20

El Hotel Regente era una impresionante galería de obras de arte. Impresionismo, Expresionismo, Cubismo, y cualquier otra corriente artística que se le pudiera ocurrir al inspector Paniagua, se encontraba representada en las paredes del lujoso hotel.

Arturo Paniagua siguió al policía que le había recibido en una de las puertas de servicio hasta el ascensor donde les aguardaban un empleado de la conserjería del hotel y el propio director. Otro agente de uniforme custodiaba el acceso.

—Buenas noches, inspector. El cliente fallecido se encuentra en una de nuestras suites deluxe. —Dijo el director del hotel, como si se tratase de una información imprescindible para la investigación policial, y permitió que el inspector y su acompañante entrasen en la caja del moderno ascensor. La altura del remilgado director llegaba casi hasta la del propio Paniagua pero su cuerpo era mucho más delgado y en forma. Aun así, la impresionante mole del inspector parecía ocupar todo el espacio en el interior del ascensor.

—Gracias, señor… —Comenzó a decir Paniagua hasta que cayó en la cuenta de que ignoraba el nombre del director del hotel. Comoquiera que fuera, el director se apresuró a rellenar el vacío de su desconocimiento, extendiendo una mano.

—Eduardo Rojas, director del hotel, a su entera disposición.

Paniagua ignoró la mano tendida y continuó:

—Gracias, señor Rojas, pero de momento no creo que sea necesario precisar de sus servicios. —Y volviéndose hacia el agente, continuó—: El piso entero del hotel donde se encuentra la habitación es una escena del crimen, ¿sabe si ya la han preservado?

El agente asintió.

—Sí, inspector. Lo hizo la primera unidad que acudió al lugar, como dicta el protocolo. Nadie ha entrado, ni salido desde entonces, con la excepción de nuestra gente, por supuesto. Los huéspedes que se encontraban en la planta permanecen confinados en sus habitaciones.

—Bien, que alguien les tome declaración. Ya sabe, a qué hora llegaron, qué oyeron, si vieron a alguien entrar o salir de la habitación del difunto. Todas esas cosas.

—Como diga, inspector.

Eduardo Rojas pareció alarmado y se apresuró a preguntar con una leve inclinación de cabeza.

—¿Puedo preguntar hasta cuándo se alargará esta delicada situación? El hotel ofrece alojamiento a huéspedes muy importantes y no puede tomarse a la ligera el hecho de sacarlos de la cama y privarles de su sueño. —Adujo el director.

El inspector Paniagua se encogió de hombros.

—Es difícil precisarlo, señor Rojas. Una vez que hayamos procesado toda la escena, el juez será quien dictamine el levantamiento. —Explicó—. Quizás sería mejor que se pensase en realojar a los huéspedes de esa planta o, al menos, a quienes se encuentren hospedados en las habitaciones más próximas. La noche será larga y, muy pronto, toda esta zona estará plagada de peritos forenses, policías, y tal.

De nuevo, el director inclinó la cabeza y replicó:

—Veremos lo que se puede hacer. Mientras tanto, le ruego la mayor discreción. Un asunto así puede hacerle mucho daño a la reputación de nuestro hotel y eso sería muy poco recomendable.

—Trataremos de ser lo más diligentes y discretos posible a la hora de hacer nuestro trabajo. —Gruñó el inspector—. Ahora si me disculpa, le avisaremos si necesitamos algo de usted o de los empleados del hotel.

La habitación era, en efecto, una suite y sus dimensiones se acercaban mucho más a un apartamento que a una habitación de tamaño estándar. Su mobiliario parecía haber sido sacado de algún número especial de lujo de una revista de decoración y se componía en su mayoría de muebles clásicos de maderas nobles que brillaban como estrellas por el lustre del barniz. Sobre una mesa de cristal redonda, flanqueada por suntuosos sillones, reposaba una bandeja de frutas con el celofán todavía cubriendo las delicias con las que se obsequiaba a diario a los huéspedes. Al fondo, tras una puerta doble acristalada se encontraba el dormitorio. Paniagua podía ver que sus paredes tenían rastros de sangre por todas partes, debidamente marcados por los peritos de la Policía Científica.

A través de los ventanales se observaba la Plaza de la Lealtad y el Monumento a los Caídos iluminados por los tonos anaranjados de las luces de xeon de las farolas. Densos nubarrones de color negro ceniza cubrían el cielo y no hacía falta haber estudiado meteorología para pronosticar que se avecinaba una tormenta y de las gordas.

—¿Quién encontró el cuerpo? —Preguntó el inspector al agente que custodiaba la puerta de entrada.

