a la cafetera se encontraba, abierto por las primeras páginas, su diario deportivo favorito y un paquete de Ducados a medio terminar. Su desayuno favorito, a base de café, periódico y cigarrillo, estaba a punto de ser interrumpido por la sonora estridencia del timbre del portero automático. En algún lugar, Paniagua había leído que los timbres de teléfonos y telefonillos se elegían intencionadamente discordantes para que uno tuviera la compulsión de atender la llamada cuanto antes. Bien, para ser honestos, el inspector no sentía tanta urgencia de contestar como de aplastar el maldito aparato a martillazos.
Abajo en la calle, le aguardaba el subinspector Raúl Olcina.
—Inspector tenemos un caso en Arganzuela, cerca del Puente de San Isidro. —Le informó Olcina, en cuanto descolgó el auricular. Paniagua, mirando con tristeza su taza de café recién preparado, dejó escapar un bufido de desaprobación y rezongó:
—¿El Puente de San Isidro? ¿Qué se nos ha perdido en ese lugar abyecto y anodino?
—Al parecer, hace unas horas, una unidad del 112 sacó un cuerpo del río. —Respondió el subinspector Olcina, sin caer en la tentación de replicar a los coloridos adjetivos. Después de dos años a las órdenes del inspector sabía más que todo eso y Paniagua no era conocido precisamente por su buen talante matutino.
—Nada bueno se puede esperar de ese barrio, se lo digo yo. Bajo enseguida, Olcina. —Dijo y colgó el auricular.
Arturo Paniagua nunca llamaba a su ayudante por su nombre de pila, del mismo modo, que casi nunca utilizaba el suyo propio. Al subinspector Olcina le soportaba porque, como todo buen madrileño castizo, Paniagua odiaba tanto conducir como usar el transporte público y Olcina le llevaba de un sitio para otro un rechistar. Bueno, un poco sí que rechistaba pero resultaba tolerable. Lo que ya no le resultaba tan tolerable era la maldita costumbre que tenía Olcina de terminar la mayoría de sus frases con alguna ocurrencia popular o juegos de palabras de dudosa sutileza.
—Un ahogamiento es una cosa asquerosa. —Dijo Olcina, en cuanto, el inspector Paniagua acomodó su cuerpo en el asiento del Renault Megane oficial de color azul oscuro que conducía el subinspector y que era conocido en el argot policial como un «vehículo K»—. Usted ya sabe inspector como son esas cosas. El cadáver siempre aparece hinchado y oliendo a mil demonios.
Circulaban despacio entre el tráfico de hora punta de la capital. Olcina, además había elegido la ruta interurbana en vez de tomar la Avenida M-30, y cada pocos minutos su marcha era detenida por un semáforo o una retención de vehículos.
La mañana había amanecido soleada y el cielo se encontraba completamente despejado de nubes por lo que la temperatura en el interior del coche aumentaba por minutos. Mientras contemplaba como una ligera brisa movía los escasos árboles que bordeaban las calles madrileñas, Paniagua bajó la ventanilla y se encendió un cigarrillo.
—Sabe jefe que no debería fumar en el coche. Lo prohíben las ordenanzas. —Le reprochó el subinspector, que sujetaba el volante con ambas manos como si temiera que fuera a salir volando por la ventanilla—. Además el tabaco puede ocasionarle problemas de erección. Lo pone en las cajetillas.
—Olcina, que le den a las ordenanzas. —Gruñó Paniagua—. No debería preocuparse tanto de mi función eréctil y podría poner más interés en elegir una ruta con menos tráfico, ¿no le parece?
—Usted siempre se queja de mi manera de conducir, inspector, pero nunca se pone al volante. No es justo mirar la paja en el ojo ajeno y olvidarse de la viga en el de uno.
—Y tampoco lo es el precio de la gasolina y aquí está usted desperdiciándola en este atasco. Ande, haga algo a derechas, encienda la sirena y sáquenos de aquí o para cuando lleguemos a Arganzuela el muerto se habrá reencarnado en uno de los patos del Manzanares que tuvo la mala suerte de caer en manos hambrientas.
