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— Abra los ojos.
No, la doctora Samira Farhadi no se encontraba de repente transportada a un universo de celuloide extraído de la película de ciencia-ficción que había visto la noche anterior en el canal por cable de la habitación de su hotel. No estaba siendo conminada, tampoco, a vivir una fantasía de pesadilla que más parecía pertenecer a las páginas una novela que a la vida real. Se hallaba inmersa en una oscuridad asfixiante que la envolvía por completo. Una oscuridad muy real. Aterradora. No entendía por qué no podía abrir los ojos.
—Doctora, intente abrir los ojos.
Repitió de nuevo la voz.
Y, entonces, recordó de improviso. ¡Iba a morir muy pronto! No necesitaba ser engullida por una negrura pesadillesca o revivir una ficción aterradora para sentir el miedo acariciar su espina dorsal con gélidos dedos. La realidad se encargaba ella solita de hacerlo en esos momentos y la abrumaba como una tonelada de peso asentada sobre su torso. Intentaba respirar, decirle a su cerebro que diese la orden oportuna a su pecho para que subiese y bajase e insuflase aire a sus pulmones, pero no parecía surtir efecto alguno. Le costaba una enormidad inundar su organismo del preciado oxígeno. Y, sin embargo, su cuerpo lo seguía intentando.
Abrió los ojos.
El coronel Golshiri y Martin Cordero la atendían de una fea magulladura en la frente que se había producido al golpearse contra el suelo.
—Así, así, doctora. —Dijo Martin con alivio—. Nos tenía muy preocupados.
Pero ella no le escuchaba, no dejaba de pensar en otra cosa. Su mente giraba en un torbellino similar al tambor de una lavadora y, en su cabeza, la terrible idea de que iba a tener una muerte violenta y horrible se sacudía contra las paredes de su cráneo, golpeándolas con fuerza, y dejando tras de sí la convicción más absoluta de que su muerte se produciría irremediablemente, esa misma noche o quizás al día siguiente. Igual que le había sucedido al pobre Saeed, igual que había pasado con los otros científicos en Teherán. Resultaba curioso que apenas si pudiese recordar cómo se había desmayado y, por el contrario, estuviese tan segura de su muerte.
Su muerte.
De nuevo, pensó en la película de ciencia-ficción. Le hubiese gustado de veras que todo fuese simplemente eso, porque no le gustaba nada hacia dónde se encaminaba su futuro más inmediato. Como tampoco le hacía mucha gracia saber que poco podía hacer para remediarlo; lo cual resultaba, al mismo tiempo, deprimente e inevitable. Peor aún, resultaba algo terriblemente perverso; en cierto modo, porque se encontraba en el punto más exitoso de su carrera, en el pico de su vida personal. Morir en ese momento era simplemente una auténtica mala pata.
—Así, así. Ahora intente levantarse. —La voz del norteamericano estaba cargada de preocupación y recordó que, de todos ellos, él había sido el más perceptivo. Y, sin embargo, todavía se encontraba muy lejos de conocer la terrible verdad.
—¡Dios mío, está usted ardiendo! Permítame que la ayude a ponerse en pie y acomodarla en una silla.
Martin Cordero le pasó un brazo por debajo de los hombros y trató de ayudarla a alzarse. Sin embargo, una aguda punzada de dolor le llegó desde la muñeca. Se la había lastimado tratado de sujetarse en la mesa y un finísimo hilo de sangre le corría por el mollete de la palma de su mano, allí donde se le había levantado la piel.
—No se preocupe, doctora. Hemos llamado a una ambulancia para que vengan en seguida y le atiendan de una posible contusión y le miren la muñeca. —Trataba de consolarla, Martin—. Me temo que en la cabeza le saldrá un bonito chichón, pero lo de la mano seguramente no será nada más que una torcedura. En cualquier caso, conviene que se la curen.
Ella asintió, agradecida, mientras intentaba calmarse. Se obligó a sí misma a respirar profundas bocanadas de aire, alejar de sí el dolor en su muñeca y los malos pensamientos. Pensar en su muerte no era una manera muy sana de comportarse, después incluso de haber sido receptora de un paquete que contenía una mano amputada. Trató de pensar en un escenario más halagüeño, en el que el coronel Golshiri y sus gorilas del IRGC pudieran ser capaces de protegerla o, pensándolo mejor, en el que el inspector Paniagua y ese atractivo norteamericano, que estaba siendo tan amable con ella, atraparían al asesino antes de que llegase hasta ella. Poco a poco, el ritmo frenético de su corazón se fue pausando, pero aun así cada latido seguía pareciendo enloquecido bajo el abrazo implacable del miedo.
