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Martin Cordero estaba muy satisfecho, había avanzado mucho en la escritura del libro y se encontraba en condiciones de poder enviarle a Margaret Adliss el material que le había prometido a la editorial.

Margaret había mencionado el culto de la Santa Muerte como el ejemplo más popular entre los asesinatos ritualísticos pero no era el único. Conceptualmente, ese tipo de asesinatos se incluían en la categoría de los homicidios cometidos en forma de sacrificio a una deidad o, al menos, que lo aparentaran. Muchas fuerzas del orden de diversos países lidiaban con ese tipo de asesinatos todos los días. En Liberia, por ejemplo, durante la década de los 70, se habían convertido en un serio problema. Y numerosas víctimas aparecían regularmente con partes de su cuerpo mutiladas y amputadas con fines ritualísticos. Los órganos eran utilizados como amuletos que poseían una magia poderosa. Lengua, dedos, orejas, corazones y órganos genitales eran habitualmente las partes del cuerpo desaparecidas. Más recientemente, en 2013, la policía de Yaundé, la capital de Camerún, se había enfrentado a un frenesí de asesinatos ritualísticos que se extendió durante dos semanas y terminó con el macabro balance de dieciocho víctimas, con edades que variaban entre los quince y los veintiséis años, abandonadas en las calles, con partes de su cuerpo horriblemente mutiladas. En ciertas regiones del país, los curanderos creían que los ojos, genitales y lenguas humanas eran talismanes de gran poder para obtener salud y buena fortuna. Martin no estaba seguro de que todos esos casos fuesen achacables a motivaciones ritualísticas, o de que una buena parte de ellos se tratasen de crueles violaciones que terminaban con la víctima asesinada y arrojada a un lado de la acera. Las mutilaciones vendrían después, como un claro ejemplo de oportunismo. Martin estaba seguro de que en un país como Camerún existía un mercado clandestino para tales órganos y de que su precio sería considerable.

El día en el exterior era claro y tremendamente caluroso. Martin podía ver a los caminantes en la calle que se protegían del sol como podían, buscando la sombra en la acera opuesta, o abanicándose con cualquier cosa que tuviesen a mano. A Martin le gustaba Madrid, era una de esas ciudades con vida propia, en la que la gente parecía querer caminar sin rumbo fijo o sin una finalidad concreta. Muy diferente de su Rhodes natal, en donde, a pesar de poseer una población que no superaba los noventa mil habitantes, todo el mundo tenía prisa para llegar a donde fuera y vivían sus vidas siempre ocupados y siempre en movimiento, como zánganos en una colmena.

Rhodes estaba situada en el estado de Nueva Jersey o Garden State, como se le conocía desde que el Honorable Abraham Browning lo apodase de esa manera durante la celebración de la Exposición Universal de Filadelfia, en 1876. El Señor Browning también dijo que Nueva Jersey era un tonel lleno de cosas ricas saqueado por Pensilvania, en un extremo, y Nueva York, en el otro. Pero esto es otra historia. Rhodes era famosa por dos cosas. La primera, que albergaba la prisión estatal y la segunda que tenía entre sus paisanos al infame Dr. Muerte. Aunque la criminalidad en Rhodes estaba considerada como una de las más altas de los Estados Unidos, hasta el punto de que un ciudadano de Rhodes tenía una probabilidad de uno entre veinte de convertirse en una víctima de algún delito con violencia, contar entre sus filas a una figura destacable como el Dr. Muerte había puesto a la ciudad a la cabeza de los comentarios y chascarrillos de los Nightshows televisivos.

Dicho esto, no era de extrañar que las bulliciosas calles de Madrid le parecieran a Martin el paraíso de la tranquilidad y la buena vida. Y, de momento, no se había arrepentido de haberse mudado allí. Además era la ciudad de sus abuelos, aunque todavía no hubiera hecho nada por conocer sus orígenes, dónde habían vivido o qué habían significado para la comunidad. Martin sabía que ambos habían padecido las desdichas de la Guerra Civil y que había sobrevivido a base de rapiñar comida donde pudieran, trabajando cuando encontraban la posibilidad y robando cuando no les quedaba más remedio. Había sido su abuelo quien le había enseñado a su padre a abrir cerraduras y puertas, y este lo había convertido en su profesión. La cerrajería de su padre todavía seguía funcionando con buena salud a pesar de la mala racha económica. Y es que, no importa, si tenían dinero o no, la gente seguía dejándose las llaves en casa. Martin sonrió con el recuerdo de su padre trabajando sobre el mostrador que se encontraba en la parte trasera de la tienda, inclinado sobre una cerradura antigua. Su especialidad. La gente le traía arcones o muebles antiguos que tenían sus cerraduras rotas o simplemente cerradas, porque ellos no tenían la llave, y su padre se encargaba de repararlas o abrirlas y desvelar todos sus secretos.

