33

Cuando llegaron al edificio del Anatómico Forense, Martin se sentía desconcertado. La atmósfera que reinaba entre sus dos compañeros de coche era tensa y ninguno de ellos había cruzado palabra durante todo el trayecto. El agente del FBI pensó que se trataba de un asunto privado y no quiso incidir sobre el tema. En circunstancias normales hubiese hablado de sus primeras impresiones sobre el asesinato del profesor Mesbahi, pero se abstuvo de hacerlo y se dedicó a contemplar el transcurrir de las calles de Madrid, al otro lado de la ventanilla.

El Instituto Anatómico Forense era un edificio moderno cuya arquitectura de cinco plantas en funcional ladrillo naranja no le inspiró nada al ex agente del FBI y poco se parecía al impresionante edificio clásico con sus altas columnas de mármol que albergaba la Oficina del Forense de Rhodes, su ciudad natal. El cuerpo sin vida del profesor yacía imperturbable sobre una mesa de acero inoxidable en la sala de autopsias. El doctor Julián Balmoral se estaba poniendo unos guantes de látex y se inclinó sobre la mesa.

—Buenos días a todos. —Dijo en cuanto les vio entrar por la puerta.

—Buenos días, doctor. —Saludó de vuelta el inspector Paniagua, el rostro imperturbable como siempre, y a continuación identificó a Martin, como agente del FBI y asesor en el caso.

—Encantado, agente. Trabajar con un representante del afamado buró norteamericano es toda una novedad, me hace sentir inmerso en una película de Hollywood. —Dijo sonriendo, el forense—. Primero, si les parece, veamos esa mano.

Sobre una mesa con ruedas reposaba una bandeja metálica que contenía la mano mutilada cubierta por una lámina de papel blanco y que, supuestamente, pertenecía al profesor Mesbahi. Levantó la lámina y cogió la mano cercenada. La llevó hasta la mesa de autopsias y la colocó en su lugar legítimo, haciendo coincidir los cortes, acercó la lámpara de potente luz fluorescente que pendía del techo y la estudió detenidamente. El corte asimétrico, los tendones emergiendo como cables eléctricos, de un blanco mortecino. El doctor Balmoral se detuvo un tiempo considerable en los huesos de la muñeca y luego pasó a inspeccionar los dedos bajo el aumento de una lupa cuadrada que tenía su propia luz.

El silencio de la sala de autopsias era roto por un invisible hilo musical que reproducía El Stabat Mater Dolorosa de Antonio Vivaldi y reverberaba con suavidad un tanto siniestra para el gusto del inspector Paniagua. A su lado, Raúl Olcina se mantenía unos pasos alejado leyendo sus mensajes en el teléfono móvil, como era habitual en él. Nunca quería tener nada que ver con los temas forenses. Martin Cordero paseaba su vista por todo el mobiliario sin centrarla en el cuerpo sobre la mesa, se sentía como si de repente hubiera entrechocado los tacones de sus chapines rojos y hubiese regresado a Montana. Al mortal abrazo de Gareth Jacobs Saunders. Todo daba vueltas a su alrededor. Inspiró profundamente tratando de calmarse y recordó la última autopsia a la que había asistido.

La víctima se trataba de una mujer joven, casi una niña, todavía por identificar, y se encontraba en la morgue de Rhodes en Nueva Jersey, con el rigor mortis asentado en todos y cada uno de sus músculos de su cuerpo adolescente. Aunque ellos aún no lo sabían se encontraban ante la víctima número seis del inefable Dr. Muerte. El patólogo forense ya había iniciado la incisión con forma de uve en el pecho y luego prolongada en línea recta hasta la pelvis y se erguía sobre los restos inspeccionando cada recoveco en busca de indicios.

