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A diferencia de muchas otros edificios consulares en Madrid, la embajada de la República Islámica de Irán no se encontraba tras la fachada de un lujoso palacete del siglo XIX, ni tampoco una anodina oficina en un bloque de casas de renta antigua del barrio de Salamanca.

A los ojos de Arturo Paniagua, el chalé era tan terriblemente ordinario como lujurioso era el jardín que lo rodeaba. El inspector pensaba que todo el conjunto parecía un poco fuera de lugar, como si alguien hubiese utilizado bombillas de bajo consumo en las lámparas de las Reales Fábricas del Palacio Real. Le había dicho a Martin Cordero que trataría de convencer al embajador Lakhani para que le facilitase una reunión con el coronel Golshiri y se había sorprendido cuando el diplomático había accedido a verle y a considerar el asunto.

Por dentro, la embajada estaba decorada con toda clase de motivos islámicos y retratos interminables de Ayatolás de mirada adusta y voluminosas barbas, demasiado remirados para el gusto de Paniagua. El guardia armado que les había recibido en la puerta, les condujo hasta el despacho del embajador, cuyo rasgo característico era una exuberante mesa de madera de cedro rojo situada en un extremo de la habitación, bajo una hilera de delicados tapices persas. Todo lo demás estaba decorado al gusto de Oriente Medio, y los retratos del presidente Hassan Rouhaní y del Ayatolá Alí Hoseiní Jameneí, el líder supremo se cernían sobre todo el conjunto, colgados de una pared. Frente a la mesa, había sendos sillones de estilo colonial inglés. El subinspector Olcina dejó escapar un silbido de aprobación y se ganó la mirada reprobatoria de su jefe.

—El señor embajador no tardará en atenderles. —Les informó el guardia antes de desaparecer por la puerta.

Instantes después hacía su aparición el embajador Lakhani.

—Caballeros siéntense, por favor.

Paniagua hizo una mueca incómoda cuando el sillón de aspecto caro crujió bajo su peso.

—Bien, ¿puedo ofrecerles un poco de té o algún otro refresco?

En el tono del embajador parecía haber un cierto desdén condescendiente que irritó al inspector.

—No, gracias. —Replicó, cambiando el peso de una nalga a la otra.

—Permítame que le diga, inspector que he leído todo sobre usted y su trabajo en la Brigada Especial de Homicidios Violentos. Muy impresionante. —Dijo el diplomático, aunque no parecía nada impresionado—. Dígame, ¿qué puedo hacer por ustedes?

Arturo Paniagua parpadeó, impaciente.

—Como sabe la BEHV se encuentra a cargo del esclarecimiento de dos homicidios que atañen a sendos ciudadanos de su país. —Dijo con una sonrisa arisca. Como el embajador permaneció impasible, prosiguió—: Durante el curso de nuestra investigación hemos establecido una relación pasada entre su jefe de seguridad, el coronel Sadeq Golshiri y las dos víctimas.

El embajador asintió en silencio.

—Evidentemente, para poder avanzar en las pesquisas, necesitamos hablar con el coronel sobre ello, embajador. He pensado que quizás usted pueda ayudarnos en ese sentido.

El diplomático carraspeó con nerviosismo.

—Bueno, dígame que necesitan saber, quizás yo pueda satisfacer su curiosidad.

Paniagua le interrumpió echándose hacia delante en su silla, la cual soltó un lastimero crujido.

—Con todos los respetos, embajador, el único que puede explicar su relación con el profesor Mesbahi y la doctora Farhadi es el propio coronel.

—Si usted lo dice. —Sus labios se tensaron—. Pero deben saber que no poseo ningún tipo de influencia sobre el coronel, puesto que no es un empleado mío sino de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica y que se encuentran en su país por un trabajo encomendado por el Ministerio de Inteligencia y Seguridad Nacional, así que no veo cómo puedo serles de ninguna ayuda.

El inspector se removió en su sillón, echándose ostentosamente hacia delante, con el sobrepeso acomodado en la parte delantera del mueble. La madera crujió quedamente haciendo regresar la mueca al rostro de Paniagua, pero esta vez casi de satisfacción.

—No me interesa lo más mínimo para quién trabaja el coronel. Estoy interesado en conocer qué es lo que tiene que decir sobre los asesinatos, no en escuchar más sandeces burocráticas.