—Una camarera del servicio de habitaciones. Ahora está con los técnicos sanitarios del SUMMA. Le han dado algo para calmarla porque estaba completamente fuera de sí cuando los primeros agentes se personaron en la escena. Es polaca y con los nervios no atina a decir mucho en español, así que también estamos esperando a un traductor para que nos ayude a tomar su declaración.

Arturo Paniagua frunció el ceño, intrigado.

—¿A estas horas? ¿Qué pintaba una empleada del servicio en la habitación del muerto a las once de la noche? —Inquirió.

—Al parecer, el profesor Mesbahi tenía la costumbre de beber una taza de té antes de acostarse y había dado la orden de que todas las noches le dejasen una bandeja en su suite.

El inspector asintió en silencio y contempló por primera vez el cadáver del profesor Mesbahi. Si sus años de carrera en la policía le habían enseñado algo sobre sí mismo, era que no le volvían loco las escenas del crimen. No es que le afectasen en exceso, como al subinspector Olcina, pero tampoco le dejaban indiferente y hubiera dado lo que fuera por no encontrarse en aquella habitación de hotel en esos momentos. Los detalles se impregnaron en su retina como los positivos de una macabra serie de fotografías. El charco de sangre que se había formado a los pies de la silla. El agujero de bala entre los ojos, vidriosos, todavía abiertos. La horripilante nada que ocupaba el lugar de su mano izquierda. Los cordones de las cortinas con los que habían sujetado al profesor, antes de matarlo. Una de las borlas de hilo de oro estaba tan empapada de sangre que gotas del preciado líquido caían sobre la alfombra enrojecida del suelo, produciendo un sonido rítmico que podía confundirse con un metrónomo.

Plic. Ploc. Plic. Ploc.

Todo eso y más, registró el inspector con su portentosa memoria sensorial; la cual, en ese mismo instante, generaba una compleja red neuronal que almacenaba todas las percepciones visuales y auditivas que recogían sus sentidos. Se trataba de su disco duro personal y nunca dejaba de sorprenderle su capacidad de almacenamiento, hasta diez terabytes o el equivalente a diez billones de páginas de texto, si había que hacer caso a lo que opinaba Carl Sagan, el fallecido divulgador científico estadounidense.

—La víctima es Saeed Mesbahi, profesor de la Universidad de Ciencia y Tecnología de Irán. —Explicó el policía que había respondido a la alerta del 112, en primer lugar. El inspector no se molestó en preguntarle su nombre—. Fue visto por última vez por la Castellana, abandonando las instalaciones del Palacio de Congresos.

Arturo Paniagua reprimió el impulso de espetarle al agente que ya sabía dónde se encontraba el maldito Palacio de Congresos, pero se contuvo. En realidad, el Palacio de Congresos no era ningún palacio, ni nada por el estilo, sino un edifico moderno construido en la década de los setenta y que albergaba eventos y conferencias de índole internacional. Lo más característico que poseía se trataba de un espectacular mural del pintor Joan Miró que decoraba la fachada orientada a la Avenida del General Perón. Lo curioso era que, desde que en el año 1993, apenas si se celebraban eventos en su interior y todo ese tipo de asuntos se habían trasladado al Palacio Municipal de Congresos del Campo de las Naciones. Por alguna razón que Paniagua desconocía, la Cumbre Científica Internacional entre España y la República Islámica de Irán se estaba albergando en sus instalaciones.

El inspector Paniagua permaneció en silencio, mientras seguía contemplando los detalles de la escena. Era consciente de que su irritación iba en aumento y el olor a sangre coagulada de aquel sitio la asqueaba cada vez más.

—Al parecer, habría estado conversando con algunos de sus colegas científicos después de haber participado o presenciado los actos programados para el día. Luego, un taxi lo habría conducido hasta el hotel. El asesino debería estar esperándole en la habitación, porque los empleados de la recepción vieron subir solo al profesor. —Continuó el agente.

Después de diez largos minutos observando la escena del crimen, Paniagua carraspeó y dijo:

—¿Alguien ha buscado la maldita mano?

—Sí, señor. —Repuso el policía—. Pero no ha aparecido por ninguna parte. Por lo visto, el asesino se la llevó con él.

El inspector dejó escapar un hosco gruñido que inmediatamente obtuvo como respuesta el silencio del policía. Tras ellos, apareció Raúl Olcina quien soltó un agudo silbido en cuanto vio el estado del cuerpo.

—Joder, jefe, le han cortado la mano. —En opinión del inspector, Olcina siempre había tenido cierto arte a la hora de resaltar obviedades—. Esto es de locos, nunca había visto nada parecido.

El subinspector Olcina se acercó al cuerpo atado firmemente a la silla, mirándolo y estudiándolo con nerviosismo, algo se le revolvía en la punta de la lengua. Una idea que quería salir a la luz pero que no encontraba palabras. Empezó a decirlo pero se calló, como si le faltarán las agallas. Finalmente, refunfuñó:

—¡Qué asco de injusticia! Otro de esos maníacos hace uno de sus numeritos y a mí me jode los planes para la noche.