El cuerpo se hallaba desnudo, y su piel tenía una tonalidad cerúlea que contrastaba contra el brillo del acero inoxidable. La piel y el resto de tejidos adiposos se desplegaban a ambos lados de un modo que a Martin le recordaban las alas de un ángel. Entonces el patólogo había comenzado a extraer del cuerpo los objetos que el Dr. Muerte había introducido en su interior. Una jeringuilla de metal y cristal antigua, el extremo de un estetoscopio. Todos ellos herramientas de su profesión con las que se ayudaba a las personas, utensilios que salvaban vidas pero que él había corrompido horriblemente al obligar a sus víctimas a tragárselas a través de un tubo esofágico, cuando todavía estaban vivas, cuando todavía latía su corazón. Eso sí, después de mantenerlas retenidas durante una semana y violarlas repetidamente…

—Agente Cordero, ¿se encuentra bien? ¿Necesita algo? —Preguntó, de repente, el inspector Paniagua con aire de preocupación. El color de la piel de Martin había palidecido y mostraba tintes enfermizos.

—No, inspector. No me encuentro bien, ni por asomo. —Masculló, notaba un nudo de aprensión en el estómago y no quería estar allí, pero se había comprometido y cumpliría con su palabra—. Pero se me pasará.

El inspector Paniagua le examinó detenidamente, ya había visto con anterioridad esa cara, pertenecía a alguien que no se encontraba cómodo en la sala de autopsias, alguien que prefería observar los estantes de aluminio antes que impregnar su retina con el aspecto más desagradable de la muerte. Sin duda, Martin estaba acostumbrado a examinar sangre y vísceras de las víctimas pero desde la asepsia que representaba el papel fotográfico. Las escenas del crimen y las autopsias se hallaban en un lugar distante y no suponían una amenaza. Nada de mancharse las manos. Antes de que pudiera decir algo al respecto, la voz del doctor Balmoral se lo impidió.

—Hum…, aquí hay algo significativo.

Olvidándose de Martin, Paniagua se acercó aún más al cuerpo para examinarlo de cerca. Se sorprendió, sin embargo, al sentir al agente del FBI a su lado.

—¿Qué es lo que tiene, doctor? —Preguntó inquisitivo.

—Bueno, por imposible que parezca, yo diría que la mano cercenada pertenece a la víctima. Los cortes y crestas de la amputación coinciden casi milimétricamente. Aún está por determinar cómo terminó en la mesa de la víctima antes de que esta falleciese. —No había sido una pregunta, así que prosiguió—: En cualquier caso, he solicitado la prueba de comparación de ADN para estar seguros.

Sacó unas fotografías del muñón y luego observó su tono rosado mientras tomaba medidas y hacía anotaciones en voz alta para la grabadora.

—La herida ha sido infligida con una hoja muy afilada y aserrada, como se puede apreciar en esas muescas dentadas de ahí. —Señaló con la punta de un bisturí unas indentaciones que aparecían en el hueso de la muñeca—. ¿Ve, inspector? En la articulación de la muñeca, el asesino ha usado una sierra manual para realizar la amputación, de corte convencional de adelante hacia atrás. Lo más extraño es que tampoco he detectado cortes de inicio falsos, lo cual indica que el asesino posee cierta pericia y algunos conocimientos de anatomía. Y dado que es poco probable que se halle algún tipo de sierra similar en una habitación de hotel, el asesino ha tenido forzosamente que llevarla consigo. Sin embargo…

Se detuvo unos instantes en su explicación para devolver el bisturí a la bandeja de instrumentos.

—He observado algo extraño en la mano mutilada. —La tomó suavemente entre sus propias manos y la elevó hacia la luz—. Me refiero a las uñas. Las uñas de la mano cortada tienen una longitud anómala, diferente de la mano derecha, ligeramente más largas. Si prestan atención verán como las uñas de la mano derecha se encuentran perfectamente manicuradas mientras que las de la izquierda presentan irregularidades y una mayor longitud.

—Eso es algo que he visto en los músicos, sobre todo en los que tocan instrumentos de cuerda. —Replicó el inspector—. No sé qué tiene de relevante ese descubrimiento.