El subinspector le obedeció, y extrajo una sirena rotatoria de debajo de su asiento que conectó al mechero del coche e inmediatamente comenzó a soltar destellos azules. Lenta, pero inexorablemente, los coches que estaban delante de ellos comenzaron a apartarse como las aguas del Mar Rojo lo hicieron ante el cayado de Moisés. Algunos ni siquiera se dignaban a apartarse y se limitaban a apretar su propio acelerador. En el tráfico de Madrid ir por delante era una cuestión casi de pelotas. A Paniagua le daba lo mismo siempre y cuando no les retrasarán más de la cuenta.
—Probablemente sea un suicidio. —Dijo entonces Olcina, mientras el coche comenzaba a ganar velocidad y dejaba atrás a dos taxistas que pugnaban por salir de la vía al mismo tiempo.
—¿A quién se refiere?
—Al muerto, el ahogado. Lo más seguro es que sea un pobre desgraciado que se ha arrojado al río y acabó matarile.
—Subinspector Olcina, esa es la deducción más estrafalaria de todas las que ha hecho hasta el momento. Si el muerto hubiera decidido quitarse la vida hubiera elegido un método más eficaz y rápido que arrojarse a un río que apenas tiene profundidad y que, además, está flanqueado por dos avenidas transitadas a todas horas por un considerable número de vehículos.
Cuando llegaron a la escena, la zona estaba acordonada por varios coches patrulla, una ambulancia, un camión de bomberos y el furgón de la Científica. La IRGC o Inspección Ocular Técnico-Policial constituía el primer acercamiento de la Policía Científica al lugar en donde se había cometido un crimen. Su misión consistía fundamentalmente en verificar la comisión de un delito, documentar el escenario, recoger todos los indicios biológicos o de otro tipo que pudieran tener relación con el crimen y establecer el iter criminis o relación temporal y espacial de los acontecimientos. Todos los miembros de la Policía Científica basaban su trabajo en el «Principio de Intercambio» acuñado por el criminalista francés Edmond Locard[1], y que ponía de manifiesto la premisa de que en todo acto criminal el autor siempre se llevaba consigo algo del lugar y dejaba algo de sí mismo.
El inspector Paniagua se acercó hasta el lugar donde se hallaba el cuerpo, mostrando su placa a todo aquel cuanto le salía al paso. Cuando estuvo a la altura, saludó con la cabeza a un agente de la IRGC y fijó su atención en el cadáver y sus alrededores.
El cuerpo tenía rasgos latinoamericanos y llevaba puesta una desgarrada camiseta del club de fútbol Atlético de Madrid. Paniagua observó, además, que había perdido una zapatilla deportiva de color amarillo y negro del tipo que usaban los jugadores de baloncesto. Los anchos pantalones vaqueros se ceñían muy por debajo de sus caderas y dejaban ver la cinturilla de unos calzoncillos en la que estaba inscrita el logotipo del fabricante. El agua aún chorreaba de sus ropas y empapaba la acera gris sobre la que yacía. El calor, que ya arreciaba con justicia, hacía que todo el lugar oliese a recalentado. ¿Cómo era el chascarrillo? Podías sacar a un atletista del Manzanares pero nunca podrías sacar el Manzanares del palurdo.
Nunca mejor dicho, pensó el inspector.
A sus espaldas, la mole encalada en rojo y blanco del estadio Vicente Calderón se cernía sobre ellos pero Paniagua apenas le dedicó un segundo de atención. Nunca pudo entender a los «colchoneros[2]» y su infantil vanagloria de seguir a un equipo acostumbrado a perder y con fama de gafe. Desde luego, no iba a malgastar su tiempo contemplando la repelente construcción que tenían por estadio. Llevaban años diciendo que lo querían desmantelar y llevarse sus asuntos a un lugar más moderno y con mayor capacidad pero, ahí seguía, como el maldito furúnculo del río.