—Como se suele decir: «El crimen nunca duerme». —Le replicó Paniagua mientras levantaba la vista del cadáver—. En cualquier caso, no sabía que hubiera hecho planes para hoy.

Raúl Olcina miró al inspector con suspicacia, había una inusitada trivialidad en las palabras de su jefe, que no era habitual en él. El subinspector sospechaba que estaban preñadas de ponzoña y la mejor vía de actuación hubiera sido ignorarlas, pero aun así no pudo evitar contestar.

—Eso es, inspector, porque mi vida privada es mi vida privada. —Retortó, sin meterse en más berenjenales.

El inspector se inclinó de nuevo sobre el cuerpo del profesor e inspeccionó de cerca la horripilante herida del muñón. Desde su posición podía observar los bordes irregulares que había dejado el instrumento empleado por el asesino tras de sí. Tendones seccionados y venas apuntaban hacia el suelo por efecto de la gravedad. La articulación del codo y el antebrazo se encontraban fuertemente atados al brazo de la silla con uno de los cordones de la cortina, las fibras de seda mordían con ferocidad la carne y producían en la piel una descoloración evidente a simple vista y que sugería que el asesino había primero inmovilizado a la víctima y después le había seccionado la mano. Sin embargo, no pudo hallar heridas defensivas evidentes sobre la víctima. Y luego estaba el tiro de gracia. ¿Por qué no opuso resistencia?, se preguntó el inspector. Debía saber que algo malo iba a sucederle pero, aun así, no se defendió. La letra de una vieja canción de un musical de jazz de los noventa le rondaba por la cabeza: «Le disparé dos tiros de aviso a la cabeza[8]». Claro, que en este caso, no fueron dos sino uno y el aviso terminó con los sesos del fiambre esparcidos por la habitación.

—Olcina, si no quiere que nadie pregunte por su vida privada, no debería ir quejándose por sus planes truncados, en primer lugar. —Dijo alzándose con un chasquido de sus rodillas—. Como ya se imagina, me importa un bledo lo que haga en sus horas libres pero si vuelve a aparecer tarde a una escena del crimen me encargaré personalmente de abrirle expediente.

Las entrañas de Olcina se encogieron sobre sí mismas como si se las estuvieran estrujando. Ahí estaba la ponzoña, en forma de crítica despectiva, y no importaba que la hubiera estado esperando, siempre le terminaba afectando.

—Vamos jefe, no es posible que me haya retrasado más de veinte minutos. —Se quejó el subinspector—. Además es medianoche, no esperará que esté alerta en todo momento, aguardando a que otro lunático dé rienda suelta a sus vilezas, ¿verdad?

Lo peor de todo era que Raúl Olcina creía que el inspector estaba cabreado porque no había ido a recogerle con el coche y, muy probablemente, había tenido que pedir un taxi para trasladarse hasta el lugar. El inspector Paniagua odiaba a los taxistas, siempre decía que no paraban de soltar sandeces por la boca y que además casi todos ellos eran seguidores del Atlético de Madrid. A esas horas seguro que además le había tocado sufrir aquel odioso programa deportivo radiofónico, tan popular entre el gremio de taxistas, y cuyo director, colchonero recalcitrante, no desaprovechaba la oportunidad para criticar al equipo del inspector. Olcina soltó un bufido por lo bajo, le esperaba una noche muy larga. El agente que le había avisado, había dicho que el muerto era uno de los suyos y a tenor del estado del cadáver tenía toda la maldita razón. Se giró hacia el policía que había declarado la escena del crimen y preguntó:

—¿Quién es el fiambre?

—Bueno, hum…, es un profesor de la Universidad de Teherán. —Contestó el agente, mirando de soslayo al inspector Paniagua como si temiese que le fuera a echar una reprimenda por repetir la misma información por segunda vez—. Al parecer, es miembro ponente de la comitiva científica que se encuentra de visita en la ciudad con motivo de la cumbre.

—¿Alguien ha avisado a su embajada?

—Sí, subinspector. No tardará en aparecer un representante, han ido a buscarlo a su domicilio. —Y bajando el tono de voz para que no le escuchara el inspector, añadió—: El cabrón que hizo esto, va a despertar a muchas personas.

—¿Eso piensas? —Dijo Olcina, acercándose más hacia el muerto—. Te diré lo que puedes hacer, como tiene pinta de que estaremos aquí un buen rato, ¿puedes convencer a alguien del hotel para que el servicio de habitaciones nos suba unos cafés bien cargados? Creo que más de uno va a necesitar la cafeína muy pronto.