—Exactamente, algunos músicos, especialmente los guitarristas, se dejan crecer las uñas más largas para poder rasgar mejor las cuerdas. Pero generalmente se trata de la mano derecha y siempre los dedos índice y pulgar. —Hizo una pausa y señaló al cuerpo tumbado en la mesa—. En su caso se trata de la izquierda, algo inusual, y de todos los dedos. Yo diría que, por alguna razón, este hombre se hizo la manicura en una mano y se olvidó de la otra.

—Absurdo. —Rezongó Paniagua.

—¿Cuánto tiempo de diferencia cree usted que existe?

Esta vez fue Martin quien hizo la pregunta. El forense pestañeó repetidamente al oír su voz, como si se hubiera olvidado hasta ese momento de su presencia.

—Hum…, no sabría decirle en este momento. El crecimiento de las uñas del ser humano depende de muchos y variados factores como la edad, el sexo, la alimentación, incluso las estaciones. Es un hecho probado que las uñas, por ejemplo, sufren un mayor crecimiento en verano. Sin embargo, podemos establecer como estándar un ritmo aproximado de tres milímetros al mes. A ver… —El doctor Balmoral rebuscó entre el instrumental que se encontraba en una de las alacenas de acero inoxidable que se hallaban adosadas a la pared y extrajo un calibre—. Estas tienen una longitud de cero coma dos milímetros, entonces…

—Casi dos días. —Interrumpió Martin—. Hay un lapso de tiempo entre ambas cercano a las cuarenta horas. Coincide con la línea del tiempo establecida.

—¿No estará insinuando que se creen ese desatino de que la mano mutilada pertenece a la víctima? —Protestó Paniagua.

—Lo único que puedo añadir por el momento es lo que ya he señalado. Si es un truco para despistarnos, entonces, debo añadir que es extremadamente elaborado y complejo.

—Esperemos a que se realicen las pruebas del ADN para salir de dudas, pero no caigamos en conclusiones fantásticas. ¡Es lo único que me faltaba! —Insistió el inspector con su tacto habitual.

El forense asintió y regreso junto al cadáver para seguir examinando el horrible corte.

—También puedo decirles que la amputación se ha realizado mientras la víctima permanecía con vida. La elasticidad y el rigor de la mano coinciden con ese supuesto.

—¡Dios mío! —Masculló el subinspector Olcina, olvidándose momentáneamente de su teléfono móvil.

—No es extraño. —Repuso Paniagua, tratando de ocultar su propia desazón tras una pátina de profesionalidad—. Es lo que nos temíamos, dada la cantidad de sangre que cubría las paredes de la escena del crimen.

Martin asintió.

—Muchos asesinos tienen rasgos sádicos que les lleva a querer infligir el máximo dolor en sus víctimas. Cortarle la mano a alguien en vida, encaja con ese perfil. —Martin parecía ponderar algo en su mente mientras se pellizcaba ausente el labio superior. Olvidado quedaba su malestar de hacía apenas unos minutos, ahora su mente se ocupaba al ciento por ciento en lo que tenía ante sí—. ¿Cuál fue definitivamente la causa de la muerte?

—Bien, uno podría pensar que fue el disparo a quemarropa de la cabeza. —Contestó el forense—. Sin embargo, una herida como esa. La pérdida de sangre tuvo que ser enorme y no me atrevo a asegurarlo. Tendré que hacer más pruebas y entonces estaré en condiciones de confirmar la causa. —Se detuvo con las manos reposando en las caderas y dijo—: Esto va a tardar un rato, si quieren pueden aguardar en la cafetería y les envío a buscar cuando determine la causa y el modo de la muerte.

—¿El modo de la muerte? —Interpeló Raúl Olcina, estupefacto—. ¿No parece evidente?

El forense dejó escapar una sonrisa cansina y respondió:

—A veces, subinspector, las cosas no resultan como parecen.

—Gracias, doctor. —Cedió el inspector—. Avísenos cuando tenga algo concreto.

