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Como Martin había esperado, el apartamento olía a cuero lujoso y a nuevo. Todo estaba en su sitio y nada parecía fuera de lugar; sin embargo, tenía esa atmósfera tan característica de casa de revista que daba la sensación de que todo lo que en ella se encontraba tenía una mera finalidad ornamental y de que nadie vivía allí.
El embajador Lakhani había hallado su sentencia de muerte en su propio despacho. Cómo había conseguido el profesor Al-Azif burlar la estrecha vigilancia de la Guardia Revolucionaria Islámica, era todo un misterio.
A su lado, el inspector Paniagua tenía el rostro sombrío y la frente perlada de gotitas de sudor, se moría por fumar uno de sus Ducados pero tendría que aguantarse. En el monitor de vigilancia, una imagen pixelada en blanco y negro del embajador sacaba un pañuelo de seda del bolsillo frontal de su traje de diseño y se secaba su propio sudor por enésima vez. Mostraba evidentes signos de nerviosismo y no era para menos, se había convertido en el cebo vivo que ayudaría a capturar a una peligrosa alimaña.
Tras las ventanas se estaba cerrando la noche.
Al principio, el embajador Lakahni se había mostrado hosco y poco comunicativo cuando se puso en contacto con el inspector Paniagua para confesarle que había recibido su macabro paquete la noche anterior.
Inmediatamente después, el inspector y Raúl Olcina se habían personado en la embajada para explicarle cuidadosamente los pormenores de la operación e iniciar los preparativos. Según instrucciones del inspector, el diplomático debía librarse de los dos soldados del IRGC que le servían de guardaespaldas, cancelar todas sus reuniones de los próximos días y permanecer en casa todo el tiempo, donde podrían tenerlo bajo vigilancia y controlar todos sus movimientos y los de cualquier posible intruso.
A Arturo Paniagua le había satisfecho saber que la vivienda ocupaba toda la totalidad de un séptimo piso y que los dos únicos puntos de acceso a la vivienda lo componían las escaleras de emergencia, a las cuales solo se podía acceder atravesando el vestíbulo del edificio y que se encontraban tras una puerta blindada, y el ascensor de la finca, previa inserción de una llave privada en la consola de mandos. Ambos puntos estaban perfectamente cubiertos.
Dadas las especiales habilidades del asesino, las primeras horas no habían establecido una vigilancia exhaustiva, tan solo el inspector y Martin encerrados en la habitación del servicio. Después de eso, el subinspector Olcina tenía órdenes de organizar el resto de la operación. Para evitar levantar sospechas en el profesor Al-Azif, los propios Paniagua y Olcina habían instalado, un par de días atrás, los monitores de vigilancia conectados con las múltiples cámaras y micrófonos ocultos que habían distribuido por el edificio y en el apartamento del embajador. Las imágenes y sonidos recogidos eran también transmitidos a una furgoneta camuflada que se hallaba estacionada a dos manzanas de distancia. Raúl Olcina se hallaba en su interior, junto a una unidad de recios agentes especializados en misiones de alto riesgo y rescate de rehenes equipados con armas automáticas MP-5A5 y el uniforme táctico completo.
Martin y Paniagua observaban el nervioso ir y venir del embajador desde el interior del cuarto del servicio. El cebo, el lazo y los cazadores estaban preparados, ahora solo faltaba que el depredador mordiera el anzuelo y cayera en la trampa.
—¿Cómo pueden estar seguros de que el profesor Al-Azif vendrá a matarme? —Preguntó, doblando el pañuelo y devolviéndolo pulcramente a su lugar en el pecho de su americana—. ¿De que no les ha visto montar todo su tinglado?
—Ya se lo he explicado, embajador. —Respondió pacientemente Martin, a través de la radio—. Todo el equipo y las cámaras fueron instalados el jueves, días antes de que recibiese el paquete por lo que es muy improbable que el asesino inspeccionase este lugar con tanta antelación. Del mismo modo, una vez que la víctima recibe su paquete, la comisión del crimen se produce dentro de las treinta y pico horas siguientes. Es su modus operandi y no va a modificarlo a última hora.
—¿La comisión del crimen? —Repitió el embajador asustado—. Lo dice como si estuviera seguro de que me va a matar.
—No se preocupe por eso. Nosotros estamos aquí para impedirlo. Por ello hemos organizado esta operación. —Replicó Martin tranquilizador, mientras revisaba una vez más la diminuta Glock 26 que le había dado el inspector Paniagua, a pesar de contravenir todas las regulaciones posibles. Pero, como había argumentado el propio inspector, Martin era un agente del FBI experimentado en el uso de las armas y, si ellos dos iban a ser los primeros en encararse con el asesino, dos armas siempre resultaban mejor que una, se mirase como se mirase.
—Estoy muy agitado, no sé si podré continuar con esta farsa por mucho más tiempo. —Graznó el diplomático en la radio.
No bromea, pensó Martin. La voz del embajador estaba alcanzando un elevado tono preñado de histeria. Martin lanzó una mirada significativa a Paniagua.
—Espero que el profesor aparezca, o no creo que podamos mantener por mucho más tiempo encerrado a ese majadero. —Dijo el inspector—. ¡Menudo espía está hecho!
El ex agente del FBI asintió en silencio, aguzando la vista mientras continuaba escrutando los monitores. Entonces, contuvo el aliento. De improviso, como si hubiera brotado de la nada, emergió en la caja del ascensor una fantasmagórica figura. El material iridiscente de su traje destellaba bajo la luz artificial como si fuera el traje de luces de un maestro matador y creaba distintas formaciones de color según el ángulo en el que se reflejaba la luz. Por una fracción de segundo, Paniagua y Martin contemplaron extasiados el baile caleidoscópico que bañaba las paredes del ascensor.