Sacudió la cabeza enérgicamente.
¿En qué estaba pensando? ¿A quién trataba de engañar? Sabía positivamente que nada de eso iba a pasar, que moriría irremisiblemente y el coronel Golshiri no sería incapaz de hacer nada para protegerla. ¿Protegerla? No solo había formado parte del problema que la había conducido a esa situación, sino que era uno de los máximos culpables.
Ve a la policía, se dijo a sí misma. El inspector Paniagua puede ayudarte, cuéntaselo todo y ponte en sus manos.
No, no podía hacer eso. El coronel Sadeq Golshiri jamás se lo permitiría. De algún modo, estaba segura de que el IRGC o, para el caso, el Ministerio de Inteligencia y Seguridad Nacional de su país, dispondrían de los recursos necesarios para convencer al Gobierno español de que la entregasen de vuelta al coronel, si decidía solicitar su ayuda. Además, con ello podía poner en peligro la vida de los demás y nunca se lo perdonaría. De ninguna manera podría vivir con el acuciante dolor que significaría ser la responsable de la muerte de otro ser humano. Le había dicho al señor Cordero que el tiempo no curaba las heridas y lo creía a pies juntillas, ella era la prueba viviente, y, sin embargo, deseaba con todas sus fuerzas ser capaz de borrar el pasado, de fulminarlo de un plumazo y transformarlo en poco más que un mal recuerdo sin poder alguno para afectarla en el momento presente. Pero, desgraciadamente, nada podía hacer. Sencillamente, su futuro inmediato no se encontraba en sus manos, sino en las de un asesino cruel y despiadado. Un monstruo al que ella misma había ayudado a crear. Pensó que lo mejor que podía hacer era seguir el curso de las cosas y esperar acontecimientos. Cuando llegase el momento de la verdad, la hora del juicio, ya intentaría defenderse con uñas y dientes.
Como si leyese sus pensamientos, el coronel Golshiri se puso en acción y la condujo hasta la calle donde la hizo sentarse en el asiento trasero de un enorme Volkswagen Tuareg que tenía los cristales tintados. En el asiento delantero se encontraba uno de sus guardaespaldas o como quiera que se hicieran llamar estos días, porque en realidad todo el mundo sabía que eran soldados de la Guardia Revolucionaria Islámica, a las órdenes del Ministerio de Inteligencia y Seguridad Nacional, que estaban allí para mantenerlos a raya y alejarlos de los posibles cantos de sirena del mundo occidental. Perros guardianes del VEVAK que vigilaban la supervivencia del status quo que el régimen de los Ayatolahs tenía impuesto sobre los ciudadanos iraníes.
A pesar del calor reinante en el interior del vehículo, la doctora Farhadi estaba helada y no paraba de sacudirse por los escalofríos.
—Doctora, ¿qué es lo que dije sobre no hablar con nadie? —Le reprochó el coronel, sin mirarla. Parecía estar hablando más para sí mismo que otra cosa—. Ahora no podemos ir a su hotel, debemos buscar otro lugar más seguro para que pase la noche.
—Sabe que no servirá de nada. —Le espetó ella.
El coronel se decidió entonces a mirarla, en sus ojos se podía leer el desdén que sentía hacia la mujer y su flaqueza.
—No se preocupe, su seguridad está garantizada. Daré la orden a mis mejores hombres de que la protejan en todo momento. Vamos a superar esta inaceptable situación con éxito, se lo garantizo personalmente. No permitiré que le suceda lo mismo que al desgraciado profesor Mesbahi.
—Yo ya estoy condenada, como usted. Como todos. Lo sabe también como yo. —Replicó, envalentonada.
El enjuto coronel enseñó los dientes marfileños en una sonrisa lobuna que acentuó sus rasgos más que nunca y estiró el bigotillo que lucía en su labio superior. Tenía los ojos vidriosos y su pelo engominado se hallaba pegado al cuero cabelludo como un gorro de baño. La doctora Farhadi pensó que estaba tan asustado como ella; pero que, en su interior, se libraba una batalla desesperada por ocultarlo. Una batalla que, a todas luces, parecía estar perdiendo.