La cafetería se encontraba una planta más arriba y era una de esas concesiones franquiciadas en las que todos los productos se hallaban envueltos en celofán y parecían hechos de plástico. Martin pidió un café con leche y Paniagua uno solo y llevaron cada uno sus propias tazas hasta una mesa cercana. Mientras tanto, el subinspector Olcina se entretuvo hablando por teléfono con la central.

—El Jefe Beltrán me ha informado de que la prensa se ha hecho eco del caso como si fuese un asesinato aislado. Tampoco se hace mención a la mutilación de la mano. —Les informó Olcina en cuanto se les unió en la diminuta mesa de formica amarilla—. ¿Alguna vez se topó con algún caso parecido a este? Cortarle la mano a alguien de ese modo… Quiero decir, el tipo tiene que estar como una verdadera chota.

Martin se limitó a esbozar una tenue sonrisa. Considerar a los causantes de las muertes más horrendas como lunáticos era el primer gesto defensivo que un ser humano realizaba para protegerse de la verdad que encerraba la mayoría de los asesinatos. Tal verdad no era otra que los culpables, habitualmente, estaban tan cuerdos como ellos.

—Antes dijo algo sobre que nuestro asesino podría ser un sádico, pero algo me dice que no parece muy convencido. —Añadió el inspector Paniagua.

—Buena apreciación, inspector. Disparar a alguien en la cabeza es una acción que se contradice con la amputación de la mano en vida. Una muerte rápida como un disparo es impersonal, no conlleva la intención de hacer sufrir a la víctima, y sin embargo, la amputación es muy personal y tiene serias connotaciones de sadismo. —Explicó Martin, reflexivamente.

—El tipo está como una puta cabra. Es más que evidente. —Retortó Olcina—. ¿Cómo nos ayuda eso a meterle entre rejas?

—Todo suma, subinspector. Todo suma. —Replicó Martin, exhalando el aire con paciencia—. El asesino parece estar en conflicto consigo mismo y eso le vuelve impredecible, más difícil de ajustar en un perfil criminal.

—Ahora es cuando nos va a contar que el asesino es impotente y que se siente emasculado. —Torció el gesto el inspector Paniagua.

Martin dejo escapar una risita y apuntó con ironía:

—Inspector, o ha hecho los deberes o ha leído demasiados libros sobre asesinos en serie. Pero sí, la emasculación puede ser algo que defina a su asesino. No una emasculación física, no quiero sugerir que está literalmente castrado, sino una emasculación psicológica. De algún modo, su psique ha sido lastimada, y de ahí que sienta la compulsión de mutilar a sus víctimas cercenándoles una extremidad.

El inspector Paniagua apuró su café de un trago y pareció paladear su sabor unos instantes con los ojos semicerrados. Para ser una cafetería de hospital no estaba mal del todo y ponderó durante unos instantes levantarse y dirigirse hacia la barra para pedir otro. En cambio, preguntó:

—Dígame algo agente Cordero, ¿para qué querría nadie llevarse la mano de un hombre muerto y hacernos creer que se la envió a la víctima antes de su muerte?

—Es extraño, pero no único. —Concedió Martin—. Al menos, en lo que se refiere a llevarse la mano del profesor. La mayoría de las veces los asesinos en serie guardan trofeos que toman de sus víctimas y se los llevan a un lugar seguro, en donde se sientan a salvo, para jugar con ellos y revivir sus atrocidades cuando la compulsión de matar les asalta. Jeffrey Dahmer era conocido por cortarles los genitales a sus víctimas masculinas y colgarlos de la pared como piezas de caza. —Martin hizo una pausa y explicó—: Piense en ello como si fuera una especie de respuesta pavloviana, cuando el asesino vuelve a ver los órganos u objetos que sustrajo, las sensaciones que experimentó durante la comisión del crimen vuelven a él como si las estuviese sintiendo en ese mismo momento.

Guardó unos instantes de silencio.

