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El coronel Golshiri llegó a la embajada casi a media mañana. El guarda que le franqueó la entrada tenía una expresión ceñuda y torcida que le inquietó sin saber muy bien por qué. Cuando se detuvo ante el arco del detector de metales, se quedó de piedra al ver que el guarda le pedía su arma de mano.

El embajador estaba sentado en su sillón leyendo un enorme informe que, a juzgar por sus tapas, había sido elaborado en las dependencias del Ministerio de Inteligencia y Seguridad Nacional.

—¿Qué ha sucedido? ¿Por qué me ha hecho llamar? —Preguntó el coronel, sin más preámbulos.

El diplomático le miró impertérrito.

—He recibido una visita poco gratificante de los inspectores responsables de la investigación iniciada tras las muertes del profesor Mesbahi y la doctora Farhadi.

—¿Y? Son unos incompetentes que no encontrarían ni a su madre en una reunión de rameras.

Sayd Lakahni no dijo nada, se limitó a escrutar con la mirada al cada vez más irritado coronel, mientras ponderaba si la incompetencia de aquel hombre era auténtica o simplemente fingía para fastidiarle.

—Coronel, ¿tiene realmente alguna idea de lo que sucede a su alrededor?

Golshiri le devolvió la mirada con desprecio.

—¿De nuevo los insultos, embajador? Esta conversación ya la hemos mantenido y ambos sabemos en qué terminó.

—Ese inspector Paniagua no es un idiota, como usted pretende que crea, ni tampoco el agente del FBI que le está ayudando. —Le explicó—. De algún modo, han descubierto su conexión con los científicos asesinados y están a un paso de descubrir lo que sucedió en Teherán. —Hizo una pausa y cerró con teatralidad el informe que estaba encima de su mesa—. ¿Entiende las implicaciones de lo que le he dicho?

Golshiri se acercó uno de los sillones caros del embajador y se dejó caer en él con exagerada desgana.

—Lo único que sé es que estoy perdiendo un tiempo valiosísimo hablando aquí con usted, en vez de estar ahí fuera intentando atrapar al asesino.

—¿Atraparlo? ¡Alá me asista! Me temo que eso ha cambiado ahora. La prioridad no es atraparlo, sino hacerlo desaparecer para siempre.

El coronel le miró estupefacto.

—Pero, creí que…

—Me tiene sin cuidado lo que usted crea. —Le interrumpió el embajador con brusquedad—. No se le ha encomendado esta misión para que piense sino para que actúe. Y es hora de hacerlo.

Se frotó las sienes con gesto cansado, y prosiguió cambiando de tema.

—Los inspectores españoles quieren interrogarle sobre su implicación con los científicos muertos y el proyecto llevado a cabo en las instalaciones del SESAME y ambos sabemos que eso no podemos permitirlo. Solo Alá sabe qué pueden averiguar si se dedican a desenterrar viejos esqueletos.

—Tiene toda la razón. —Estuvo de acuerdo Golshiri, muy a su pesar—. Esos kaffirs metomentodos pueden estropearlo todo antes incluso de que se den cuenta de lo que han hecho.

—Entonces, le sugiero que se dé prisa. El general Al-Azzam ha insinuado que el IRGC enviará a alguien para que se encargue de este asunto si se demora demasiado la total anulación del criminal. Y usted ya sabe lo que eso significa… para todos.

La pretendida indolencia de Golshiri había cambiado sin apenas darse cuenta y ahora se sentaba muy tieso en la silla. Sabía que debía relajarse, que era peligroso que Sayd Lakahni viese lo mucho que le estaban inquietando los derroteros por los que se había desviado la conversación. No obstante, a pesar de ser consciente de ello, se sentía incapaz de fingir una relajación que no experimentaba.

—¿Por qué iba a hacer eso el general? Mis hombres y yo somos perfectamente capaces de terminar este asunto. —Atinó a preguntar, con toda la seguridad que pudo reunir.

El embajador, impaciente, agitó la mano en el aire e hizo un gesto como si estuviese ahuyentando moscas.

—Coronel, usted sigue repitiendo lo mismo pero la única verdad es que el general está nervioso, el propio Ministerio de Inteligencia está valorando si meter baza en el asunto… ¡Yo mismo, por Alá, estoy empezando a cansarme de su inoperancia!

El coronel que se había incorporado en el sillón, al otro lado de la mesa, vaciló un momento y protestó:

—Embajador, una vez más le aseguro que no tiene de qué preocuparse. Todo está bajo control.

—Por el bien de todos, espero que así sea, coronel.

El embajador colocó de nuevo el informe ante sí y comenzó a leer algunas de sus páginas. El coronel Golshiri aguardó con el ceño fruncido. Aquello era algo que el diplomático solía hacer a menudo: dejarte esperando mientras fingía hacer esto o lo otro para que no olvidases quién era el que llevaba las riendas. Entonces, con su habitual tono impaciente propio de la soberbia, Sayd Lakahni preguntó:

—¿Algo más, coronel?

Golshiri negó con la cabeza. Sin apenas fijarse en el guarda que le devolvió la pistola, salió al exterior. Tenía las manos húmedas y la garganta seca. Lakahni siempre le hacía irritarse y aquel día no había sido una excepción. Una buena parte de esa irritación enfermiza que sentía cuando se las veía con el diplomático tenía su origen en lo diferentes que eran ambos hombres pero también en que el embajador siempre aprovechaba cada ocasión a su alcance para hacerte sentir fuera de su clase, inferior.

Sin embargo, en aquellos momentos, Sadeq Golshiri no pensaba en el enojoso diplomático. Su mente barajaba raudamente las posibilidades que se abrían ante él. Si era cierto, como le había dicho el embajador, que el general Al-Azzam estaba dispuesto a enviar a alguien a concluir su trabajo eso solo podía significar dos cosas.

La primera, que no tenía demasiado tiempo.

La segunda, que era un hombre muerto.

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