—Correcto, correcto. En ese caso, no tiene ninguna importancia lo que hagamos a partir de este momento, ¿no es así? —Respondió Sadeq Golshiri, sibilinamente.
—Todo lo contrario, lo que hagamos ahora tendrá la mayor relevancia. Sobre todo, cuando llegue el momento en el que Alá nos juzgue por nuestras acciones. —Arguyó ella, con la obstinación propia de quien se sabe conocedor de una verdad irrefutable—. Ante nosotros se encuentra la muerte, con sus fauces dispuestas a engullirnos, y se desliza veloz, cada vez más cerca. La única pregunta que tiene que hacerse coronel es esta: ¿cuándo nos alcance, estará preparado para recibirla?
El coronel Golshiri se encogió de hombros con desdén.
—Mis acciones son tan puras como el agua del manantial de Arls[15], no deje que le ocupen demasiado la mente. Cuando llegue el momento, como usted dice, lo que haga será tan solo asunto mío. Pero ha sido un día complicado, así que, si es tan amable…
La doctora pensó que no tenía sentido discutir con él. No tenía sentido ni tan siquiera hablar con el despreciable coronel. Nunca lo reconocería. Resignada, hundió los hombros y dijo quedamente:
—Lléveme a dónde quiera, coronel, pero antes quiero pasar por mi hotel y recoger mi portadocumentos del coche de alquiler, en su interior hay unos papeles que necesito para mi conferencia de mañana.
Sadeq Golshiri miró a la doctora de soslayo, como si quisiese poner en una balanza la veracidad de sus palabras y pensase que estaba tramando algo. Al fin y al cabo, acababa de soltarle un rollo acerca de que estaban condenados y todo eso. Así que suponía que al menos debía concederse el derecho a dudar de ella.
—Si esa conferencia es lo último que voy a hacer en esta vida, al menos, quiero que salga perfecta.
El coronel guardó un prolongado silencio y finalmente condescendió:
—Como guste, doctora. Después de que haya hablado con la embajada, le permitiré ir a buscar esos documentos. Pero sea breve, no quisiera tenerla expuesta innecesariamente.
En ese momento, intervino Martin haciendo notar su presencia junto al enorme vehículo. No parecía terminar de saber cómo reaccionar ante el hecho de que el coronel tuviese intención de llevarse a la doctora.
—¿Coronel Golshiri, que está haciendo? No pueden irse de esta manera. Cuanto menos, la doctora Farhadi necesita que la vea un médico y precisa de toda la protección que puedan ofrecerle el inspector Paniagua y la policía. Si mis sospechas son ciertas, su vida corre un grave peligro.
—Tiene mucha razón, agente Cordero, gracias por la advertencia. Haré que la embajada envíe a un médico para atenderla en cuanto lleguemos a nuestro destino. Más tarde, alguien se pondrá en contacto con el inspector para organizar todo lo demás. —Le respondió el interpelado, sonriendo con malvada satisfacción.
A los ojos de Martin resultaba evidente que el coronel no tenía ninguna intención de involucrar a la policía española en el asunto.
—¿Puedo preguntarle a dónde se dirigen? —Preguntó a la desesperada.
—Puede, sin duda alguna, pero no voy a decírselo. —Sadeq Golshiri negó solemnemente con la cabeza—. No tengo ninguna obligación de hacerlo y usted no tiene ninguna autoridad en este asunto.
Los dientes del coronel destellaron en la penumbra del voluminoso vehículo antes de girar sobre sí mismo y ocupar el asiento contiguo al de la doctora, ordenando al conductor:
—Nos vamos.
Martin se quedó mirando cómo se alejaban las luces traseras del Tuareg hasta que una voz a sus espaldas le hizo girarse.
—¿Dónde está la doctora Samira Farhadi? —El inspector Arturo Paniagua se encontraba en el umbral de la puerta auxiliar, el masivo volumen de su cuerpo ocupaba casi todo el espacio y apenas quedaban unos escasos centímetros de aire entre su cabeza y el quicio.
De mala gana, Martin respondió.
—Se acaba de marchar hace escasos minutos. El coronel Golshiri no ha dicho a dónde se la llevaba.
El inspector clavó una mirada intensa sobre él, un brillo de sudor cubría su entrecejo, cada vez más pronunciado.
—Inaudito, —bramó.
—Inaudito —repitió, Martin.
Ninguno de los dos dijo nada más.