Martin Cordero adoraba a sus padres, separarse de ellos fue lo más duro que tuvo que hacer cuando tomó la determinación de abandonar el FBI. Cuando Martin hubo alcanzado una decisión, los primeros con los que habló fueron sus padres. Le preocupaba tener que discutir del tema con ellos, y aunque estaba seguro de su firmeza, le aterraba la posibilidad de que ellos no fueran a apoyarle o la idea de romperles el corazón.

Pero, con ese aplomo que solo la edad le proporciona a uno, cuando su padre recibió la noticia, se limitó a preguntar:

—¿Hijo, estás seguro de que eso es lo que quieres hacer? Una decisión como esa no puede tomarse a la ligera, ni ser motivada solo por el corazón o por el cerebro. Tiene que existir un equilibrio entre los dos.

Martin asintió, con la emoción embargándole por completo. En ese momento hubiera sido incapaz de decidirse entre abrazar a su padre o echarse a llorar desconsoladamente. Aun así reunió las escasas fuerzas de que fue capaz y contestó:

—Sí, papá. Estoy seguro. Posiblemente sea la decisión que más he meditado en toda mi vida. No puedo seguir perteneciendo al FBI si no estoy seguro de que no voy a estar a la altura de las circunstancias.

—Lo entendemos, hijo. —Intervino su madre con un hilo de voz—. Pero, dejar tu casa… dejar todo lo que conoces por irte a Madrid… Es solo que no acabo de entenderlo.

Martin se acercó a ella y le puso un brazo sobre los hombros.

—Mamá, nunca podré recuperar la… —Dudó unos instantes, tratando de hallar la palabra correcta—. La fe en mí mismo, si me quedo aquí. Todo me recuerda a esa noche. Mi trabajo, la prensa que no deja de hablar del asunto, las llamadas… ¡Por Dios, si hasta me han ofrecido hacer un reality show!

Y entonces su madre rompió a llorar. Había comprendido en ese mismo momento que nada de lo que dijera o hiciera iba a hacerle cambiar de opinión. Una semana más tarde había presentado su carta de dimisión y había tomado un vuelo de la compañía aérea Iberia con destino a la capital española.

Martin apartó la vista de la ventana y la paseó por el apartamento. Sentía una extraña opresión que necesitaba liberar, como si tuviera una fiera enjaulada que solo pudiera dar vueltas sin cesar por la celda en que se había convertido su pecho. En un extremo de la estantería en el salón se encontraba una foto suya con sus padres. La habían tomado durante unas vacaciones al Parque Nacional de Shenandoah, en Virginia, un verano durante el cual Martin había regresado a casa mientras estudiaba Psicología en la Universidad de Princeton. En aquel retrato, Martin miraba de frente a la cámara con valentía, como si no temiese a ningún mal. Aquellos habían sido tiempos felices, aunque se habían visto poco durante el tiempo que paso estudiando la carrera, Martin siempre hacía por visitarlos cuanto le era posible. Pero, todo aquello, su idílica vida, había sido truncada una noche de tormenta por un monstruo cruel y despiadado.

Sin poder contenerse más, un torrente de lágrimas brotó de sus ojos, un mar de sufrimiento contenido que era incapaz de detener, y que bañó su rostro en ardiente líquido salobre. Cuando cesaron las lágrimas, se sentía exhausto física y emocionalmente. No podía continuar así, de ninguna manera. Poco a poco fue recobrando la calma y se dirigió a la nevera donde guardaba una botella de Grey Goose con aroma de limón para servirse un par de dedos.

De repente, la atmósfera de su apartamento cambió, se volvió inquietante. La luz se hizo más oscura y una enorme sombra se apoderó de las paredes, del mobiliario. Un extraño presentimiento se apoderó de él, como si alguien estuviese bailando sobre su tumba. Buscó a tientas su pistola Sig Sauer P220 en un cajón del gabinete de la cocina y giró sobre sus talones, casi esperando ver a alguien a su espalda, acechándole. Bueno, para ser honestos, no esperaba a alguien cualquiera, esperaba a Gareth Jacobs Saunders.

Nada. Allí no había nadie que quisiera matarle.

Estaba solo en su apartamento y la diferencia en la luz había sido una simple nube que había ocultado el sol. Pero aun así seguía sintiéndose incómodo. Se sentía más solo que nunca, vulnerable. El maldito IRGC se está convirtiendo en el dueño de mi vida, pensó. Y dejando la pistola sobre la mesa del salón, se sirvió un vaso rebosante hasta los bordes del oloroso vodka con cítricos, que apuró de un trago. Inmediatamente se sintió reconfortado por el ardiente líquido que inundó su estómago. Aliviado pero todavía receloso.

Entonces recorrió todo su apartamento para comprobar que se encontraba solo. La semiautomática empuñada con las dos manos, apuntando por delante de su mirada. Chequeó puertas y ventanas, revisó en el interior de los armarios, debajo de la cama, detrás del sofá, y cuando se cercioró de que allí no había nadie más que él, se detuvo. Con el aliento entrecortado y las ropas húmedas por el sudor.

Y se sirvió otro vaso de Grey Goose.

Antemortem
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