—¡Es él! ¡Es Farid Al-Azif! —Murmuró el ex agente del FBI.
—Atención, todo el mundo. —Ladró Paniagua en la radio—. Tenemos al sospechoso en el ascensor. Estén alerta para salir pitando hacia acá, en cuanto yo dé la orden.
—Recibido, jefe. —Contestó Olcina.
—¿Cómo ha conseguido burlar nuestra vigilancia? —Preguntó Martin, estupefacto—. Se supone que tendrían que haberle visto acercarse al edificio y, no te digo, acceder a él.
El inspector Paniagua no contestó, en su rostro se reflejaba cada vez más una mayor preocupación. Entonces, la figura del traje de luces iridiscentes levantó la cabeza y miró directamente a la cámara oculta en el techo de la caja. Y, de pronto, ambos hombres ahogaron un grito cuando contemplaron su cara, incrédulos. ¡Un cegador halo de intensa luz blanca aparecía allí donde debía estar su rostro!
—¿Qué demonios está pasando? —Gruñó Paniagua, atónito—. ¿Se trata de material defectuoso?
—Es listo nuestro profesor. —Respondió, Martin con una tensa sonrisa entre los labios—. Está utilizando algún tipo de dispositivo que proyecta rayos láser para inutilizar el chip de la cámara de vigilancia, como un puntero de esos que se usan en las conferencias.
—¡Entonces, es nuestro hombre! —Exclamó el inspector y luego le habló a su receptor de radio—. Olcina, que se preparen las unidades de los IRGC y bloqueen todas las salidas de este edificio, quiero a este desgraciado atrapado y sin ningún lugar al que huir.
Reflexionó unos instantes.
—Y dígales que estén listos para esperar cualquier cosa, el sospechoso va armado y es extremadamente peligroso. Ya ha matado y no dudará en volver a hacerlo si se le presenta la ocasión.
Durante los siguientes minutos, los dos hombres permanecieron sin decir una sola palabra. Martin estaba sentado al borde de su silla con todos los músculos en tensión. La Glock 26 descansaba sobre la superficie del escritorio donde habían perpetrado los monitores de vigilancia. Necesitaban que el profesor Al-Azif entrase en el apartamento del embajador Lakhani para, como mínimo, poder detenerle por allanamiento de morada. Más adelante, ya le colgarían los casos por asesinato. Y si durante el proceso intentaba asesinar al diplomático, mejor que mejor. Entonces, le tendrían también por tentativa de homicidio y podrían seguir amasando pruebas que le relacionasen con las otras muertes.
En la pantalla apareció la imagen del profesor caminando con paso seguro y confiado por el pasillo. El apartamento del embajador tenía dos puertas, pero una de ellas estaba condenada y no había sido usada en años. Anteriormente, la planta se había compuesto de dos viviendas separadas pero, como les había explicado el embajador, el propietario actual había echado abajo algunos muros y había reformado todo el espacio hasta convertir los dos apartamentos en un monstruoso ático de súper lujo.
Martin Cordero se acercó más a la pantalla, en su rostro se reflejaba la más absoluta perplejidad.
—Mire su lenguaje corporal, inspector. —Murmuró Martin—. No hay la más mínima vacilación en su caminar. Se mueve con tal confianza en sí mismo que parece como si hubiese recorrido ese mismo pasillo en incontables ocasiones.
—¡No puede ser! Está imaginando cosas para que corroboren esa absurda teoría suya del viaje en el tiempo. —Gruñó el inspector—. Le concedo que el tipo es muy listo. La vestimenta de luces estrambóticas y el láser interfiriendo las cámaras es un buen truco pero nada más que eso.
—En cualquier caso, resulta gratificante pasar a la ofensiva y no estar siempre a merced de las acciones de un monstruo, ¿no le parece?
Arturo Paniagua asintió.
—Espero que este plan suyo funcione, tengo a mucha gente importante pendiente de que obtengamos los resultados esperados y pongamos a este depredador detrás de las rejas. —Dijo el inspector frunciendo el entrecejo.
—Lo hará. Aun así debemos obrar con cautela, todavía no le hemos atrapado y sería un error de suma gravedad pensar lo contrario.
—Relájese, agente Cordero, tengo el edificio acordonado por agentes del IRGC y todas las salidas cubiertas. Si es nuestro hombre, puede considerarlo atrapado. —Añadió Paniagua, quitando importancia a las preocupaciones de Martin con un ademán de su mano.
Martin Cordero se limitó a asentir, a pesar de que estaba muy lejos de sentirse relajado, había tantas cosas que podrían salir mal que notaba una poderosa aprensión instalada en las tripas. El familiar cosquilleo en su ingle le recordó otros tiempos, otros momentos en los que alguien se había sentido tan arrogante como el inspector. Otras cagadas.
Entonces ambos hombres sintieron un estremecimiento cuando vieron que la figura del traje iridiscente utilizaba una llave maestra para forzar la cerradura y se deslizaba en su interior.
—¡Atención todo el mundo! La alimaña está en la madriguera. —Rugió Paniagua en la radio, con un torrente de adrenalina recorriendo todo su cuerpo—. ¡Luz verde! Repito, ¡luz verde! Todas las unidades, procedan a la detención.
Y ambos hombres se abalanzaron sobre la puerta, las pistolas engarfiadas y listas para escupir su letal contenido.
Siete pisos por debajo de donde el inspector Paniagua y Martin Cordero iban a encontrarse con el profesor Al-Azif y tres minutos más tarde, el subinspector Olcina y la unidad táctica de los IRGC que aguardaban en la furgoneta camuflada irrumpían en el vestíbulo del bloque de apartamentos.