En uno de los laterales rojiblancos del estadio, un enorme cartel publicitario anunciaba la Cumbre Científica Internacional Hispano-iraní que se estaba celebrando esa misma semana en la capital. Quince días de intercambio científico que tenían en alerta máxima a todos los cuerpos de seguridad a causa de las posibles amenazas de atentados antislamistas. Además, para añadir más leña al fuego, se habían convocado manifestaciones de protesta que denunciaban la negativa de la República Islámica de Irán a seguir persiguiendo su infame programa nuclear.
El inspector Paniagua soltó un bufido para alejar aquellos pensamientos de sí y torció el gesto ante el mal olor que se desprendía del agua anquilosada. El maldito río sigue siendo un estercolero, pensó. Entonces trató de centrarse en el cuerpo que rezumaba agua sucia y porquería. Cerró los ojos y aisló la escena en su cabeza. Tomó una larga y profunda bocanada de aire y la retuvo en sus pulmones. No más ruido de tráfico, no más brisa, no más voces de los otros agentes de policía. Solo la oscuridad interrumpida por las formas ameboides de los humores oculares y el recuerdo de las imágenes que acababa de presenciar. Aquella era su manera de memorizar la información que habían percibido sus ojos, tanto consciente como subconscientemente. Más tarde podría recurrir a ella, rememorando la escena utilizando un viejo truco eidético que consistía en pensar en un lienzo en blanco, pincel, pintura y un artista que volviese a recrear la escena desde cero.
Ventajas de tener memoria fotográfica.
Abrió los ojos y dejó escapar el aire lentamente. Volvió a bajar la mirada hacia el muerto y algo llamó su atención: debajo de las ropas deportivas, la víctima llevaba otra camiseta con los colores dorados y negros distintivos de la banda callejera Latin King. Una punzada de alarma recorrió su cuerpo. Lo cierto era que, desde hacía algunas semanas, la brigada estaba persiguiendo a un salvaje asesino cuyas víctimas eran siempre miembros de bandas callejeras como los Latin King o los Ñeta, pero aquel no parecía ser su modus operandi. Los cuerpos que dejaba ese asesino tras de sí eran difícilmente reconocibles como seres humanos debido a la violencia que empleaba durante sus ataques.
—¿Qué tenemos aquí? —Preguntó al perito de la Policía Científica que estaba trabajando en la víctima.
A esas alturas, el inspector Paniagua ya se había hecho una idea muy aproximada de que se encontraba ante otro caso de violencia entre hinchas radicales nada más verlo, aun así permitió que el joven especialista ofreciese su versión de los hechos. Algunos indicios no terminaban de encajar en la cabeza del inspector. Quizás existiese una posibilidad de que se tratase de su sospechoso o quizás no.
Todo podía ser.
Vestido con un mono desechable de propileno blanco que llevaba serigrafíado el emblema de la Policía Científica, el técnico tomaba notas mientras hacía sus observaciones. Gruesas gotas de sudor corrían libremente por su frente.
Aquel iba a ser uno de esos días.
—La víctima es un varón de origen latinoamericano. Entre veinte y treinta años, que presenta heridas de arma blanca en pecho y abdomen y cortes del tipo defensivo en los brazos. Luego fue arrojado al río, o quizás se cayó intentando huir o pedir ayuda. Por la rigidez del cuerpo, yo diría que la hora de la muerte se produjo a mitad de la noche. Aunque es difícil de estimar en un examen preliminar, debido al tiempo que ha pasado sumergido. Todas las huellas fueron borradas cuando cayó al agua y no hemos encontrado otras. —El técnico se dio unos pequeños tironcitos al cuello de su mono para permitir que entrase un poco de aire en el interior. No eran ni las diez de la mañana y ya hacía un calor de mil demonios. Aquel maldito mes de mayo estaba siendo el más caluroso en décadas.
