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Después de dejar al padre de Aba Torres, Arturo Paniagua decidió dejarse caer por las oficinas de la Policía Científica para recuperar la prueba de la fotografía que había recordado la noche anterior.
Efectivamente, su memoria eidética no le había fallado y en ella se apreciaba el reflejo de la mujer. No era muy nítida pero se distinguía claramente que estaba participando de alguna manera en el brutal asalto. Estaba pensando que tendría sentido hacerle una nueva visita al conserje del bloque donde vivía el señor Zafra, cuando se encontró con el subinspector Olcina en su despacho.
—¿Cómo se encuentra, Olcina? —Le saludó cuando traspasó el umbral y se desmoronó sobre su ajado sillón.
El subinspector tenía un aire fúnebre flotando a su alrededor como si el mundo se hubiese posado de repente en sus hombros y trataba en vano de enmascararlo. Le picaban los ojos por la tensión, tenía la cabeza embotada y estaba intranquilo por lo que intuía que Paniagua le iba a decir continuación.
—He estado mejor, jefe. —Confesó—. Anoche no pegué ojo.
—Bueno, pues le necesito al cien por cien para la operativa que está montada en torno al embajador. No podemos fallar. La muerte de El Ángel Exterminador ha sido un palo muy duro, lo sé, pero no deje que eso merme su concentración.
El inspector hablaba con tono cordial pero serio, exento de cualquier tipo de concesión. La sombra del reproche resonó en el interior de Olcina como una traca de petardos.
—Descuide, jefe. Cuando llegue el momento, estaré preparado.
—¿Qué tal ha ido con la señorita Torres? —Cambió de tema, el inspector.
—Bien, el retratista está dando los últimos retoques y pronto habrá terminado. Alba Torres y sus padres ya se han marchado y les he puesto una patrulla de protección.
—Bien hecho. Me alegra comprobar que su cabeza sigue funcionando a pesar de todo. —Entonces, se detuvo y le miró perspicaz—. ¿Se puede saber qué le sucede?
Raúl Olcina sacudió la cabeza.
—Nada, jefe. Estoy bien, solo un poco molido.
Cuando llegaron al edificio, el conserje se encontraba como siempre moviendo la escoba de un lado para otro en el vestíbulo del inmueble. Se encontraba especialmente parlanchín debido a la notoriedad que había conseguido con la detención de El Ángel Exterminador. Medios de televisión, periodistas y simples curiosos le habían estado acosando a preguntas acerca de Samuel Zafra y él los había atendido gustoso y con grandes dosis de ufanía.
Para desazón de Paniagua, el hombre insistió en que no había visto a Samuel en compañía de ninguna mujer. Creía, no obstante, que podría haber visitado al agente de movilidad fuera de su horario de trabajo, por las noches, momento en el cual solía sentarse en el cuartucho que había detrás de la portería a ver televisión con alguna que otra copita de vino de naranja, al cuál era aficionado desde los años que había vivido en Sevilla, durante su juventud. Ese era, además, su último día dado que la propietaria del edificio había decidido prescindir de sus servicios después de conocer que un asesino en serie se había ocultado bajo su techo y él había sido incapaz de darse cuenta. Como si el pobre diablo fuera a ser una especie de Dick Tracy de tres al cuarto.
A pesar de que la fotografía no era demasiado clara, Paniagua la sacó de su bolsillo y se la tendió al conserje con cierta reticencia.
—Por favor eche un vistazo a esta fotografía y dígame si la mujer le resulta familiar.
El hombre la hojeó con intensidad durante unos instantes. Los ojillos de cerdo le brillaron como si estuviese calculando el número de apariciones televisivas que aquella información le iba a proporcionar.
—¿Es ella? ¿Es el ligue del señor Zafra? —Preguntó con un retintín de cotilla.
—Antes, responda a la pregunta. —Insistió Paniagua, quien por el rabillo había captado un gesto incómodo del subinspector y comenzaba a preguntarse qué lo había provocado.
—No se ve muy bien, la verdad. Pero con una pinta así seguro que me acordaría. —Dijo lascivamente, negando con la cabeza. La calva afeitada le relucía por el sudor.
El subinspector le lanzó una mirada furibunda e instintivamente deseó romperle la crisma. En esta ocasión, tanto el inspector como el despreciable personajillo, notaron inmediatamente su expresión. El conserje instintivamente dio un paso atrás.
—Pero como ya les dije, nunca vi a ninguna mujer con el señor Zafra.