—Enviársela después a otra persona, también puede resultar peculiar pero no es nada nuevo. El hecho de que algunos asesinos ofrezcan esos trofeos a sus víctimas suele significar un intento de manifestar el poder que sienten sobre ellas, una forma más sofisticada de tortura en la que provocan en la víctima por anticipado el mismo terror que la harán sentir más adelante. En cualquier caso, para el asesino el crimen comienza en el preciso instante en el que envía los trofeos.

Entonces, Martin dejó de hablar, no sabía qué responder respecto a la segunda parte de la pregunta. Resultaba evidente que estaban siendo víctimas de un truco de prestidigitación, una estratagema para despistarles o simplemente burlarse de las autoridades, pero podría ser mucho más, podría ser que el coronel Sadeq Golshiri no quisiera que identificasen al propietario de la mano mutilada y, supuestamente, primera víctima y que para ello les hubiera proporcionado una ficha de huellas dactilares falsa. Aunque, en sus tripas, sabía que nada de todo eso tenía mucho sentido.

—Respecto a la segunda parte de su pregunta, inspector, reconozco no saber qué contestar. —Añadió—. Obviamente, debe tratarse de una artimaña pero ¿de quién? Recuerde que, de momento, la identificación solo ha sido posible a través de la ficha de huellas que entregó la Embajada de Irán.

El inspector meneó la cabeza, corroborando que también había pensado en ello.

—Esos palurdos son todo lo paranoicos que se puede ser y supongo que no querrán ver sus asuntos interferidos por terceros. Cabe pensar que los iraníes están tratando, por algún oscuro motivo, confundir la identidad del dueño de la mano o la del profesor.

Martin asintió.

Entonces, una sonrisa de gato de Chesire creció en el rostro del veterano inspector y reclinó su voluminoso cuerpo en la diminuta silla de plástico de la cafetería cruzando las manos por detrás de la cabeza, preparándose para esperar a que el forense concluyese sus investigaciones.

Martin dejó vagar la mirada por la cafetería y más allá, a través de la ventana abierta que quedaba a su costado, observaba los rostros de los madrileños que cruzaban por la calle. Personas ignorantes del truculento espectáculo que se desarrollaba tras las puertas del Instituto Anatómico Forense. Una pareja de jóvenes caminaba cogidos de la mano y reían sin pudor. Un taxista aguardaba pacientemente a que su pasajero rebuscase en el interior de su monedero el dinero necesario para pagar la tarifa. El coche de color blanco, lucía una franja roja en su costado, y emitía un débil ronroneo producido por su motor eléctrico. El modelo era un nuevo Toyota Prius y cada vez se veían más circulando por la capital.

Martin Cordero se había prometido que no volvería a trabajar como psicólogo criminal y que se dedicaría exclusivamente a escribir su libro. Sin embargo, de nuevo se encontraba sumergido en una investigación, como si fuera arrastrado por una invisible fuerza magnética. A pesar de que no estaba seguro de si su mente podía volver a soportar la presión que significaba volver a involucrarse en un caso, ni de si estaba preparado para hacerlo.

El inspector se levantó con la excusa de ver si el médico forense ya había terminado sus pruebas y desapareció por la puerta de la cafetería. Unos metros más allá, Raúl Olcina estaba hablando con la camarera, apoyando un codo sobre la barra como si fuera un cliente habitual. La mujer reía de algo que le estaba contando.

Con un suspiro resignado, Martin apartó la mirada y trató de olvidar las dudas que le asaltaban y centrarse en lo que habían descubierto. La cicatriz en su ingle comenzó a cosquillear y no pudo evitar llevarse una mano para calmar la sensación de que miles de centelleantes puntas de aguja pinchaban su piel pugnando por salir. A su espalda, unos pesados pasos le indicaron que se acercaba el voluminoso inspector de la BEHV.

—Ya hemos terminado aquí, agente. —Informó Paniagua y luego llamó a su ayudante—. ¡Olcina, deje de haraganear que nos vamos!

Martin le dedicó una leve sonrisa forzada y se levantó dispuesto a seguir al inspector al abismo de sus propios miedos.

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