—Yo diría que una pelea entre bandas o quizás hinchas radicales, dada su vestimenta y la proximidad del estadio. Nada del otro jueves. No tiene pinta de que sea uno de los suyos. —Dijo el técnico en alusión a los casos especiales que solía investigar Paniagua—. Además echa una peste a cerveza que tira para atrás.
Cuando el técnico acabó su exposición, el inspector simplemente asintió y añadió:
—Cada asesinato es como una pieza musical. Unos son más armónicos, otros disonantes. Lo que tenemos ante nosotros es una de esas mierdas rockeras. Todo estridencias, nada de acordes melódicos. Si fuese una pelea de hinchas radicales, ¿por qué nadie avisó anoche del altercado? Ciertamente, sus camaradas hubiesen llamado al 112 inmediatamente si uno de ellos fuese atacado y tirado al río, ¿no le parece?
El perito de la IRGC se encogió de hombros y no replicó. Paniagua era conocido en el cuerpo por dos razones fundamentalmente: su mal carácter y su excéntrica pasión por la música de jazz. En esos momentos, al técnico no le apetecía debatir sobre ambas cosas, tan solo quería terminar cuanto antes y cobijarse del calor.
El inspector tenía los ojos clavados sobre el cadáver, entornados, examinando las puñaladas no muy profundas en el pecho y el abdomen, los cortes en ambos brazos. No le cabía ninguna duda, la víctima había estado en una pelea, quizás contra aficionados del otro equipo, quizás contra miembros de una banda rival. El Atlético de Madrid había disputado su último partido de Liga menos de quince horas antes y a tan solo centenares de metros de donde se encontraban. Todo era posible. Pero la pregunta que más le interesaba era si se trataba de su asesino o nada del otro jueves, como bien había dicho el técnico de la Científica.
—Subinspector Olcina. —Se dirigió a su ayudante—. Entérese contra quien jugaron anoche los palurdos y procúrese una lista de todas las personas de la afición visitante que viajaron con el equipo. Especialmente de los individuos más violentos o con antecedentes penales. Las peñas también. Y hable con los operativos de la Unidad de Intervención Policial encargada de la seguridad durante el partido a ver si ellos tienen constancia de que hubiera un grupo de hinchas radicales en los alrededores del puente.
Y volviéndose hacia uno de los policías que estaban custodiando la escena del crimen, preguntó:
—¿Quién llamó al 112?
El policía se encogió de hombros y contestó:
—No lo sé inspector. Déjeme que les pregunte a los de la unidad del SUMMA. Ellos fueron quienes recibieron la llamada.
Entonces el perito de la Científica que se había desplazado unos metros más allá para estudiar la barandilla, dijo en voz alta:
—Tengo más restos de sangre aquí. ¿Puede alguien acercarme el maletín y la cámara?
Raúl Olcina se inclinó para recoger el equipo del técnico. A su lado, un segundo técnico de la Científica cubría el cuerpo con una manta IRGC de brillante color dorado.
—Al parecer, ser aficionado del Atleti es una profesión de riesgo estos días. —Masculló, mientras se dirigía hacia el técnico que había localizado el rastro de sangre.
—Esos a lo único que se arriesgan es a sufrir una apoplejía, Olcina. —Le corrigió el inspector—. Además, ¿qué hace todavía remoloneando por aquí, subinspector? Creo haberle solicitado cierta información.
—Lo sé, jefe. Voy ahora mismo.
—Y cuando la tenga reúnase conmigo en la central. —Le instó en ultima instancia—. Y comunique a la comisaria del distrito de Arganzuela que nosotros nos haremos cargo de la coordinación e investigación del caso, de momento. Existe la posibilidad de que pueda tratarse del mismo tipo que buscamos y la IRGC tiene jurisdicción.