Sin dejar de observar a Olcina, el inspector Paniagua le despidió.
—Gracias por su tiempo y buena suerte en su nueva vida.
El conserje le miró sorprendido.
—¿Nueva vida?
—¿No nos ha dicho que le acaban de despedir, hombre? Pues buena suerte encontrando un nuevo trabajo con la crisis y tal.
Y dándole la espalda, salió por la puerta. Ya en la calle se volvió hacia su subordinado y le preguntó a bocajarro:
—¿A qué ha venido eso?
La pregunta pilló desprevenido al subinspector.
—¿A qué se refiere, jefe?
—¡No me toque los huevos, Olcina! Le ha lanzado una mirada a ese desgraciado que hubiera fulminado a un miura a puerta gayola. Si no le conociera, diría que le ha mentado a su novia o algo parecido.
Un velo cubrió los ojos de Raúl Olcina y el color se le fugó del rostro con tanta rapidez que parecía la estatua de un camposanto.
—¡Hábleme, Olcina! ¿Qué diantres está pasando con usted? —Clavó un dedo en el pecho del subinspector.
—¡Ha sido el puto retrato robot! —Estalló Olcina—. Ya sabe que me he estado viendo con alguien las últimas semanas…
—Claro, ya hemos hablado sobre ello. —Le interrumpió, Paniagua, irritado—. Pero no veo qué tiene que…
Se detuvo de inmediato, en su cabeza terminó de atar los cabos y los ojos se le abrieron como platos.
—No puedo asegurarlo, pero la mujer del retrato me recuerda mucho a ella. A la mulata con la que me veo. Se llama Neme. —Explicó Olcina en un susurro—. Y hay algo más…
El inspector aguardó ocultando como pudo la conmoción que sentía.
—El día que detuvimos a El Ángel Exterminador creí reconocerla entre la multitud de mirones que se había reunido en la calle atraídos por el espectáculo. —El rostro del subinspector era todo un poema—. Sé que es imposible, que estoy confundiendo las cosas, pero… ¡No puedo estar seguro! Pero ella sabía cosas, cosas que yo le conté sobre el caso.
El inspector no daba crédito a lo que escuchaban sus oídos, estaba estupefacto.
—¿Cosas como qué? —Atinó a preguntar.
—Le dije a Neme lo mucho que aborrecía a Walter Delgado, cómo había dejado morir a Oswaldo en su lugar… —La voz se le estaba quebrando—. Creo que… que El Ángel Exterminador pudo encontrar a Walter por mi culpa… A través de ella.
Se hizo un prolongado silencio hasta que, finalmente, Paniagua le fulminó con la mirada.
—¿Cómo ha podido hacerme esto? —Espetó abruptamente—. ¿Cómo ha podido comprometer la investigación de esta manera? ¡Tendría que haber hablado conmigo en cuanto se enteró de la existencia de esa mujer!
—¡Pero, no podía saberlo! ¿Cómo iba a saberlo? —El subinspector Olcina estaba gritando—. No tenía manera de saberlo…
El inspector alzó la mano bruscamente, ya había escuchado demasiado. Se dio la vuelta, dándole la espalda a su subordinado.
—Jefe, yo… —Comenzó a decir Olcina, pero se calló de inmediato. Percibía la creciente sensación de malestar que se había instaurado entre ambos. La impresión de que la relación de confianza profesional que habían tenido hasta ese momento había saltado por los aires convertida en miles de pedacitos de hormigón armado.
—Dígame solo una cosa, ¿tiene algún modo de saber dónde se encuentra esa mujer? ¿Un número de teléfono, una dirección, algo?
Raúl Olcina bajó la cabeza y clavó la vista en la punta de sus zapatos, avergonzado. No tenía nada, solo un número de teléfono al que ella casi nunca contestaba. Siempre se habían visto en la academia de baile que solía frecuentar y allí era donde solían quedar para verse.
El viaje de regreso a la central lo hicieron completamente en silencio, esperaban que para su regreso el artista forense ya hubiese acabado y para entonces tuviesen el retrato robot definitivo con el que pudiesen trabajar.
Para sus adentros, Olcina deseaba con todas sus fuerzas de que, finalmente, el rostro trazado con el programa informático no se pareciese en nada a Neme y que todo fuese una jodida metedura de pata de su cerebro conmocionado por la porra extensible de El Ángel Exterminador. Aunque algo en su interior le decía que no iba a tener tanta suerte.
Cuando regresaron a la central, su corazonada se había convertido en certeza.