El policía sacudió la cabeza afirmativamente y salió en dirección al pasillo. Un perito de la IRGC de pelo rojo ensortijado y enfundado en un traje desechable, estaba extendiendo talco de grafito por la superficie de los muebles que se encontraban en la habitación. De vez en cuando, los flashes de la cámara del fotógrafo policial inundaban de luz la estancia, cegándoles por unos instantes. Mientras, en el exterior, la tormenta ya se encontraba casi encima de su posición, y los relámpagos competían con sus homólogos artificiales. En cada ocasión, el fenómeno era acompañado por un gruñido del inspector.

—¿Ve algo interesante? —Preguntó Olcina, al perito.

—Por el momento, nada reseñable, subinspector. Hemos encontrado una extensa variedad de huellas digitales, como era de esperar de una habitación de hotel. Va a ser una verdadera pesadilla identificar a quienes pertenecen. De momento, nada de fibras, ni indicios biológicos, u otra cosa que pueda indicarnos a simple vista la identidad del sospechoso.

—Toda esa sangre. ¡Dios mío, el pobre desgraciado tuvo que pasarlas canutas!

El perito pelirrojo asintió con la cabeza.

—Todo parece indicar que el asesino le sorprendió en la habitación. No hay indicios de forzamiento en la puerta, o bien tenía un duplicado de la llave, o la víctima lo dejó entrar. Luego lo ató a la silla usando los cordones de las cortinas de la sala principal y le cortó la mano. Por último, le descerrajó un tiro entre los ojos.

—Jesús, cada día están más locos. Al final, vamos a tener que ir a buscar a todos nuestros culpables al Alonso Vega[9].

—Y que lo diga, subinspector.

—¿Alguna idea de dónde puede estar el casquillo de la pistola o el arma del crimen?

El perito de la IRGC sacudió la cabeza negativamente.

—¡Joder, está visto que no tendremos suerte esta noche!

Raúl Olcina fue en busca del inspector que se encontraba inspeccionando la habitación adyacente.

—Jefe está habitación es más grande que mi propio apartamento y debe costar un dineral por noche. Menuda bicoca.

Paniagua obsequió su comentario con una media sonrisa de lobo que insinuaba lo que pensaba él de su opinión sobre el tamaño de la suite.

En el exterior, el sonido distante de un trueno reverberó en las calles de Madrid. Pesadas gotas de lluvia comenzaron a golpear los cristales con fuerza. Lluvia sucia, manchada de polución. Una ráfaga de aire le rozó el cuello, como si alguien se hubiera dejado una ventana abierta en alguna parte y se estremeció.

—Subinspector Olcina, coordine con los agentes del pasillo los interrogatorios a los huéspedes de la planta. Haga hincapié en si escucharon o no algún disparo o indicios de lucha. Luego, baje a recepción y pregunte si alguien hizo un duplicado de la llave del profesor. Algo así, me imagino que quedará registrado en el ordenador. Y pregunte también por las cintas de vídeo, un hotel como este seguro que tiene numerosas cámaras de videovigilancia ocultas por ahí.

Olcina asintió. Entonces, dos peritos de la Policía Científica aparecieron en ese mismo instante por la puerta del cuarto de baño, estaban recogiendo sus bártulos, habían terminado con esa parte de la escena del crimen.

—Inspector Paniagua ahí dentro hay algo que debería ver.

El cuarto de baño estaba decorado con azulejos pintados a mano que recreaban delicados marcos con motivos florales. Además de los azulejos, de las paredes colgaban sendos cuadros que contenían litografías a color con escenas de la corte madrileña del siglo XVII. Sin embargo, lo que atrajo la atención del inspector no fue el valor artístico de las litografías, ni los cortesanos orondos y pagados de sí mismos que las poblaban. Lo que atrajo la atención de Paniagua fue que, estarcida sobre la superficie del espejo que coronaba el inmenso lavabo de mármol rosa, se veía la palma de una mano.

—¿Es eso sangre? —Olcina se hallaba en el umbral de la puerta y tenía los ojos abiertos como platos.

—Sí, subinspector. —Le contestó el perito—. Aunque todavía habrá que esperar a las pruebas del laboratorio para conocer si es humana o de la víctima, parece estar dibujada en sangre.

—No me jodas. —Atinó a decir Olcina—. Una mano. ¿Qué significa?

El perito se encogió de hombros como si quisiese decir a mí no me preguntes y salió del cuarto de baño.

Mientras tanto, el inspector Paniagua se mantuvo en silencio. La opresión comenzaba a adueñarse de sus tripas, enroscándose en sus entrañas y, como si la vida fuera una mala película de terror, le asaltó un mal presentimiento acerca de aquel asesinato.

Antemortem
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