La Brigada Especial de Homicidios Violentos o IRGC era una unidad relativamente joven bajo la jurisdicción de la Unidad Central de Inteligencia Criminal (IRGC). Paniagua y Olcina habían entrado a formar parte de ella casi al mismo tiempo que fue creada en 2010. Desde entonces habían investigado juntos un buen puñado de casos de homicidios múltiples. Sobre todo, asesinatos relacionados con casos de venganzas y ejecuciones entre bandas del este y pandilleros latinos que se enfrentaban por controlar los barrios de Madrid y cuyos ejecutores solían ser siempre los mismos individuos y mostraban tendencias de excesiva violencia. Se podía decir que tenían su buena dosis de trabajo y que no podían quejarse en cuanto al número de casos. También habían investigado dos casos de asesinatos en serie. Un violador que operaba en los polígonos de Fuenlabrada y tenía como víctimas a las prostitutas de la zona, a quienes degollaba una vez que había satisfecho su enfermiza necesidad con ellas. Y un asesino multijurisdiccional que disparaba a sus víctimas en el corazón y después dejaba una pequeña estatuilla de Cupido en la escena del crimen. A este la prensa le había apodado «El Asesino de los Corazones Rotos». A ambos los había metido entre rejas, Paniagua y su equipo. Ahora estaban tras la pista de un asesino que cazaba pandilleros latinos y que Paniagua sospechaba era una especie de justiciero callejero.
El inspector Paniagua hizo que uno de los coches patrulla de la comisaría de Arganzuela le acercase al Complejo Policial de Canillas. Durante el viaje, había pedido al conductor que apagase el aire acondicionado y bajase las ventanillas al máximo para dejar que entrase un poco de aire y, sobre todo, el ruido exterior de la ciudad. A Paniagua le gustaba escuchar los sonidos de Madrid, era como si en ese momento pudiese sentir el corazón de la ciudad palpitar a su alrededor.
El policía le obedeció a desgana y lanzaba miradas furibundas de soslayo. Estaba claro que pensaba que era una especie de chiflado, o al menos, un bicho raro.
El inspector ignoró las miradas mientras, en su cabeza, ponía en orden sus ideas sobre la escena del crimen y el asesinato. El agente que custodiaba la escena había regresado y le había informado que la llamada al 112 la había hecho alguien con acento latino, de madrugada, pero que no se había identificado. Esto corroboraba la teoría inicial de la pelea entre hinchas radicales, aunque no podía descartar el motivo de la rivalidad entre bandas callejeras. Dejarse matar por el equipo de uno, era una de esas estupideces de las que un buen aficionado atletista se sentiría orgulloso.
Lo cierto era, sin embargo, que desde que la Comisión Antiviolencia había perseguido a los clubes de fútbol con multas considerables y cierres de campos, los enfrentamientos violentos y el número de radicales ultras habían descendido prácticamente en todos los estadios. Las peleas no se habían extinguido del todo, pero casi. Las muertes, sin embargo, eran una cosa del pasado. El inspector Paniagua apenas conocía los detalles del último caso que se había producido en Madrid, pero la similitud con el suyo le preocupaba. Se trataba de un aficionado coruñés que fue brutalmente golpeado en la cabeza y posteriormente arrojado al Manzanares, en el invierno de 2014. Los culpables habían sido, precisamente, radicales atletistas. Poco más.
Tendría que consultar los archivos pero la teoría de la pelea cobraba cada vez más peso. Tampoco podía descartar a su asesino, al que apodaban secretamente «El Ángel Exterminador», porque este también llamaba al 112 después de cada crimen con teléfonos de prepago que adquiría por Internet con información personal falsa. Pero no tenía acento latino.
Dejó escapar un suspiro de fastidio. ¡Dios, cómo deseaba fumar un cigarrillo! Algo inimaginable en el coche patrulla. Apartó de su mente el asesinato por unos instantes y se imaginó en el salón de su casa, el estéreo reproduciendo un poco de jazz. Algo de Thelonious Monk, quizás. Se imaginó un vaso con un par de dedos de Glenmorangie y un cigarrillo Ducados, quemándose en el cenicero. El humo azulado enroscándose hacia el techo de la habitación. Cuando acabó de imaginar, habían llegado al complejo policial.