El embajador Lakhani se arrellanó en su sillón, una indescifrable expresión asomó a sus ojos, parecía considerar qué es lo que iba a decir a continuación. Finalmente, respondió con voz suave:

—Inspector, en mi país esas no son maneras de pedir ayuda a nadie; sin embargo, he de confesar que el coronel Golshiri tampoco es una persona de mi agrado y su actuación en el mantenimiento de la seguridad de nuestros más prestigiosos científicos está dejando mucho que desear.

—Siendo ese el caso, ¿por qué no le pide al coronel que hablé con nosotros? —Inquirió el inspector.

El embajador inspiró hondo y soltó el aire muy despacio.

—Porque, como ya les he explicado, no poseo ningún poder jerárquico sobre el coronel. —Repitió—. Sadeq Golshiri está a las órdenes del IRGC y son ellos quienes dictan su agenda y juzgan sus acciones.

Hizo una pausa y juntó ambas manos frente a su rostro.

—Saben inspectores, mucha gente desconoce que mi país es uno de los más activos en la investigación y el desarrollo científicos, tanto de Oriente Próximo como fuera de él. La mera pérdida de dos de nuestros científicos más prominentes es una desgracia incalculable.

El inspector pestañeó rápidamente ante el cambio de conversación pero no se dejó impresionar. No creía en absoluto en la honestidad del diplomático; al fin y al cabo, no era más que otro lobo político disfrazado de sumiso cordero funcionario. Como el propio inspector jefe Rafael Beltrán. Maliciosamente, Paniagua pensó que aquellos dos se entenderían a la perfección encerrados en la misma jaula.

—Estoy seguro, además, de la existencia de… ¿cómo lo diría?… terceras partes que estarían encantados de echarle la mano a uno de nuestros investigadores del Programa Nacional Científico. —Prosiguió, bajando el tono de su voz.

—Embajador Lakhani, me importa un bledo su programa científico, ni se nada de él, pero de lo que sí estoy convencido es de que el coronel sospecha de la identidad del asesino, o al menos, conoce sus motivos. El hecho de dificultar que podamos preguntarle al respecto, le convierte indirectamente en su cómplice. —Le espetó Paniagua.

Sayd Lakhani clavó sus ojos inescrutables en el inspector.

—Déjeme advertirle que no tengo por costumbre responder amablemente a las amenazas.

—No estoy aquí para amenazarle, embajador, estoy aquí para comprobar si podemos trabajar juntos y sacar a un asesino de mis calles. —Respondió, Paniagua—. Sin la ayuda de mi brigada, me temo que está usted al borde del fuera de juego.

El diplomático dejó escapar una risita sardónica.

—Por mucho que aprecie su metáfora deportiva, nada de lo que pueda decirme cambia las cosas. —Replicó—. Le aseguro inspector que ni mi embajada, ni las personas para las que trabaja el coronel, se van a quedar cruzados de brazos esperando que ese demente atente de nuevo contra la vida de un ciudadano de la República Islámica de Irán.

—Ambos queremos lo mismo. Su enemigo es nuestro enemigo en este caso, por esto mismo deberíamos colaborar juntos para detenerlo.

—¿Y luego, qué? ¿Un juicio justo? ¿Darle la oportunidad de que le cuente al mundo los secretos de nuestro Programa Nacional Científico? —Se burló el embajador—. No, inspector, le aseguro que mi país tiene en mente una solución más… expeditiva.

El inspector Paniagua se irguió.

—Embajador, voy a encontrar a este asesino y cuando lo haga voy a asegurarme de encerrarlo en la prisión más recóndita de España. Y haré lo mismo con el coronel o quien sea que se interponga en mi camino.

—Debe ser muy gratificante tener pensamientos tan cándidos, pero le aseguro…

—¿Conoce usted la relación que existe entre el coronel y los científicos asesinados?

—No tengo ni idea.

—¿Sabe dónde está el coronel Golshiri?

—De nuevo, ni idea.

—Ayúdenos a hablar con él y nosotros le ayudáremos a no perder un solo científico más.

El embajador Lakhani pareció recapacitar durante unos segundos. Finalmente, contestó.

—No tengo nada que decir. No hay nada que yo pueda hacer.

El inspector ni siquiera parpadeó, pero mostró sus dientes de fumador en una mueca despectiva.

—Como prefiera. —Dijo—. Una última pregunta: ¿a usted le importa realmente la vida de sus científicos?

—Para mí es lo único que importa.

Y a Arturo Paniagua no le cupo ninguna duda de que el hombre mentía por los cuatro costados.

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